Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

124. …VAN A DAR A LA MAR. (Toribios)

Marino, desde bien niño, alimentó el deseo de ser buzo. Todo empezó por un cuento en que encontraban un tesoro submarino. A falta de otra cosa, pues Marino era niño de interior, consiguió que sus padres le compraran unas gafas de buceo, y se pasaba los veranos explorando pozos en el río. En una de esas encontró una sortija de fantasía, que alguna bañista habría perdido, y entonces ya no hubo solución. Buceó sin descanso por playas fluviales, pantanos y piscinas, y se fue haciendo con una cierta colección de alhajas, desde anillos dorados, hasta turquesas que no eran sino vidrios de botella. Los padres, Adrían y Bromelia, no sabía ya qué hacer con las raras apetencias de su hijo, así que decidieron llevarlo a conocer el mar. Tomaron el autobús y se fueron a la ciudad costera más cercana.  Una vez en la playa, tomaron un barquito a pedales y se internaron más allá de las primeras olas. Marino llevaba sus gafas y sus aletas de buceo cuando se lanzó al agua para no emerger más. Cuenta la leyenda que le nacieron branquias y que aún sigue recorriendo el lecho profundo de los mares.

 

123. Escapar

El océano ha devorado medio planeta pero no se dejan de recibir, aún, decenas de señales de socorro. Ayer encontramos un tipo extraño: muy pálido, casi ciego; su semblante cadavérico está labrado de arrugas y parece bruñido en una eterna amalgama de expresiones de añoranza y odio. Solo repite que apostó su barco, perdió, y exiliado lejos del embate prefirió morir a seguir viviendo. Aún así, le invitaremos a sentarse junto al fuego a escuchar nuestra radio. Hemos encontrado un dial que sintonizamos cada noche después de elevar al cielo una plegaria; nos reconforta la cálida voz del locutor y esa particular inflexión con la que recita Lorca, Baudelaire o Rokha. Sabemos que allí no queda nadie, que son emisiones cíclicas y que se extinguirán cuando las antenas dejen de funcionar. Cansados de noticiarios preferimos amenizar el fin del mundo con poesía; al menos mientras duren las pilas. Mañana el grupo seguirá subiendo; yo me quedo. Coronarán la montaña, sí, pero el mar lo hará detrás de ellos. No hay escapatoria. Además tengo curiosidad por comprobar si es verdad, si el viejo decidió morirse, y si al sentir otra vez el agua bajo los pies, su corazón late de nuevo.

122. El silencio de las gaviotas

Cada tarde se les ve en lo alto del acantilado, en El Pico del Silencio.

La pequeña María mira al viento. Su imaginación cruza el horizonte, hasta la otra esquina del mar, por donde ve a su padre regresando en el viejo bote.

Manuel, que ya tiene once años, aprieta la manita de su hermana deseando contagiarse de ese sueño. También cree ver la silueta que ella apunta, allá lejos, viniendo del infinito,  y comparte su entusiasmo.

Después la explica que era el agua que  jugaba con las sombras.

-Papá volverá mañana o en cualquier momento, cuando el sol sea amarillo y no amenace  la tormenta, como el día que se fue­-.

Mientras tanto, acaricia el amuleto que cuelga de su cuello. Lo talló él mismo con aquel trozo de madera, tan familiar como querido, que el mar arrastró a sus pies dos días después de la marcha de su padre. Lo trajeron las mismas olas que se llevaron mezcladas sus lágrimas y su infancia.

Solo las gaviotas conocen su secreto.

Al irse, María deja fantasías y besos en el aire, mirando al mar. Manuel deja una oración sobre el silencio, mirando al cielo.

Ya lo repartirá el viento.

 

 

121. Sugestivo y embaucador

La tormenta se avecinaba, espesos y negros nubarrones empezaban a ocultarlo todo. Un silencio sepulcral parecía reinar sobre el Atlántico. Ya no se veía el faro que cada día guiaba sus pensamientos.

Su mirada estaba fija en el oscuro horizonte, apenas podía distinguir el mar; pero sí aquel pequeño velero que agitaba sus velas sin rumbo determinado. Seguía su trayectoria con atención, al tiempo que pensaba si aquel barco no sería una señal que le indicaba el rumbo de su nueva vida. El miedo a un futuro cercano, nada halagüeño, lo amortiguaba el cansancio, la desgana, la flaqueza que sentía… Los sucesos acontecidos en los últimos años habían dejado profundas brechas que no optaban por cicatrizar.

El silencio se rompió. Rítmicos y acompasados golpes de mar lanzaban sus aguas al aire y desde el seno de las rocas, sobre las que se había sentado, una voz le susurraba: ¡Adelante!

119. Realidades paralelas

Él añoraba navegar y un sueño azul encontró en los ojos de ella. Le propuso surcar juntos océanos de futuro en un barco inventado que para ella nunca llegó a ser más que un modesto piso de cuarenta metros cuadrados sin ascensor. Quizás se creyó la promesa de un horizonte infinito, pero acabó atrapada en un gris paisaje de tejados y azoteas donde tendía sábanas que él tomaba por velas al viento. Sus realidades paralelas resultaron tan irreconciliables que ella decidió abandonar aquel viaje sin rumbo y él, sin más rosa de los vientos que la flor que ella se ponía en el pelo, se convirtió en un náufrago de las dos lágrimas que le dejó por despedida. Y hoy, solo en esa isla que es el mundo sin ella, hay un corazón solitario que late en medio de un océano que añora el azul que ella guardaba en los ojos.

118. «La Isla del Tesoro»

Un instinto antiguo se apoderó de él, se puso su parche en el ojo y zarpó en la balandra, llevando consigo la brújula, el mapa y esa voz rota que le despertaba cada noche…

“Si un bucanero sueña con la sirena Esmeralda y adivina el misterio que oculta la isla Carmesí, localizará el tesoro escondido”.

Tardó 80 días y 80 noches en divisar en el horizonte la tierra de la isla soñada.
Higinio siguió las pistas hasta encontrar una caracola escondida en el tronco grueso de un árbol, destino final del mapa.
Como hechizado sopló con todas sus fuerzas mientras el viento se arremolinaba a sus pies y el mar se llenaba de burbujas.
Avanzando hacia él, ligera, dueña y señora de las aguas, una sirena iba transformando su cola en preciosas y humanas piernas.

Un pirata nunca deja de ser pirata.
Una sirena nunca deja de ser sirena.
Higinio en su barco.
Esmeralda en la Mar.

Cuenta la leyenda que la caracola escondida en el tronco era un auténtico tesoro para aquel que amara a la sirena porque, cuando se hace sonar muy fuerte, con la fuerza que da el amor verdadero, Esmeralda sirena se convierte en mujer.

FIN

117. MÁS ALLÁ (M.Carme Marí)

Ella era la primera que se atrevía a navegar en solitario por aquel océano. Siempre había sido una aventurera. No le gustaba oir que había cosas que no podía hacer por ser quien era, así que muchas veces se saltaba las convenciones establecidas por su entorno y se marcaba metas que otros veían inalcanzables.

Decidida como estaba, partió. Todo parecía ir bien, su nave se mantenía estable y seguía el rumbo fijado. Ella permanecía alerta, atenta a cualquier cambio. Con cierta preocupación detectó unas oscilaciones en la superficie del agua. De golpe se desató una terrible tormenta que casi hizo volcar su embarcación. Se aferró con todas sus fuerzas a ella y aguantó como pudo.

Finalmente el niño dejó de chapotear en el gigantesco charco que cubría el gran patio trasero de la casa. Entonces, la intrépida hormiga sobre su hoja consiguió llegar sana y salva al otro extremo junto a la valla, dejando atónitas a sus compañeras de hormiguero al explicarlo a su vuelta días después cuando, una vez salió el sol, se secó el improvisado oceáno.

116. LA ISLA DEL FIN DEL MUNDO (Belén Sáenz)

La brasa de la última calada enrojeció fugazmente la cubierta del Prestige II. El capitán lanzó la colilla a aquel océano sin luna y una fuerza sobrehumana lo arrojó después a él por la borda. Solo previó el fastidio de una mojadura.

Horas después le espabiló la quemazón de la sal en los ojos, el tacto del corcho muerto. No había rastro del barco, pero divisó tierra. Un bidón flotaba a la deriva y se aferró a él confiado. Pronto estaría contándolo ante una cerveza rubia en el bar del puerto. Y se le rendirían los ojos como puñales de la Lola.

Braceó hacia aquella extraña isla plana, extensa, adentrándose en una sopa cada vez más espesa e insondable. Había bolsas de plástico. Millones de ellas. Con sus vivos colores tiznados de chapapote. Preservativos anudados que le rozaban los labios. Y una marea inquieta de filtros de cigarrillo. Halló también restos del naufragio del submarino amarillo, la camiseta colchonera de Neptuno, la delicada calavera del Comandante Cousteau con gorrito de punto rojo. “Tereftalato de poliestireno”, fue el último destello de su cerebro humano. Luego se le abrieron las branquias y planeó sumergirse; aún pensaba que era un tipo con suerte.

115. PÁGINA DIEZ (Yolanda Nava)

Lo aplazas de nuevo. Para primavera –prometes- que el clima se suaviza. Guardo el catálogo entre tu libro de recetas y mi desilusión. Tu libro de recetas… Se te veía tan feliz mezclando gramos de azúcar con cucharas de entusiasmo. No como ahora, que aunque no te digo nada, las comidas te quedan sosas, las salsas aguadas. Los postres como de hospital.

Echo la vista atrás. Te veo corriendo por la playa con el pelo suelto, los pies descalzos y la libertad prendida en la areola de los pezones desnudos. Remoloneabas antes de cubrir tu piel de neopreno. Después nos sumergíamos juntos y enredada entre algas y corales te escondías donde podía encontrarte.

Tocas mi hombro. Rehuyes mi mirada. Que vas a acostarte un poco, me dices. El reloj marca las doce de la mañana. La voz del terapeuta martilla mi cerebro: “quizá un viaje, o una actividad que ame en especial”. Y me sumerjo en la esperanza de la página diez del catálogo de vacaciones: submarinismo.

114. Hijos del mar

Le arranca el anzuelo de la boca de un solo envite, y el mar contesta con un quejido sordo que estremece la quilla del minúsculo bote. Sacha levanta la cabeza. Algunas luciérnagas salpican la franja de tierra perdida en el horizonte y el sol extiende sobre el agua su atardecer de sangre. Mira los ojos redondos del pez en la cubierta… y tiembla. No hay nada más despiadado que un espejo, porque un espejo almacena todos los recuerdos, y aquellos ojos de plata, fríos, burlones, vengativos, sacuden la quilla de su memoria. Sacha devuelve entonces al agua todas sus culpas y aparejos y rema apresuradamente hacia la costa. Las luces se han multiplicado. Encalla el bote, salta a la arena, y se sienta para llorar durante cuarenta días y cuarenta noches. El mar sería incapaz de contener tantas lágrimas, saltaría el malecón y le devolvería, en su crecida, el cuerpo de su hijo Fakid. Pero, ¿quién era Fakid sino una gota insignificante perdida en el océano? ¿Acaso no sabe Sacha que el mar no tiene sentimientos? ¿Que es un alcabalero insaciable, acostumbrado a demasiados cayucos, batallas, cadáveres y lágrimas? ¿Un monstruo que no conoce el perdón ni acepta jamás intercambios?

113. OCÉANO DE SENTIMIENTOS

Vuelven mis dedos a hacer piruetas sobre el teclado del ordenador para escribir este relato, despues de tanto tiempo en el que mis pensamientos han permanecido en un mar de sombras y mis emociones  hundidas en un océano de recuerdos.

Viajo a través de la pantalla como si lo hiciera por las aguas con un velero, las olas se van llevando las pequeñas cosas que han quedado encalladas en mi alma, la cual ha cambiado muchas veces de casa, y algún sueño que escapó volando de debajo de mi almohada.

Ahora deseo la calma de sus aguas, la brisa del viento que revuelva mis cabellos y despeine mis sentimientos, el olor a salitre que se pegue en mi rostro y me renueve por dentro y el vaiven del velero que me lleve hacia delante lentamente.

Y en mi travesía, te veo, a lo lejos, con los ojos risueños y sin vendas, la sonrisa clara y sin riendas, tus palabras sinceras y abiertas, tu rostro surcado de gotas bañadas en sal y que quisiera besar hasta tragarme el sabor a mar.

Y así comienzo a escribir en un instante en que siento que mi vida va levantando el vuelo.

 

112. OJOS DE BUEY DESDE EL ASFALTO

Noche calurosa que ofrece una invitación al poco aire que sopla, para que entre por las ventanas. Están todas abiertas. Desde la calle me sorprende ver el movimiento de los peces en sus peceras. Un padre revolotea con su niño en brazos, bailan con las algas de la salita. Un hombre circunspecto, sobrio y acalorado se zambulle en la pantalla de su ordenador, no se sabe por donde bucea. Dos amigos se asoman a la cubierta de su terraza y la calle testifica su charla. En otra ventana una mujer parece buscar las llaves que están en el fondo del mar, matarile rile ron. Una televisión protagoniza una escena de salón, con una pareja anciana, que se asemeja a un arrecife de coral, están hipnotizados por las medusas. Un tiburón se asoma por otro de los ojos de buey del edificio, lleva sólo un bañador, humea, mientras observa a los pececillos de la calle, a los que le gustaría devorar. De una ventana semiabierta salen burbujas de sonido, el glub glub de un pez de roca o sea un pez rockero. Aparto mi mirada del edificio y sigo mi paseo por este acuario de ciudad.

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