Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

92. Vuelos (Patricia Collazo)

Paloma creció en un alféizar. Su madre la dejó una tarde sentada en la trona mirando hacia afuera para que se entretuviera. Era día de limpieza general. Una cosa llevó a la otra: quitar cortinas, sacudir alfombras, pasar en la oficina ocho horas diarias, limpiar alacenas, bajar la ropa de verano, embolsarla con naftalina para volverla a subir, planificar la cena de Nochevieja, tener a los mellizos, preparar las comidas para la semana…

Cuando se quiso acordar, Paloma tenía dieciocho años, tonteaba con el chaval del puesto de flores de la esquina, y se negaba a ir a dormir al cuarto.

Su madre no podía creer que esa beba regordeta que había sido hasta hacía nada, se hubiera convertido en una adolescente monosilábica.

Algo he hecho mal, se repetía cuando olía a tabaco o se encontraba con el florista semidesnudo en su pasillo de madrugada.

Al final, Paloma consiguió alféizar en un piso compartido con una cantidad insondable de jóvenes.

Vuelve a casa los domingos. Se lleva los tupers y cambia ropa sucia por limpia.

La madre la despide procurando no hacerle recomendaciones. El nudo en su estómago se acentúa cuando entra en la sala y ve su alféizar vacío.

91. LA FIESTA DEL VIEJO

El gentío permanecía embelesado en la balconada. Desde ella se contemplaba el puerto pesquero. Estaba engalanado con tiras de banderines multicolores, al igual que los pequeños barcos pesqueros, botes y todas las calles. La muchedumbre silencio la conga. Al desplegarse la banderola, estampada con el descomunal pez, se dejó oír una sonora exclamación. La brisa de la mar, emulaba coletear y tener vida a aquella figura idealizada de pez. Parecía querer escapar, resistirse a la barandilla semejando a un anzuelo o sedal. El barrio de la Habana Vieja, el puerto, casi todo el Malecón, fue invadido por rumbas, mambo, salsa, guaguancó… Por cada callejuela, taberna y  bodeguilla, corría el ron, los mojitos y daiquiris. El día de fiesta, más popular, solo había hecho que empezar. Un año más se homenajeaban por ser lo que eran, pescadores. Recordaban a Santiago, viejo pescador que hace ya mucho tiempo, pescó el marlín más grande que se haya visto. Le mantuvo tres días de lucha con la mar, la presa, los tiburones y consigo mismo. Logró llegar a puerto con la cabeza y el espinazo bien limpio. «De 18 pies de la nariz a la cola». El viejo descansó soñando con los leones marinos.

90. ME FALTA EL AIRE

Nací sirena. Mi voz y mi cola de escamas plateadas eran la envidia del abismo, donde mis padres, venidos abajo tras la crisis del mero, consiguieron el alquiler de una grutilla a bajo precio. Cansada de tanta miseria decidí pasear por los barrios altos a lucir melena, con tan mala suerte que quedé enganchada en el ancla de un viejo pesquero. El patrón, un rudo marinero, me rescató. En ese instante supe que mi destino estaría ligado al suyo. Me sumergió en una bañera semi oxidada, me llevó al almacén de un cliente suyo y allí, sobre una mesa de operaciones, cortó mi cola y me colocó unas hermosas piernas articuladas. Mis escamas plateadas se embalsamaron y fueron a parar al escaparate de un prestigioso restaurante japonés en Manhattan. Afortunadamente, mi voz quedó recogida en un gramófono antes del corte fatal. Me envolvió en algas para parar la hemorragia y me llevó a su casa.

Ya han pasado quince años. Cada vez que aireo la colcha que nos regalaron por la boda y me reflejo en la cristalera de la antigua fábrica de salazones, me asalta el recuerdo de aquel bondadoso y pobretón besugo de ojos saltones.

89. Desear lo mismo (Calamanda Nevado Cerro)

Vaya coincidencia. Se asoma a la calle  por  la ventana abierta de su cuarto a la misma hora que yo. Está preciosa. Haría cualquier cosa para  conocerla.  Además de explicita  su visión de píe frente a mí, es amistosa. No se le habrá  aparecido nada igual ni al mismísimo Kafka. Gracias a  mi objetivo gran angular puedo acariciar  el hipnótico encanto de su seducción.

Gustosamente le ordenaría a  su manta con dibujo cola de sirena     no la tape,  recobre vida, huya del balcón  y de su talle y  me  la deje  ver completa  subida a sus piernas largas y hermosas.  Son de vértigo. Invitan en secreto a arrodillarme a su lado. Entre  todas las mujeres que  me cruzo por ahí, es el ejemplo de chica que ocupa la relojería de la  cabeza.  El amor empieza por algo así. Luego se rien juntos,   se desvela algo  concreto sobre la vida sexual, te besas, discutes, amas, te besas  ¿Le mando una postal inventándome algún parentesco?  ¿La  cojo del brazo ingenuamente mientras tropiezo? Qué ocurrencias más idiotas. Quítate el pijama, toca en su puerta; abrirá, y confiésale: Eres una espía que sabe hacer ruido y yo uno terco y sin compasión. Voy armado.

 

 

 

 

 

88. Por la borda

La veo todos los días asomada al balcón, desde el estacionamiento, cuando llego a trabajar. Al mediodía, durante la ronda en planta, la encuentro cuando ya ha entrado a la habitación. Se sienta y dobla despacio la mantilla que le regaló Juan, la que cada amanecer extiende en la baranda, antes de mirar al mar para comenzar su charla de la mañana.
Vengo incluso los domingos, porque así puedo pasar visita sin la compañía de las enfermeras. Intento que me mire, pero nada ha cambiado en estos tres años: no desvía la vista de la ventana, no me deja oír su pensamiento.
Quise estar con ella cada día y lo he conseguido. Pero no imaginé que la vería como mi paciente. Ni que ella no olvidaría. Guarda su voz y su mirada para él. No lo entendí aquel día de pesca. Decidí mal y no quise afrontarlo mientras navegaba de vuelta, yo solo, mientras atracaba el bote, sin Juan, mientras gritaba hacia el muelle pidiendo ayuda.

87. LO QUE SE DEJA ATRÁS (GINETTE GILART)

Los días de mucho viento Sara aprovechaba para ventilar su casa y colgar del balcón la horrible alfombra —regalo de boda— con la intención de que un golpe fuerte de aire se llevara para siempre aquel monstruo marino que detestaba.
Eran tiempos convulsos y otro monstruo iba a sobrevolar las ciudades de Argelia. Muy pronto Sara se vería obligada a dejar su casa y con lo puesto embarcar, junto a miles de compatriotas, rumbo al puerto de Marsella.
No se imaginaba lo mucho que iba a echar de menos su alfombra tan odiada.

86. Excepción (Siigonis)

Como cada diez años, todos los jóvenes se reunieron en el puerto y salieron al mar con sus barcas. Era una tradición centenaria. Los muchachos apuestos, de voz suave y que mejor cantaban se llevaban a las más hermosas. Él, en cambio, poseía una voz distinta, dura, rota. Al igual que los demás, la había entrenado desde que alcanzó la madurez. Sus profesores le reprendían y aseguraban a sus progenitores que llegado el momento fracasaría.
Empujó su barca y remó lejos de la orilla. Sus compañeros cantaban al unísono. A los pocos minutos, empezaron a aparecer. Rubias, pelirrojas, castañas… todas preciosas. Algunos volvían ya con la suya, recibidos entre vítores de sus familias. Él cantaba una melodía oscura y nostálgica. Apenas quedaban unas pocas barcas en el agua cuando apareció ella, mirándole curiosa asomada a un costado del bote. No había visto nada igual: sus ojos no eran azules como el mar, sino negros como la tormenta. Sus escamas no eran suaves, parecían de piedra fina. La ayudó a subir y remó con ella hasta la orilla.
Muchas regresaron al agua poco después. Ella se quedó; se desprendió de sus escamas y las colgó en el balcón.

85. No se le conocía novio

Las había mejores, pero cumplía y nunca faltaba. En tres años jamás había enfermado. Tampoco se le conocía novio, quizá porque tenía una personalidad excéntrica y a veces hacía cosas raras. El martes pasado, cuando el señor partió a trabajar, comenzó a barrer el recibidor y siguió barriendo el descansillo y las escaleras, hasta el zaguán. ¡Hay quien se excede solo por dejar mal a las demás!, le grité, vomitando un oscuro runrún por el hueco de la escalera.

El miércoles a mediodía, entre las dos y las dos y cuarto, se asomó cuarenta y seis veces al balcón, con esa mirada triste, tan suya, atrapada al final de la calle. Las conté. Salía a sacudir colchas, a despeluchar la escoba, a refregar las persianas, a sacar las plantas, a otear las nubes, a sopesar el viento… A las siete y trece salió a vaciar una bolsa de agua caliente y mojó a la señora que regresaba cojeando del podólogo. Estaba siendo severamente amonestada por ella cuando apareció el señor, que, ejem, siempre llegaba a esa hora. Pase a mi despacho, le dijo severo. Y ella pasó. Nerviosa. Alisando su uniforme. Recomponiendo su pelo. Sonrojada. Sonriendo, la muy descarada.

84 . Alfombra voladora

 

Desde la ventana de nuestra torre de marfil, como cada mañana, observo cómo te diriges calle abajo a tu puesto de trabajo. Caminas despacio con un imperceptible balanceo al que te obliga tu pierna derecha, pero lo haces con paso seguro, pues sabes que te estoy mirando; te detienes, te giras y alzas el brazo agitando la mano, sin más, sigues andando. A pesar de que no me ves, correspondo al saludo con la mía que sostiene un paño azul, lo agito hasta que empequeñeces y desapareces absorbido por la multitud. No llegas a distinguir la mueca que los labios han trazado sobre mi boca, una sonrisa disimulada.

Y es este instante el que anhelo cada día, en el que en soledad puedo soñar e imaginar. No quiero ser Julieta añorando a Romeo. Ni una soñadora de sueños. Ni estar muda ante los dioses. Y menos una mujer atormentada por no ser princesa. Quiero agujerear tu red y escapar hasta un océano infinito, en el que la única posibilidad que tengas para encontrarme, fuese que te transformases en alfombra voladora surcando los aires hasta penetrar en nubes en libertad.

83. ERROR DEL GPS

Al submarino le falló el GPS. Escaparon peces de colores, calamares y algas cuando emergió de las aguas gélidas del mar y acarició una góndola.Ella sacó su medio cuerpo de mujer por la escotilla y no acertó a disculparse. Su vergüenza era mayúscula y no la supo esconder al ver los ojos de cine del gondolero. Él no reaccionó ante tal hermosura.
Trás su encuentro casual empezaron su rutina después del desayuno. Ella le gritaba-nos vemos a las tres-, él sonreía y se quedaba mirando hasta que el submarino se sumergía entre globitos de agua sin espuma. Habían decidido casarse cuando ella pudiese bailar fuera del agua.

82. La tondue (Manuel Menéndez)

Recuerdo nítidamente el último instante de felicidad plena que viví. Asomada a la ventana despedía a Hans que doblaba la esquina rumbo a su cuartel. Pocas horas después mi fuerte y joven amante agonizaba, tras haberle arrancado de cuajo una bomba casera aquellas poderosas piernas que tanto me hicieron gozar al entrelazarse con las mías. Aquel día pensé que había agotado mis lágrimas. Pronto la vida se empeñó en demostrarme lo equivocada que estaba.

Al mes siguiente llegó la liberación de París. El júbilo inundó las calles, pero no era suficiente. El pueblo también quería venganza y alguien decidió que el enemigo éramos nosotras: las mujeres que habíamos cometido el pecado de amar a alguien nacido en otro país. Fui insultada, golpeada y arrastrada desnuda por las calles. Mis vecinas me escupían, los niños reían y los hombres me lanzaban miradas lascivas. Tras una farsa de juicio público me raparon mi hermosa melena negra mientras ellos camuflaban su deseo y ellas su envidia gritando un conjuro universal: ¡PUTA! Puta por ser bella. Puta por amar. Puta por vivir.

Mis cabellos crecieron de nuevo, mi fe en la humanidad yace aún esparcida por aquel suelo de París.

81. Cómo conocí a mi esposa (R. L. Expósito)

Yo deambulaba por el barrio y ella abría las ventanas de un balcón. Me atrajo su descaro al asomarse: agitaba un trapo sucio, llovían las pelusas y miraba hacia otro lado. Me senté en un banco en la acera de enfrente y saqué mi cuaderno de bocetos, pero apenas hice los primeros trazos, ¡ella se metió de nuevo en casa! Recuerdo mi inquietud. Recuerdo que esbozaba de memoria. También recuerdo… que ya me costaba olvidarla.
Todavía dibujaba cuando regresó y colgó del pasamanos una alfombra. ¿La imagen estampada? Una cola de sirena. ¿Y su cuerpo? Como estaba justo encima, lo ponía ella. Dejé escapar una sonrisa mientras capturaba entre mis redes, de papel y carboncillo, cada escama de tan insólita quimera.
«¡Con qué vigor sacude el polvo!», pensaba embelesado…
Solamente cuando se tomó un descanso, advertí que teníamos un público imprevisto: ¡eran gatos! Estaban por todas partes y acechaban con sigilo y avidez, albergando la esperanza de cazar al vuelo media sardina gigante.
—Largo de aquí, yo la vi primero —les dije en voz baja, pero sus maullidos de protesta resultaron delatores; ella nos miraba—. Idiotas, puedo darme por pescado.
Y ambos, al escuchar aquello, reímos un buen rato.

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