Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
0
4
horas
0
1
minutos
0
0
Segundos
0
2
Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

91. Unfair play

—Vaya, vaya —dijo el reportero, apagando la grabadora tras la entrevista—; así que es usted increíble: oro en halterofilia, cien metros lisos, bádminton, pértiga, maratón, hípica y hasta siete disciplinas más, todas ellas notablemente dispares. No solo ha logrado algo sin precedentes, sino que tal vez nadie lo repita jamás. Como para perder la cabeza, vamos. Es por eso que me pregunto cómo va a encajar todo esto. Tan joven. Oiga, si no le importa quisiera aconsejarle algo. Se trata de que intente racionalizar su proeza, entendiendo sobre todo que nadie consigue nada para lo que no está capacitado. Piense que incluso ese potencial de sacrificio, con el que tanto provecho ha sacado a sus dotes innatas, también venía con usted. La vanagloria, por definición, nunca tiene sentido. ¿Tiene acaso algún mérito el que yo sea más alto que usted? Piense en ello cuando cesen los flases y las alabanzas, en la soledad de su habitación. Créame; será más feliz.

Para entonces la sala de prensa estaba casi vacía. El atleta se despidió del periodista estrechando su mano con gesto impasible. En efecto, este último parecía al menos un centímetro más alto, aunque llevaba unas más que ostensibles alzas.

90. Julio del ’36

Podía haber ganado el oro, pero no quiso ir a Berlín. Prefirió la dignidad a la gloria y, gracias a eso, nos conocimos. Martha era canadiense. Estaba hecha de aire, sus piernas la impulsaban con fuerza y volaba por encima de la barra como un pájaro. Yo, sin embargo, era agua y nadaba con la naturalidad de un “noi de la Barceloneta”. En el club confiaban en que podría conseguir alguna medalla.

La invité a pasear por la Rambla y la luz se encaprichó de sus ojos azules. La ciudad se exhibía ante nosotros, soleada y libre, ajena a la tormenta que se dibujaba en el horizonte. Por la tarde, mientras ensayábamos para el desfile inaugural, el viento y el mar se agitaron, y el mundo se estremeció con los primeros truenos. Las sirenas de las fábricas alertaron a la población y, tras la grada, nos fundimos hasta convertimos en tierra. No quiso marcharse, se unió a la lucha.

Sólo unos días después, una granada de mortero la proyectó por encima de la barricada y aterrizó desmadejada en la plaza. La vi volar por última vez y me sumergí en un mar de silencio. Martha era aire.

89. Espíritu olímpico

Andaba la madre cantado al padre la tonadilla de todas las tardes: “que si todo el trabajo para ella, que si no fuera por ella, el pequeño hostal que regentaban estaría muerto, que solo le había hecho hombres que únicamente daban trabajo”, cuando llegó el abuelo del bar, alborotado por la medalla de oro que nuestro compatriota había obtenido. «A celebrarlo», dijo padre y los hombres de la casa nos dirigimos a la plaza Mayor donde ya se congregaban muchos. Entre vivas y hurras pillamos cogorza tan monumental que no nos dimos cuenta de la desaparición de madre hasta bien entrado el mediodía.

«Marchó con el mozo alto y guapo que teníais hospedado», explicó la señora Felisa, de profesión vecina de enfrente. Padre se encerró en su habitación y durante días, uno de nosotros permaneció de guardia en su puerta; temíamos que se volviera loco, mientras el resto aprendíamos a cocinar por pura supervivencia. Cuando salió, estaba demacrado y aparentaba aún menos de lo que siempre fue. Sin pensarlo, lo abracé y grité para que me oyeran todos: «hicieron trampa, jugaron con ventaja». Y así, la competición de la vida pudo seguir su curso en nuestra casa.

88. RÍO 2016 (Mariángeles Abelli Bonardi)

Clavada en el blanco de la hoja, está mi lapicera. La empuño y me bato a duelo de esgrima verbal. Una palabra, dos; lucho con ellas en rítmica gimnasia. Gano velocidad y nado sincronizadamente con las ideas que van surgiendo. Del ciclismo de montaña paso al de pista, y luego de un boxeo inconducente, me arrojo a las aguas abiertas de la inventiva.

87. Carrera de obstáculos

Suena el despertador, lo apago de un manotazo pero insiste a los pocos minutos, no sé por qué no lo tiro, me levanto y hago café, no soy persona hasta que no me tomo una taza y me fumo un cigarrillo, ¡mierda!, ayer no compré tabaco, cómo voy a comprar si no me queda un céntimo, tengo que ahorrar, no sé cómo, aunque debo estar agradecido por tener un trabajo, venga que llego tarde, el metro se pone imposible a estas horas, ayer le robaron a Juani, la pobre lloraba desconsolada, no por los sesenta euros, que también, sino por la foto de su madre, no tenía otra, yo la invité a comer pero ella no quiso, tal vez pensó que quería ligar, que también, pero lo hice para consolarla, yo tampoco veo a mi madre, la llamaré un día de estos, aunque no sabré qué decir, el jefe me citó para hoy en su despacho y me huele mal, si me despide lo mato, o me mato, no sé, lo primero que salga, voy a llegar tarde, mierda, así cómo no me va a despedir, y si me despide, qué le digo a mi madre, mejor no la llamo.

86. La vitrina

Sentada en aquella silla, contemplaba esa vitrina, toda acristalada, pero vacía de contenido. Solo ocupada por una medalla dorada, que al mirarla resplandecía. «Mi medalla de oro».

Desde muy joven practiqué natación, aquel año me preparaba para participar en los Juegos Olímpicos. Entrenando tuve la mala suerte que al lanzarme desde el trampolín, noté que algo se desprendía de mi espalda.

Durante dos años estuve encamada en aquel hospital, ese tiempo se me hizo infinito, quise morir, no tenía consuelo. Ni psicologos, ni las personas queridas me animaban.

Completamente deprimida, llegué a mi hogar, mis piernas eran una gran silla de ruedas. Tuvimos que cambiar el orden de todo el mobiliario e incluso adaptar las puertas.

¿Saben que existen también  Juegos Olímpicos para minusválidos? (Paralímpicos). Allí conseguí mi medalla.

En estos de Rio 2016, vuelvo a competir y traeré otra medalla para mi vitrina. «Compito por la vida».

85. CERCANÍAS

Se acerca la próxima estación y el tren no reduce lo más mínimo la velocidad. La gente comienza a inquietarse y manifiesta su descontento con un murmullo ensordecedor. Por el pasillo, con paso ágil, se ve al interventor sortear vagones para alcanzar el vagón principal. Algunos pasajeros, al notar que la velocidad va en aumento, intentan acercarse a él para pedir explicaciones, pero a la velocidad del convoy les es imposible mantener, a duras penas, el equilibrio. De la indignación se pasa al miedo y acto seguido al pánico. Las lágrimas y los abrazos entre perfectos desconocidos, el chirrido de las ruedas volando sobre los raíles y las chispas, que saltan de la catenaria, crean un escenario dantesco…
Mientras, en la cabina del maquinista, dos hombres celebran haber pulverizado todas las marcas y el tren comienza a perder velocidad. Saben, también, que no les darán ninguna medalla pero, con la carta de despido en el bolsillo por ese injusto recorte en la plantilla, pasan olímpicamente de las consecuencias.

84. El beso

Aquellas vacaciones estivales en el pueblo parecieron despertarnos a todos al unísono el deseo y la pasión amorosa.

Las chicas, mucho más maduras, se comportaban con bastante naturalidad, y seguramente lanzaban guiños a sus pretendidos sin que nosotros los pilláramos.

Los chicos intentábamos impresionarlas de la única manera que sabíamos, compitiendo continuamente como machitos para ver quien corría más rápido a pie o en bici, trepaba mejor a los arboles, lanzaba más lejos el pedrusco, ganaba los pulsos, etc. Pero por más que te gustara una chica, si tus cualidades no daban de sí, poco podías hacer excepto en la prueba de la alberca. Ahí sí que fue Juan el que demostró que estaba enamorado como ninguno y lo que era capaz de hacer para impresionar a Julia. Nos ganó a todos aguantando bajo el agua.

Me gusta pensar que de alguna manera él llegó a enterarse de que fue ella la que le hizo el boca a boca incansablemente y que tuvieron que despegársela de encima a la fuerza.

83. Alter filia (Mel)

Cuando te despojan del título de la mejor del mundo  supones que la rival será más joven, más guapa o más simpática. Pero no. Nadie te prepara para descubrir una maleta en el felpudo y preguntarte cómo es que nunca la viste fuera del armario. Como la diferencia entre oír y escuchar que tú ahora no comprendes. Solo sabes que estás tan repudiada como la alianza abandonada en su mesilla. Y se va, y te mueres. No hay mayor dolor que el silencioso. Quizás por eso pones la tele, para que entre el sonido y rellene los huecos. Al otro lado de la pantalla, y del mundo, sonríe Lidia Valentín con sus labios rosas mientras besa el bronce tras haber levantado 141 kilos, vosotros dos juntos, si es que estuvieseis juntos o si aún fueseis vosotros. Y entonces dejas de mirar y  ves, y quieres ser como ella, más fuerte, con ese amargo bronce que sabes que un día llegará a ser de oro.

82. Correr

Corría. No para llegar primero. Ni siquiera para llegar. Huía. De una infancia infeliz. De un padre severo. De una educación de disciplina y sacrificio. Corriendo sobresalió en las pistas del colegio y más tarde, en los campeonatos universitarios. Y corriendo llegó   a formar parte del equipo olímpico de su país, aspirante a una gloria que en realidad no deseaba. Hasta que algo ocurrió que le dio sentido a todo y por primera vez soñó una meta que tenía nombre de mujer. Que ella volviera a mirarlo, ya como a un triunfador, se convirtió en todo su anhelo, su verdadera medalla a conseguir, cien metros lisos más allá. Y dispuesto a vencer, colocado en su puesto de salida, sintió el disparo que, rompiendo el tenso silencio, pareció atravesarle el pecho en un destello luminoso y deslumbrante. Y cegado corrió. Corrió tanto, con tanto afán, con tal entrega, que no quiso percatarse de que su cuerpo quedaba atrás, ante el asombro de millones de miradas, desplomado e inerte sobre el azulado tartán del estadio olímpico.

81. Ceremonia inaugural (Patricia Collazo)

En Mangueira, robar entre colegas se paga, le han repetido desde siempre.

A lo lejos, la silueta destellante del Maracaná se recorta entre las luces de la ciudad. El tejado puede ceder, por eso se mueven como en cámara lenta.

Joao ocupa el sitio privilegiado en la parte alta. El resto de la panda se disemina a sus pies. Para hacer tiempo bromean sobre cuál es la disciplina olímpica con más gays. Esos que dan volteretas en el aire, parecen chicas, opina el jefe. Peor los de las espadas… ¿los habéis visto?, pronuncia una voz en la oscuridad, pero la hacen acallar. La ceremonia inaugural está por terminar dando lugar a los esperados fuegos artificiales.

David se cuela tejado abajo y se hace con el pegamento. Cuando se den cuenta lo molerán a golpes. Aunque si entrega al Paulo, se repite, lo perdonarán. Paulo le saca dos cabezas. La única forma de llegarle es volar.

Se recuesta en el suelo de tierra de la chabola, aspira con fruición y se queda mirando el reflejo parpadeante de los fuegos que se cuela por un agujero del techo.

Vuela, por primera vez en sus diez años. Pero no sabe aterrizar.

80. El mito de la jabalina de Astylos (Javier Ximens)

            En el museo de Olimpia se muestra una jabalina del siglo IV que se encontró clavada en la arena del Panatenaico horas antes de la inauguración de la I Olimpiada Moderna. Debajo, un friso romano representa a un atleta que lanza una jabalina, un templo ardiendo y la inscripción «Astylos de Heraclea». Cuenta el filósofo Plutarco de Atenas (†432) que se trata del último niño que subió al olivo sagrado y con el cuchillo de oro cortó las ramas con las que se glorificaba a los vencedores. Meses más tarde, Astylos entrenaba en el gimnasio decidido a ser el ganador del pentatlón. Con el cuerpo tenso, la jabalina en la mano y la mente concentrada en un lugar lejano, inició la carrera, tomó velocidad y la lanzó con una fuerza sobrehumana. No la vio caer, lo cegó el dolor que le produjo la espada del pretoriano del cristiano emperador. Recuperada la consciencia todo era destrucción y holocausto. Se arrastró hasta el altar y quiso ofrecer su muerte a Zeus que, conmovido, le concedió la inmortalidad por haber lanzado la vara de fresno más allá del falso nuevo dios. A la jabalina le ordenó errar por el firmamento como estrella fugaz.

Nuestras publicaciones