Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

125. TRUEQUE (Relato fuera de concurso)

Esta ha sido una de tantas otras noches insomnes. El tiempo se agota inexorablemente, algo en mi cerebro me dice que se acerca el final. Nadie, ni siquiera en mi propia familia puede ayudarme.

Tumbado en la cama de mi habitación de hospital con el sonido de las maquinas que me mantienen vivo como única compañía,  he hecho repaso de mi corta vida. Un recuerdo me ha llenado  de añoranza. Me he visto a mi mismo con la cabeza sobre el regazo de mi abuela.  Ella, acariciándome el pelo con sus manos  ásperas  me dice que he sacado  los ojos azules de mi tío Julián.

Yo le respondo que no tengo ningún tío con ese nombre  y ella, con el rostro desencajado  me cuenta que nació muerto.

—Eran otros tiempos, había que hacer sacrificios—murmura para sí misma,  y sus lágrimas salpican  mi mejilla.

Esta mañana ha venido a visitarme y le he preguntado si todavía tengo los ojos del tío. No sé el por qué, pero se ha marchado apresuradamente sin contestarme.

Al final de la tarde ha aparecido el hijo del alcalde, estaba emocionado,  dice que su hígado me salvará.

Me he fijado en sus ojos: Son azules

124. El último homenaje (Jean Durand)

Llegaba casi a su final la ceremonia cuando subió al podio el empresario de corbata pulcra y sonrisa perfecta:

“Estamos reunidos, para despedir a nuestra última mujer rural, quien recogía los frutos color rojo sangre con una mano, mientras en la otra llevaba un manojo de cebollas. Fue el sustento de su familia en tiempos de crisis, demostrando, al enviudar tempranamente, su fuerza y tesón al sacar adelante a sus hijos. Dejo su alma en el mismo campo, arreando bueyes durante el día y dejando el trigo limpio al anochecer. Su único desahogo, fueron las penas nocturnas contadas a su amiga la luna. Hoy le damos, con nuestra eterna admiración, la bienvenida a doña Ana en su nuevo papel de mujer urbana”.

El aplauso y ovación fue casi estruendoso, los destellos desde los teléfonos móviles competían con las lágrimas en los ojos de los espectadores, mientras la homenajeada observaba todo con tristeza.

Tomada rudamente del brazo, doña Ana es llevada a empujones hacia la salida por un sonriente empresario, que ya no podía disimular su ansiedad por saber cuánto subirían sus acciones en Monsanto, ahora que la última productora de semilla orgánica del país había sido suprimida del mercado.

123. La regadera de Manolita

Manolita es una mujer fría, de tez y alma resecas. No así su huerto, húmedo y prodigioso vergel, envidia de todos los lugareños. Raro es el día que no acude alguno para traerle cosas que plantar, pues saben que si Manolita siembra una loncha de jamón, en dos semanas germina un jamón entero, con etiqueta y todo. Y que si le dan un par de céntimos, los entierra, los riega, y en setenta días prospera una mata metálica de la que recolectará al menos un euro con cuarenta. Algunos visionarios aprovechan y le ofrecen billetes como semilla, pero ella entonces monta en cólera, y execra confusas maldiciones. También es áspera con los que no le pagan su parte, e incluso cuando alguien simplemente intenta mostrar gratitud alguna por su habilidad, por su paciencia, o por la productividad de su tierra, la hortelana nunca devuelve sentimiento alguno. Ni siquiera sonríe. Las malas lenguas dicen que está trastornada desde que su marido desapareció sin dejar rastro. Y quizás acierten porque cada amanecer, cuando nadie la ve, ella se aísla con su regadera en un rincón especial de su huerto. Ese bancal señalado con dos cañas en forma de cruz.

122. REGRESO

En aquel autobús viajaban todas sus pertenencias y ellos, los únicos viajeros. Una pareja con las manos y las miradas encadenadas como retándose en un duelo de amor. Se habían casado unos meses atrás invirtiendo sus ahorros en una granja que pretendían sembrar de sueños. Al bajarse en la plaza del pueblo, les siguieron todas las miradas de los clientes del bar; pero, al poco tiempo, ya se habían ganado el respeto y el cariño de sus vecinos que les revelaron todo lo que debían saber para un trabajo duro y desconocido para ellos. Treinta y cinco años después, una mujer sentada en la cantina no podía apartar los ojos, quemados por el llanto, de sus propias manos. Llevaban impresas el paso del tiempo y las huellas de sus largas jornadas con la azada bajo el implacable sol. Cortes, surcos, durezas y unas prominencias en los nudillos que le recordaron los anillos de los troncos por los que se les podía calcular la edad. El ruido del autobús la hizo levantarse… se atusó el pelo viendo como bajaba una chica que regresaba al pueblo y  que la envolvió luego en un abrazo.
Su hija volvía al entierro de su padre.

121. El viejo almendro.

El abuelo nos dejó una tibia mañana de otoño; pero ella no quiso separarse de el, y nadie hubiese considerado justo alejarlo de la tierra que lo vio nacer. Por eso lo enterramos junto al viejo almendro; así ella podría tenerlo cerca, ya que por más que lo intentásemos, jamás accedería a abandonar su hacienda.

En los días sucesivos la vida giró alrededor del viejo almendro. Los animales se acostumbraron a vivir bajo su sobra, y la abuela encontró consuelo en el arrullo de sus ramas reverdecidas, en el frescor blanquecino de sus flores, y en el vapor de la almendra madurando al amanecer.

El día que el sueño eterno le sobrevino, la encontramos sobre un manto de flores blancas, junto al viejo almendro; ahora con más vida que nunca.

Al ver su cara, templada y en paz, brotaron de mis ojos las lágrimas que no habían surgido el otoño anterior. En cierto modo, sabia que cuando el abuelo nos dejó, ella, cada día, moría un poco por volver con el.

120. Arraigo (Juancho)

La vieja Leocadia espera cada tarde en el poyo de la puerta de su casa. Ve pasar el tiempo y a algunos de sus paisanos que saludan lacónicos. Otros tuercen la mirada cuando llegan a su altura. No debería haber vuelto, piensa, pero a qué otro sitio podría haberse ido. En sus ojos cansados, confunde la cal rancia de las fachadas de enfrente, con la memoria difusa de otro tiempo, cuando el frío y las afiladas lenguas de los vecinos traspasaban las paredes de adobe y se instalaban allí todo el invierno. Tuvo que salir de allí; no soportaba en sus zapatos el barro de los surcos ni el acre olor a excremento de las bestias ni, mucho menos, el sudor de vino áspero de Joaquín, su hombre, capataz en los campos y en la cama que, mientras ella se partía la espalda, cerraba tratos en tabernas y burdeles. El macho que la cubría a destiempo, sin besos ni caricias, y se quedaba dormido cuando ella no se podía aguantar las ganas. Tuvo que irse y aquel tratante fue su puerta de salida. Tropezó después en otras piedras. No se arrepiente, aunque hoy nadie perdone su regreso.

119. Cosechando proyectos

Cuando Teresa se encerraba en su habitación los días desoladores, sostenía entre sus manos una cajita de madera, y cabizbaja susurraba: Ojalá estuvieras aquí, abuela.
En el interior de la caja guardaba la única cosa que había heredado de ella: un puñado de tierra rojiza. Recordaba aquellos veranos que pasó en el pueblo con los abuelos. Y la yaya siempre trabajando, dentro de casa o fuera en el campo. Cerraba los ojos para imaginar sus caricias de manos ajadas que la consolaban siempre.
Ahora sin embargo, no encontraba consuelo en ninguna parte. La vida urbana no le gustaba. Tanto ajetreo de ir de un lado a otro, con las horas tan estructuradas que casi no tenía tiempo de sentarse a tomar un café. El desprecio con que muchas veces le hablaba su exmarido, la indiferencia de sus hijos adolescentes, la pena y la impotencia al ver la caída en picado de sus padres. Quizá debería hacer un hatillo con todo y tirarlo al contenedor. Todo menos la caja con su contenido terrenal y regresar a aquel lugar donde tan feliz fue en su niñez y adolescencia, para comenzar una nueva vida sembrando sueños e ilusiones.

118. Santos Inocentes (montesinadas)

Madre quedó pronto viuda.  A mi padre lo arrasó un tractor sembrando el terror entre los bancales y  quedó semienterrado de tal forma-mágica dirían los vecinos- que no pudo extraerse el cuerpo.

El párroco decidió echar tierra sobre él y clavar una cruz. Dejó  mujer e hija y una deuda con el terrateniente que además era ministro de no sé qué.

De la noche a la mañana dedicó la finca a la caza. Madre quedó de guardesa y haciendo grandes peroles de migas para los de la capital, que venían a tirarle al corzo.

El ministro, siempre que aparecía, llevaba a Madre a su habitación, decían que para regañarle, pero le echaba el brazo sobre los  hombros por el pasillo. Madre mostraba en su rostro la belleza pulida que dejan las horas a merced de los caprichos de la naturaleza.

La acusaron de furtiva, por matar dos conejos y volarle el sombrero con pluma a uno, un domingo de montería. Como castigo  nos llevaron a su casa en la ciudad.

Madre va a traerme una hermanita, mantenemos  la casa, cocinamos y limpiamos la escopeta del ministro que por accidente, ayer le estalló en la cara en su último disparo.

117. SATURNO NO HA SIDO

Cuando el camión se llevó por delante la bicicleta, y a mi marido con ella, mi vida se fue al carajo. Me hundí en un pozo donde dormité durante meses.
Un requiebro hizo que prestara atención a mi amiga Dulceida: “Vente a mirar tu destino astral”.
Qué tontería.
Fui.
Técnicos expertos me analizaron en profundidad.
El informe llegó a los días con una conclusión irrefutable:
“Saturno mostraba una absoluta alineación de mi aura con un lugar cuyas coordenadas eran 41º16´57N 3º12´52O”.
Allí debía comprar una casona y terrenos, donde reharía mi maltrecha existencia.
Busqué en el mapa: Villa Cadima, pueblo deshabitado del norte de Guadalajara.
Vendí nuestro apartamento en la playa y compré unas ruinas, que rehabilité.
Y aquí vivo. Absolutamente feliz. Mis tres hijos siguen en la capital, estudiando y trabajando, viniendo siempre que pueden.
Comparto la vida con un hombre maravilloso, pastor, que me hace reir y me enseña todo cuando necesito. He sido madre por cuarta vez. Los astros tenían razón.

Ayer me llegó la carta: se disculpaban por el error. El estudio astral que me enviaron no era el mío. Se habían equivocado de cliente.
En definitiva: Saturno no ha sido.

116. La profundidad de la espera (Juanjo Montoliu)

María se mira en el espejo después de acostar a los niños. Ve en él las marcas del sol y del tiempo, todavía no tan hondas como para restarle belleza, demasiado profundas para no sentirse cansada.

No debe faltar mucho para que vuelvan los hombres de la mar y será el suyo quien le haga su propio examen. Hasta este momento, cada reencuentro ha conducido a traer otra criatura al mundo, no sabe muy bien si por la escasa huella de las arrugas o por el deseo comprimido del final de la abstinencia.

Quizá llegue un día en que a él le pese más la árida conciencia que provoca la hondura de los surcos y ella sienta entonces una angustia diferente. La de ahora se resume en contar las noches en vela a causa de los llantos infantiles y en descontar los días que faltan para escuchar la inconfundible sirena de los barcos.

 

114. REGOVERA LA LLAMAN (Nani Canovaca)

Empieza a amanecer y se despereza. Pronto comenzará las tareas en el campo aunque antes deberá dejar hecho el almuerzo y la casa recogida. Le parece escuchar como golpean las canales al estrellarse en el suelo y poniendo atención, confirma que llueve con intensidad, por lo tanto hoy al campo no se podrá salir. Se alegra porque viene bien un día distinto, aunque aprovechará para proveer la despensa y ver si consigue las mantas para las camas de los pequeños y los ovillos de lana, para por la noche mientras entra en calor a la vera de la chimenea, tejer los jerséis que llevarán para ir a la escuela.
Remoja en leche caliente el pan que sobró en la cena, se calza las botas de agua y prepara la mula. Acopla en el serón los pollos que le encargó el alcalde, los huevos que llevará al médico, los tarros de mermelada que cambiará por la lana, los melones de invierno que llevará a cambio de la primera manta, junto con la miel, los pimientos y las calabazas que recogió ayer, así como las conservas de hortalizas.
Coge el paraguas que fue del abuelo y emprende el camino hacia el pueblo.

113. La Mona

Venía los meses de frío y regresaba al pueblo en los meses de calor. Ese era su día a día. Decía que el invierno se le hacía muy largo y el otoño demasiado triste para estar allí sin nadie. Prefería estar acompañada esos meses en que todo es más corto y marcado. Estar con sus hijas e hijos, con sus nietos y nietas, con el pasado de cuando vinieron a intentar salir adelante y que dejaron atrás en el momento en el que cada semilla creció y se hizo fruto.

Al morir, al desaparecer su sombra, sólo restaron los recuerdos que había dejado, las sonrisas que se asentaron en la memoria y la tristeza por aquello que no recuperaría por la razón que todo y todos se había transformado.

Al arrojar la rosa sobre su ataúd, en ese silencio expectante, revivieron la anécdota de la vecina que llamó a la puerta una semana santa y preguntó si podía guardarle la mona hasta que regresara.

– Ay, perdóname, yo puedo guardarle una mascota, regarle las plantas o una carta pero ¿qué voy hacer yo con una mona en casa de mi hija? ¡Mejor quédesela que yo no puedo hacerme responsable de ella!

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