Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

NEPAKARTOJAMA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta última propuesta es el concepto lituano NEPAKARTOJAMA, o ese momento irrepetible. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de DICIEMBRE

Relatos

70. El hijo (Nuria Rodríguez)

Le trajo la noche más oscura, desagradable para la mayoría y de una hipnótica belleza para ella.

Sus pasos serenos y sin rumbo, eran el único sonido de las vacuas calles de lo que parecía una ciudad espectral.

Junto a unos contenedores de basura, lo intuyó. Encendió la linterna de su móvil y se acercó con ese gusto agrio que el miedo y la excitación, provocan en la boca.

Podía sentir los latidos del corazón retumbar en sus sienes a un ritmo frenético que disminuyó cuando pudo verle mejor.

Arrullado en una vieja manta, aquella criaturita de apenas unas horas de vida, la miró con los ojos más viejos y sabios que había visto en su vida.

No se sobresaltó al ver sus monstruosos rasgos ni de que, en lo que se le antojó un amago de sonrisa, sobresaliesen unos pequeños dientecitos afilados.

Cualquiera en su sano juicio, habría salido corriendo de allí pero ella, por lo contrario, le cogió amorosamente en brazos con la convicción de que a partir de ese momento, sería su madre. Y como todas las madres, se sintió inmensamente afortunada, ya que tenía el hijo más bonito del mundo.

69. EL JARDÍN

Su jardín era lo que más amaba. Cualquiera podría pasear por él y pasarle desapercibidos los tallos nuevos de los geranios, los pocos milímetros que habían crecido las amapolas, el colorido sorprendente de las zinnias, el verdor incierto del naranjo o la aparición de una pequeña margarita, tímida, en el parterre de la entrada. Sin embargo, ella notaba cualquier sutil cambio. Su jardín era todo su universo: su guarida si estaba triste y su cómplice compañero de baile con el que cantar.

Lo amaba tanto que nada cambió cuando la sequía lo transformó en el páramo terroso y amarillento que es ahora. Sigue hablando a sus flores, acariciando pétalos y enredaderas que solo ella puede ver. Continúa caminando entre macetas y jardineras con esa sonrisa inexplicable que ninguno sabemos cómo logra dibujar.

Quizás es que no pierde la esperanza de volver a ver su jardín tal y como fue.

Yo tampoco, y es que esta mañana, mientras una gota de rocío resbalaba juguetona por el cristal de mi ventana, me pareció ver despertar a las presumidas rosas, a las margaritas remoloneando, como siempre, y a ella regando las plantas como un día cualquiera en su jardín.

68. El destino de la belleza

Muecales es un municipio de la jurisdicción de Ferreñales, en el distrito comarcal de Guatica Sur. Todas sus casas son blancas y bajas y sus habitantes compiten en fealdad. Es una fealdad rotunda, apabullante, sublimada por siglos de endogamia. La mutación se ha considerado la única explicación plausible para ciertas excepciones.
Ellos no lo viven con vergüenza, al contrario: con profundo orgullo.
Cada vez que viene al mundo un nuevo muecalense, se aguarda con expectación el momento de conocer su rostro. Tras siglos de fealdad, las caritas abotargadas, asimétricas o deformes ya no generan conmoción.
Petra dio a luz anoche a una niña. Las expresiones de contrariedad de los presentes lograron preocuparle de inmediato.
—¿Qué ocurre? —exclamó Petra, sudorosa—. ¿Está muerta?
—No, Petra. Peor que eso —repuso la matrona, frotándole el rostro con una gasa, como queriendo borrárselo—. Es hermosa.
El llanto no conseguía distorsionar sus rasgos lo suficiente.
—Entregádmela —ordenó Petra.
La matrona se la ofreció y Jonás, el padre, salió corriendo, dando portazos y vociferando.
Petra la acunó en su regazo.
—Dejádmela un rato antes de llevárosla —rogó.
Quiso verla horrible, deforme, pero no era posible. E inundó su carita en una despedida de pequeñas lágrimas saladas.

67. En blanco y negro

Me siento en la duna a ver el mar. Por fin. Toda una vida bajo tierra soñando con este momento: un horizonte plomizo, el brillo oscuro del agua, casi azabache, el rumor de las densas olas arrastrando la espuma grisácea, los esqueletos de los barcos varados en la arena sombría. Levanto un par de segundos la máscara: es precioso, más de lo que había imaginado. Respiro hondo y vuelvo a colocarla. No puedo estar fuera demasiado tiempo, pero volveré, a pesar de ese extraño sabor ácido que impregna el aire y el fuerte olor a carroña y chapapote, tan penetrante.

66. Nada es lo que parece

Cuando desapareció el universo azul los grillos dejaron de cantar, las ruedas de los carros apenas marcaban su huella en el barro reblandecido del otoño, las estrellas abandonaron el carrusel que flotaba encima de mi cuna para posarse en las casacas de los coroneles. Quise llorar, y pude hacerlo porque descubrí mi chupete entre las fauces del gato del vecino, porque probé el repentino amargor de mis pulgares, porque se reveló en la piel acuosa de los sapos el perfume de una flor. Pero no fue hasta que escuché mi nombre de los labios de aquella mujer de lana y hojas de laurel, que comprendí el peso de los años, el picor del ajo en los leotardos de una bailarina, la lágrima encendida de una virgen abandonada en el trayecto de un desfile militar. Así sobreviví al mayo del sesentayocho, al domunt clavado en la piel púrpura de los pupilos de una escolanía, a la revolución de los claveles, a los miércoles de ceniza en la cripta clandestina del prior, al quinceeme, ahogado bajo el peso de una almohada como el placer en un coitus interruptus. Así moriré, con el gesto atónito de un niño ante un truco de magia.

65. La cara y la cruz

Pisar la nieve por primera vez le pareció muy divertido. La nieve. Ese manto blanco, suave, crujiente y frío. Corretear, como niño que era, calle arriba, calle abajo, haciendo círculos y eses sobre aquella esponjosidad tan extraña le fascinó con el encanto que producen esos descubrimientos, hasta que notó dolor en los pies descalzos y buscó a su madre para que remediara el daño. Y remediar el daño no era sino mas que calentarle los deditos morados con las palmas de sus manos y su aliento, calzarle con sus medias zurcidas y viejas, dejarle  sentado frente a la ventana, hechizado  por el resplandor de la calle, arrimado a las ascuas de un mísero brasero y el deseo de que la nevada se derritiera pronto y no se convirtiera, durante semanas, en un inmisericorde paisaje de hielo. Qué inocencia la suya en aquel momento, tan maravillosa, y qué triste la situación de su madre, que no tenía para comprarle unas simples  botas. Pero qué bonita le pareció entonces la nieve, qué felicidad tan grande la suya. Y qué duro es en realidad pasar frío; qué duro es el invierno.

64. ¿NOS LO PODEMOS QUEDAR?

Tomaron prestados del garaje un martillo y unos clavos, reunieron las tablas que llevaban meses guardando para su deseada casita en el árbol y con todo ello le construyeron a escondidas una caseta en la parte de atrás de la casa. No querían que mamá lo descubriera hasta que estuviera presentable.

Lo bañaron, robaron para él algo de comida en la despensa, lo cepillaron y le cortaron las greñas.

En unos pocos días, aunque le faltaba algún diente y aún arrastraba algo la pierna al andar, les pareció que ya estaba totalmente recuperado. Era perfecto. Hasta sabía sonreír.

Ahora solo quedaba encontrar un viejo traje de papá en el desván y presentárselo a mamá.

63. Perder la cabeza

Mi hermano se enamoró perdidamente de una chica, pero, cada vez que se le acercaba, ella se asustaba al verlo sin cabeza. Él, tras el disgusto, quiso colocársela de nuevo sobre los hombros, sin conseguirlo. Enfurecido, le dio tal patada que salió por los aires y entró rodando en casa de unos vecinos. Cuando llamaron a la puerta para devolverla, mis padres no le dieron importancia. Decían que estaba hueca y que a mi hermano no le servía para mucho, así que la tiraron al contenedor. En su lugar, para salir a la calle, se pone lo primero que encuentra: una pelota, una bola de bolos, hasta una sandía. A menudo se le caen al suelo y la gente se lleva unos sustos de cuidado.

Ya no tiene migrañas, aunque echa de menos poder ver los partidos de fútbol y tener malos pensamientos. Esta tarde ha salido a comprarse una. Nos ha dicho que cuestan un riñón.

62. TRAS EL CRISTAL

Adela, por fin, ha quedado con su hijo. No se ven desde lo que pasó hace año y medio. Todo es muy frío y él rompe el hielo contando lo bien que está. Esta mañana, antes de que los primeros rayos del sol entraran de manera oblicua en la habitación por el alto ventanal,  ya estaba levantado, contento. Se ha acostumbrado a no tener persiana, lo agradece. El día le parece precioso. Ha bajado a desayunar. Después de un café, muy aguado, y cuatro galletas con un regusto rancio, pero que te entonan el cuerpo, comienza las tareas. El tiempo pasa despacio.  Con los colegas ha estado de animada charla fumando cigarrillos hasta quemarse los dedos. A la hora de la comida puré, grumoso, y pollo, duro, que le saben a gloria; el cocinero mejora. «Estoy  muy bien, no te preocupes», le dice a su madre a modo de despedida mientras ambos apoyan sus manos contra el cristal que los separa. Ella le ve salir por la puerta del otro lado del cuarto a tachar un nuevo día de todos aquellos que dijo el juez que debía cumplir.

61. Armonía (Blanca Oteiza)

Hoy la tarde se viste de un gris que amenaza lluvia, pero aún así, camina hasta la esquina donde su banco vacío le espera. Como siempre llega puntual a la cita, aún tiene unos minutos para acomodarse. Desde el balcón cercano suena la melodía de un violonchelo suplicando silencio, como el resto del vecindario, pero para sus oídos es música celestial, que le devuelve a su infancia. Cierra los ojos y se imagina en un paraíso lejano de dunas doradas, océanos azules o frondosos bosques. Sueña con ese niño que quiso ser músico.

Al otro lado, en la habitación, un profesor desesperado contempla al alumno, mientras decide que dejará de malgastar su tiempo entre notas y partituras y partir hacia otros mundos más armoniosos.

60. Abuso de confianza

El bueno de Eduardo, el hijo que todos quisimos tener, educado, estudioso, tan guapo. Siempre pendiente de los que no eran como él: los distintos, los que suspendían, los inadaptados. Cuando nos propuso lo de las clases particulares nos pareció perfecto. Después nos contó lo del grupo. Ni lo dudamos. Al niño le vendría bien salir de excursión; le costaba mucho hacer amigos.  

Que ya no tuviera tanto apego a las faldas de mamá nos resultó lógico, estaba despertando al mundo. A lo del tatuaje no le dimos importancia, cosas de niños. Tampoco sospechamos al encontrar sangre en sus calzoncillos, aquella herida de cuando se rompió el sillín de la bici. Lo descubrimos al ver al bueno de Eduardo en el telediario, sentado en el banquillo. 

59. Certezas

No me entiendes, tía, tú no me puedes entender porque no le conoces como yo, te digo que es muy cariñoso y detallista y muy bueno conmigo, y si se vuelve violento es porque soy una torpe y una inútil, pero yo sé que a pesar de todo me quiere.

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