Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

115. PERROS CALLEJEROS (Yolanda Nava)

Era un cabrón. Un auténtico hijo de perra. Como tal murió una noche cualquiera en un antro de las afueras a manos de no se sabe quién. Unos dicen que lo apuñaló un yonki al que le disputaba el territorio. Otros que se lo cargó el chulo de la última puta a la que rajó la cara… Pronto dejan de comentar contentos con haberlo perdido de vista.

No hay flores sobre su tumba. Solo hay un perro cada vez más escuálido que lanza al aire una pena animal cada vez más exánime.

114. Salvaje (María Rojas)

Hay días en que amanece de malas pulgas y bravucón, gruñe, marcando su privacidad. Lo entendemos. Pasó parte de la infancia entre un grupo de ultras. Sin embargo hace meritorios esfuerzos por superarlo, lo noto cuando me sigue, protegiendo mi sombra. A mi mujer la mira torcido, pero es que siendo un adolescente, en una feroz pelea callejera perdió el ojo izquierdo. Pero cuando ella se mete en sus fogosos ejercicios de baile, se echa a su lado, llevando el ritmo con la cola. Al llegar los niños del colegio, corre todo lo que dan sus patas y los lame cuan largos y anchos son. Aunque, para no perder su condición de malevo, les arranca con mordisquitos cariñosos los trozos de galletas que ellos le dejan en los bolsillos. Las noches oscuras sube a la azotea y, nostálgico, lanza lastimeros aullidos, llamando a sus parientes lobunos.

113. REMIGIO (M.Carme Marí)

En su cabeza los años han tejido nudos que le impiden guardar nuevos recuerdos. Pero aún le quedan los antiguos. Y por eso le duele el alma desde que lo han separado de su Rufus.
-Es por tu bien, papá. Aquí te cuidarán pues con nuestros horarios no podemos atenderte.
¿Por su bien?, piensa el anciano. Por su bien no dejaría su casa, sus tierras, su pueblo y el cariño de su compañero de fatigas.

Remigio se queda adormilado sentado al sol de media tarde, tras la cristalera desde donde contempla el tráfico de la gran ciudad que le abruma. Cuando el brazo le resbala del sillón espera inútilmente el lametón de Rufus, que le ponía una ancha sonrisa en la cara. Ahora es una arruga nueva lo que se instala en su rostro… ¡cuánto añora su vida!

El único rayo de esperanza que vislumbra es Andrés, su nieto. El chico ha cambiado en sus juegos los trenes por tractores, y escucha entusiasmado al abuelo cuando le habla del campo y las cosechas, la meteorología y las épocas para cada trabajo. Si Remigio aguanta un poco más, espera trasladar su pasión por la tierra al muchacho. No todo está perdido.

112. EL PERRO

“Debidamente entrenado, el hombre puede llegar a ser el mejor amigo del perro».
Corey Ford.

Noto que ya nada es como antes. Me sirve igual que siempre mi plato de comida, pero desde hace unos días algo ha cambiado. Ahora va siempre acompañada de un ingrato e incómodo silencio. Yo devoro cada bolita de carne con la misma ansiada impaciencia de siempre pero cuando termino ya no acaricia mi lomo, ya no se dirige hacia mí con la dulce entonación que acostumbraba.

Mi instinto me dice que algo no va bien. Puedo oler la amargura que brota de sus ojos en forma de lágrimas y saborear su derrota cuando deja caer la mano que antes los restregó y ahora lamo en el intento de succionar hasta la última pena. Pero todo es inútil. Algo me insiste por dentro que se acerca la tragedia y por más que me vacío en mis ladridos no consigo que nadie acuda en mi ayuda, en la suya, la de mi compañera de juegos, de complicidades, de ternuras infinitas al calor de una chimenea, nadie acude y yo quedo solo contemplando como se balancea el cuerpo de mi dueña colgado del techo de la cocina.

111. Angora

Lo encontré una noche de cielo lóbrego. Desvalido, famélico, magullado, herido, indefenso, solo, perdido y probablemente, abandonado.

Con  aquellos zalameros ojos azules y su pelaje hecho jirones, comenzó a acurrucarse entre mis piernas, a enmarañarme en sus deseos, a embaucarme con sus ronroneos. Me dejé seducir y no por lástima, sino porque probablemente necesitaba sus caricias más que él.

Me lo llevé a casa. Cicatricé sus heridas, le di todo lo que pude o supe darle, hasta que su aspecto mejoró, hasta que se sintió fuerte.

Ahora las cosas han cambiado. Me ha enseñado sus garras, sus afilados dientes y ahora soy yo la que se siente magullada, indefensa y perdida

Mi gato es un tirano, un déspota, pero ya no me duelen sus heridas, lo que realmente me lastima es que cada vez se parece más a ti.

110. AYUDA CON PARTIDA

Aquella mañana, Pingo vino a despertarnos sobresaltado: ladraba y movía el rabo sin parar. Salimos de la cama al unísono y echó a correr.  Lo seguimos. Nos condujo a la cocina. Allí, mi marido y yo nos encontramos desayunando a nuestro hijo Antonio y a otro joven idéntico a él, ¡y era imposible distinguirlos…!  El de la izquierda se levantó, nos dio un beso y un «buenos días» -lo abracé-. El de la derecha siguió sentado, mojando galletas en la leche, como si no hubiera nadie más allí.  Entonces, me acerqué sin que me viera, pegué mi mejilla a su mejilla y lo rodeé con mis brazos, con el respaldo de su silla haciendo de parapeto.  Segundos más tarde, mientras el otro Antonio recogía la mesa y sacaba a pasear a Pingo, fue a colocarse mejor el tupé.  Al terminar, vino al vestíbulo, se subió a la espalda del Antonio que ya había vuelto de la calle y esperaba con la mochila con los libros colgada, y marcharon hacia el Instituto.

Con la puerta abierta de par en par, observamos cómo se alejaban… Pingo y mi marido, perplejos. Yo, sonriendo, feliz de ver a Antonio cargar con nuestro hijo.

109. El gato de Raimundo

Todavía me río al recordarlo huyendo escaleras abajo con el gato. Fue por mi noche de cumpleaños. Raimundo Cantalapiedra apareciendo con un magnífico regalo envuelto en lila, tras haberme dejado plantada días antes con una amiga en común a quien denominaba “la putita esa”. Aún me hace gracia. Se quitó el sombrero de Armani. Desenvolvió el gato. Lo puso sobre la mesa, dijo “miau”, y el peluche le imitó. Yo aún aguardaba alguna disculpa. Nada. Algún topicazo de cumpleaños, y poco más. Hasta el gato había enmudecido. Y entre tanto silencio, observé al peluche y descubrí el regodeo. Para entonces su mano buscaba ya mi trasero; y también mi perdón, ahora. Que perdonar refuerza mucho la autoestima, decía. ¡Qué gracia! Sonaba filosófico. Un refuerzo para mi autoestima, vacía como un pollo destripado. Preferí dejar a la pobre tranquilita. Aparté su zarpa de mi culo, y le pregunté si había liquidación de gatos. Sonrió, debió atisbar algún preludio de reconciliación. Salió a toda mecha con su gato, se lo merecía. “Tráeme uno real, diputado”, le grité. Qué creía. Que debemos reírles las gracias cuando a ellos les dé la ventolera. Como si no supiera que “la putita esa” tenía otro igual.

108. Fui galgo corredor

y bien asendereado corrí tras mi amo. Sepan vuesas mercedes que, si no se recoge mi presencia en sus historias, se debe a que él mismo prohibió a Cide Hamete que me mentase, con el achaque de que no solían los caballeros ir acompañados de canes en sus andanzas. Yo hinqué mis dientes en los tobillos de Juan Haldudo, gruñí a los gigantes, puse en fuga a unos pastores que hirieron con sus hondas a mi señor y recibí caricias de la gentil Dorotea. Con todo, tengo por mi mayor trofeo haber arrancado −y arrastrado como pendón rendido− un trozo de falda de aquella duquesa que se atrevió a burlarnos, dejando al descubierto ante la corte sus pantorrillas. Se me abrió el cielo cuando mi amo, derrotado, decidió convertirse en pastor. Imaginé una vida regalada, cuidando ovejas y escuchando tocar la zanfoña al buen Sancho, mas poco duró el regocijo, que murió mi señor por la pena de abandonar la caballería. Ahora yazgo en el zaguán rumiando recuerdos, solo me despabilo cuando olfateo al bachiller en la distancia. ¡Si no me tuviera el ama atado, ya habría probado mis colmillos ese bellaco que, vestido de falso caballero, causó nuestra desgracia!

107. Lucy

Me llamo Lucía. Un nombre precioso ¿no creen?. A mí me lo parece y odio por eso que me llamen Lucy. Pero… todo el mundo lo hace. A estas alturas sé bien que ya perdí la batalla y trato de no darle demasiada importancia. Aunque lo odio, ya digo, el dichoso diminutivo. Pero, discúlpenme, no vine a hablarles de mí.  ¿O quizá sí?.

Quería yo contarles de Anna y difícil me resulta no colarme en su historia porque es ella mi mejor amiga. Mi amiga del alma. ¡No saben cuán extrañas suenan en mi boca estas palabras!. Ustedes apenas me conocen y esto que les digo buena impresión no les ha de causar, lo sé, pero sinceridad obliga y debo reconocer que siempre fui algo huraña y desconfiada. Nunca me gustaron mucho los humanos, cierto es y poco importa ya la causa.

Anna, les decía, tiene diez años. Es una niña alta, pecosa, enamorada de la música y los libros. Y la chiquilla más valiente que conozco. La única razón -al fin comprendí- de mi aprendizaje y mi canina existencia. Un laberinto de peligros cada día juntas sorteamos. Siempre yo su luz entre las sombras. Sus ojos y su guía.

106. Juicio de Osiris

El gato es un animal psicopompo. Lo aprendió del abuelo que era un gran conocedor del Antiguo Egipto. Por ello no le extrañó que desapareciera en el funeral del anciano. Cuando tras varios días de ausencia regresó la mascota a casa estaba sucia, helada y una pluma asomaba de su hocico. Inmediatamente recordó aquella creencia en la que Anubis coloca en un platillo el corazón del difunto y en el otro la pluma de Maat. ¿Hacía que lado se ha inclinado la balanza? Le inquirió impaciente al animal. Éste, lo miró con desdén y regurgitó a sus pies los restos de un pequeño pajarillo.

105. ÁNGELES DE LA GUARDA

Ángeles de la Guarda

Érase que se era, una pareja de “abuelitos” que vivía en el peculiar barrio del Albaicín de Granada. Cada mañana, ella se levantaba y le ponía su café en la cama. Él, con su cigarrillo matutino, la miraba con los ojos entornados de un joven enamorado.

Desde la cama, la Alhambra les daba los buenos días. A los pies, Belinda, su fiel compañera de viaje.

Belinda, era una pequeña pomenaria de gran carácter. Apareció una gélida tarde de invierno cerca del portal. Desde aquel día, hace ya cuatro años, nunca se separaría de nuestra entrañable pareja de abuelitos.

Todo era felicidad, hasta que nuestros enamorados cayeron enfermos. La vida que tanto amaban se apagó en escasos meses. La abnegación de ellos contrastaba con la tristeza de Belinda. Su sexto sentido entendía que el final estaba cerca.

Tras cuatro meses de agonía, la luz del cielo se los llevó de la mano.

Belinda, ausente, en ocasiones, levanta la mirada y busca entre las estrellas aquellas dos que están cogidas de la mano. Sabe, que son sus dos ángeles de la guarda.

104. El último pueblo

El aire huele a vaca y es cortante, parece que llega sin esfuerzo hasta lo más profundo de nuestros pulmones.  Las calles de este pueblo, por el que transitamos, están mal pavimentadas. Al andar los zapatos de Frank suenan contra los adoquines, provocando que un can se acerque a olisquearnos y nos siga.

Llegamos a un restaurante. Frank abre la puerta  y esperamos en el umbral. Unas treinta personas se apiñan en las mesas. La camarera va y viene llevando platos, cubiertos, vasos… Nos mira y se acerca sudorosa a nosotros intentando colocar un rizo que le cae sobre la frente, sin éxito. Nos guía hasta una mesa tranquila, atravesando el comedor, en medio de un inmenso ruido de cubiertos. Frank pliega su bastón blanco.

Miro a los comensales, ellos también reparan en mí e incluso algunos me sonríen.

Frank me ofrece comida, pero no tengo hambre, estoy cansado… Cierro los ojos mientras escucho los ruidos del salón como un murmullo en la lejanía. No siento las caricias de Frank que antes me producían escalofríos al bajar por mi columna. No puedo moverme.

— ¡Despierta, amigo!

La camarera se acerca, oigo unos pasos…

— ¡Lo siento! Creo que su perro ha muerto.

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