Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

121 – UN BILLETE SIN REGRESO

En mi primer vuelo elegido al azar, hacia algún país lejano donde nadie tuviera la oportunidad de encontrarme, como novata que era, tuve algún contratiempo.

Al llegar al control de la guardia civil en el aeropuerto, me obligaron a abrir la bolsa de viaje y tuve que dejar:
• 1 frasco de 150 ml que contenía todas mis lágrimas
• 1 tubo dentífrico que en cada empuje reproducía una sonrisa
• 1 par de tijeras, aquellas azules con las que tantas veces me he dejado cortar las alas
• Las pinzas metálicas con las que no pude arrancarme todas las espinas que permití que me clavaran
• 1 caja de fósforos, esos que nunca conseguí encender para prenderme toda

Las autoridades me despojaron de todas estas pertenencias aludiendo que eran peligrosas para subirlas a bordo. Con gran pena accedí al aeroplano portando un bolso casi vacío. Al acomodarme en el asiento que me correspondía, me sentí muy liviana, había dejado un gran lastre que me subyugaba el alma.

Fue al despegar, que miré por la ventana hacia el cielo que nos esperaba y nació en mí una nueva ilusión de enfrentarme a una vida distinta en un sitio desconocido.

120. Náufragos S.A.

La oferta del viaje a una isla desierta era real: 499 euros, todo incluido. La isla también es real, y la palmera, y la barba y el pelo que te van creciendo anárquicamente. También es casi real ese instinto absurdo de supervivencia que te hace llegar a creer que algún día saldrás de aquí por tu propio pie.

119. Puentes suspendidos

Volaba por encima de tres continentes y dos océanos para encontrar a su nieto. Después de diez años de hostil silencio, su hijo le había mandado una invitación al bautismo de Luisito. Le pagaría el costo del viaje cuando llegara a Melbourne, le había escrito en el PD.
Durante las 23 horas a bordo del avión, luchó contra las tormentas del pasado para reconstruir el puente derrumbado por una sola palabra años atrás y creía que estaba a punto de lograrlo. Imaginaba al pequeñín corriendo hacia él por el nuevo puente, acompañado por su mamá y su papá. Al aterrizaje, ya soñaba con el gran abrazo familiar. Se sentía optimista, a pesar del cansancio de la jornada. Indudablemente, éste será el viaje de su vida.
El gigantesco aeropuerto zumbaba como una colmena. Recogió su equipaje y se dirigió a una oficina para informarse sobre la estación de taxis. El teléfono móvil comenzó a vibrar fuertemente en su bolsillo. Había un mensaje de su hijo: «Luisito murió súbitamente esta mañana. Todo está cancelado.»
– Can I help you, sir? – la empleada de voz profesional echó una mirada ausente al hombre canoso parado sin palabras ante la ventanilla.

118. Que te den Galileo (Montesinadas)

La cena fría, tirada con desgana sobre la mesa sucia, como ayer, y antes de ayer. No se atrevió a tocar nada. El galope de los caballos coceando su estómago. La llamó varias veces, gritó su nombre, pero el viaje del abandono era ya una realidad. La amenaza se había materializado. Quizás Pisa, o Florencia, quién sabe; pero era un hecho, se había ido. Por un instante, recordó las últimas semanas: el desorden perturbador ocupando toda la casa, no se levantaba de la cama, no le dirigía la palabra, ni se alteró cuando la inquisición llamó de nuevo a la puerta. Callada, llorosa, con el rostro abatido.

Antes de iniciar su viaje, ha hecho pedazos los dibujos iniciales de su primer telescopio, los bocetos y la maqueta, confeccionada en madera, arden en la chimenea, pero es tarde para cambiar las cosas, para rescatarlos de las llamas. Ya no estaba y él nunca sabría, si lo había abandonado por su condición de hereje o porque envenenada de celos, no soportaba su manera de mirar la luna durante horas. Tampoco estuvo muy acertado anoche cuando le dijo que la tierra era el centro del universo y no ella.

117. La isla

Subes al barco para emprender la lenta travesía que el destino ha elegido por ti, sin concederte la debilidad de mirar atrás. Cargas tu equipaje con la incertidumbre de un viajero desorientado y esa impaciencia de los que no se atreven a seguir siendo audaces. Sabes que ya no verás la belleza del otoño con sus tardes doradas, entre el aire frío, el presagio de las primeras nieves y los últimos sueños. Y confías en las olas oscuras que te acompañan para que, al menos, se encarguen de ahogar tus sentimientos junto con algunas lágrimas que nadie te ha visto llorar.

Pero no puedes engañarte mucho tiempo. De nuevo te asedia la tristeza incurable que rodea a quien se marcha de su hogar presintiendo que no existe ninguna posibilidad de volver. Por eso, antes de que te alejes definitivamente del puerto, arrojas un puñado de nostalgia que se hunde como un ancla de plomo en el mar. Allí regresarás estés donde estés cuando tu dolor sea más fuerte que tú, hasta que hagas emerger una isla en la que puedas cobijarte, y quizá roces, con la punta de un dedo, aquella felicidad que solo será un recuerdo.

 

116. Paseo por las Ramblas

Un túnel de verdor les protegía del abrasador sol, que por la tarde reinaba en aquella ciudad, de la que tanto habían oído hablar.
A cada paso, el crío se volvía y sonreía, para él todo era una fiesta, le habían prometido que al final de aquel paseo tan fantástico, le esperaba un helado maravilloso, que podría escoger entre un montón de sabores.
Unas vacaciones en familia, como ha de ser. Tras soñar con ellas durante mucho tiempo. Después de leer todas las maravillas dignas de ser vistas, que guardaba en sus calles; se aventuraron a ir en pos de ellas.
Tras visitar aquella extraña iglesia, construida a través de varias generaciones, gracias a los donativos de sus fieles y posteriormente a las aportaciones de los visitantes, hecha con una estructura inspirada en las usadas por la naturaleza.
Decidieron después de comer, que bajarían al centro y pasearían por aquellas ramblas tan mencionadas.
No se percataron de nada, fue todo muy rápido, gritos, ruido, un golpe fuerte por la espalda, el tirón del niño cuando fueron separados por aquella mole.
Luego los lamentos, gritos desgarrados, dolor, sangre, zapatos, bolsos y prendas desperdigadas.
Su hijo. Quieto, estático, en una retorcida postura.

115. Viajes

Volver a casa, regresar al lugar dónde empezó todo, es dejar atrás lo recién adherido.

Deja las maletas con la ropa dividida en su interior y algún que otro presente, en la entrada y se estira en el sofá. Reconoce en su piel su tacto y olor. Su calidez tras la ausencia.

Llora.

Cierra sus ojos y recuerda lo vivido, todo lo nuevo aprendido y almacenado en su interior: los besos, las palabras, los susurros, el canto de la mar, las lágrimas del cielo, las risas, los olores, el adiós, la sal de sus lágrimas y de su piel,…

Abre los ojos y la visión de su casa es entelada, casi borrosa. Observa el techo blanco y las persianas aún por abrir. El olor es cerrado.

Se levanta y camina.

La maleta abandonada en la entrada, la observa sin entender nada. Observa un cuerpo que deja atrás su ropa y desaparece en el interior de una habitación de la que surge el ruido del agua fluyendo. Observa su desnudez, entrando en ese lugar y desapareciendo en el interior de una bañera.

No más. Ninguno más.

Ambas, hogar y maleta, se preguntan dónde está él.

Sólo ella lo sabe.

114. Una horquilla de avellano

Le recuerdo caminando como caminan las montañas. Su corpachón, espigado y enjuto, se apoyaba cuidadosamente en cada pie, siempre a punto de derrumbarse. El adulto que ya había en el niño que yo era, sentía temblar el suelo a su paso y sospechaba que aquel hombre olía como debían oler las desconocidas montañas: a tiempos antiguos, a nieves perpetuas, a musgo y rumor de viento entre las ramas.

Era el zahorí montaña. Una horquilla de avellano recorría la región. La horquilla buscaba agua mientras el zahorí montaña buscaba dinero, el que le darían los campesinos siempre que la madera de avellano bailara, marcando el lugar preciso donde el fluido salubre que derramaban los cuerpos siempre sedientos se convertía en un sucinto manantial de agua dulce. Solo entonces, entre refunfuños, las monedas cambiaban de mano, del valle árido a la montaña zahorí.

No puedo olvidar el verano que dejó de venir. Ya nunca volvió el olor a montaña. En cambio, un viento suave trajo el aroma olvidado de la tierra mojada. Luego, gruesos goterones borraron el polvo de los caminos. Finalmente, el diluvio llegó para quedarse.

113. Bolívares

Todo comenzó cuando tomé aquel tren nocturno. Había un único asiento disponible junto a un tipo ojeroso y desalineado. El susodicho me confesó que le pagaría un millón de dólares a quien fuera capaz de darle una mano. “Si no es nada ilegal, cuente conmigo”, le dije socarronamente. “Ciento por ciento legal”, me respondió, y entreabrió la maleta que llevaba sobre sus rodillas. Estaba atiborrada de dólares. Nos miramos por un instante, y el tipo me pasó la maleta y se marchó. Desde entonces todas las mañanas despierto en un tren distinto, en una ciudad distinta, en un país distinto. La maleta me proporciona todo lo que necesito: dos mudas de ropa, un cepillo de dientes, una vianda. Incluso algo de dinero chico. Pero del millón de dólares ni noticia. Supuse que el truco radicaba en la ardua tarea de ahorrar el dinero chico. Lo que nunca supuse es que la maleta entraría en un caprichoso bucle por aquel país y que me obligaría a ahorrar en su moneda.

 

112. El de los dos extraños en un tren

Había escuchado mil veces el del indio gorrón, pero en versión gangosa y en boca de aquel tipo ganaba muchísimo. Fue el primero de una larga retahíla. Yo, que había subido al vagón sin ganas de ver a nadie y mucho menos de que me hablaran, al poco de sentarme a su lado ya estaba riendo. Salvo por un par de conversaciones intrascendentes, pasamos así el viaje entero, contando chistes –incluso yo me animé a contar alguno–, tan enajenados de todo que cuando quisimos darnos cuenta él se bajaba en la siguiente. Decidí contarle entonces uno cortito, a modo de adiós, pero rompiendo de repente con su anterior simpatía ni me prestó atención. Se levantó y cogió sus cosas, se despidió escuetamente y se fue. Por la ventanilla lo vi salir. Parecía otro, y no solo por el abrigo y el sombrero; en su semblante se podía leer que todas aquellas historias graciosas, que durante largo rato fueron ocupando su pensamiento, habían desaparecido ahora por completo, cediendo su lugar a otra algo más seria: la de uno que baja del tren y avanza despacio —anhelante y temeroso— buscando una mirada entre el bullicio del andén.

111 . El Viajero Inmortal

El hombre siempre estaba en movimiento bajo la luz del firmamento nocturno. Cruzaba carreteras comarcales, atravesaba campos de trigo y maíz, se deslizaba por calles vacías de pueblos donde la gente se alejaba del mundo terreno a través del confuso velo de los sueños, se perdía en bosques de árboles señoriales…. Siempre viajaba hacia septentrión, rastreando a Polaris, la orgullosa cabeza celeste que deslumbraba a los viajeros con su blancura, la guardiana que los guiaba en la noche, el fuego inagotable de una antorcha divina…. Y despuntando el alba en su verde boreal, cuando la aurora destellaba sobre los suelos nevados, el hombre cavaba un agujero en la nieve, bajo las ramas más frondosas de cualquier árbol que encontrara en su camino, y se cobijaba allí, y entonces era él el que dormía. Pero en sus sueños seguía su camino, pues era el Viajero, y no podía parar de caminar porque el Tiempo no paraba de correr, y él debía caminar detrás de él como el viejo amigo que lo persigue, aceptando el hecho de que no quiera irse a dormir, pero aceptando también que debe obligarle a hacerlo para que renazca de sus cenizas porque debe volver a correr.

110. EL TREPADOR

No había cumplido los tres años y el pequeño Kibwe se aupaba ya a los árboles del mango y la papaya como una ardilla. Poco después aprendió a subirse a las palmeras con cuerdas de liana protegiéndole los pies y, encaramado en lo más alto, se ganaba la vida cantando canciones swahilis a los turistas que le ofrecían dólares a cambio de cocos maduros. No podía parar de trepar. Una vez se quedó dormido y siguió escalando más allá de la copa. Cuentan que repetía en el vacío los mismos movimientos gimnásticos, que apretaba las nubes como si las ordeñase, hasta que se volvió una mancha negra en la espesura de la noche.

Kibwe regresó muchos años después, lleno de arrugas y trozos de meteorito incrustados en los cabellos blancos.

– ¿Cómo es el universo? –le preguntaban fascinados los chiquillos.

–Empinado –respondía él con voz reseca.

Pasó los años siguientes escarbando un agujero, cada día más profundo. Cuando dejó de verse el fondo, se ató a la cintura una cuerda y pidió que lo descolgaran y le cubrieran de arena.

–El suelo siempre me produjo vértigo –confesó a modo de despedida–. Aunque supongo que con el tiempo terminaré por acostumbrarme.

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