Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

126. Desengaños

Tantas veces le habían roto el corazón −me dijo−, que decidió darlo por muerto. Como un conjuro, para que no volviera a despertar, había tatuado un RIP sobre su pecho izquierdo. Le quité la blusa despacito y, mientras repasaba aquellas tres mayúsculas con la yema del índice, juré que mis caricias borrarían el epitafio. Nunca volvió a darme la oportunidad.

125. Volver

En el silencio de la noche siento sus manos tibias sobre mis pómulos agotados, y aunque su padre detesta despertarse y descubrirlo entre las sábanas, lo he dejado hacer. Sólo es una pequeña concesión, me digo. Guillermo me aprieta la cara y respira sus dudas a escasos centímetros de mi boca. «Mamá, quiero volver ahí dentro». Le ocurre desde aquella tarde en la que descubrió de dónde vienen los niños. Le llueven desde entonces los recuerdos de una cuna cálida y suspendida, comenzando a detestar las horas de guardería o las prisas en el coche. Me sonríe con una mueca de fingido agradecimiento, al tiempo que me entreabre la boca. «Guillermo», le susurro. «¿Qué haces, Guillermo?», «Mamá, quiero volver a tu barriga».

Y me abre la boca deslizándose dentro.

Cuando despierto tengo un regusto ácido y una sensación de pesadez en el estómago. Mi tripa ha recuperado sus redondeces y siento pánico. Pero mi marido me lleva al doctor para que me tranquilice, extendiéndome un puñado de píldoras azules. La primera de ellas me provoca náuseas. Y aunque me tapo la boca y aprieto los dientes, aquella marea verdosa me excede, mientras siento a Guillermo buceando en su propio epitafio.

124. FANTASÍA INACABADA

“Cuando seamos mayores, quiero casarme contigo”, le dije a mi amigo invisible aquella tarde lluviosa mientras contemplábamos a través de la ventana cómo los hoyos se convertían en charcos.

Y pasó el tiempo. Y corrimos por la playa y dejamos nuestras huellas tatuadas en la arena. Escalamos los rayos de la luna y esculpimos nuestros bustos en las estrellas. Leímos historias interminables con las páginas manchadas por el tiempo y escribimos nuestros sueños de otoño en las hojas doradas de los árboles.

Y el tiempo pasó. Y una tarde lluviosa, con mi futuro bajo el brazo y la boca llena de preguntas revueltas, me fui sin despedirme mientras un pez de colores boqueaba en mitad de un charco.

Hoy contemplo el paso del tiempo a través de la ventana mientras las sombras de la noche se ocultan silenciosas bajo la cama. Y sobre mi viejo escritorio, al lado de un ramo de flores aburridas, una hoja dorada reclama el epitafio que nunca escribí.

123. Buen provecho

El abuelo adoraba la buena mesa. Sommelier aficionado y chef vocacional, era capaz de convertir unas acelgas hervidas en un manjar excepcional. Tenía un talento innato para cocinar.

Cierta noche disfrutaba de una cena familiar cuando, de repente, se atragantó con una alcachofa y murió asfixiado por la malvada hortaliza. Su esposa, incapaz de aceptar los hechos, intentó manejar la situación como si se tratase de un episodio pasajero y repetía sin cesar que el abuelo estaba indispuesto. Para templar los nervios, sus hijos le ofrecieron un vasito del vino que aún estaba en la mesa. La mujer dio buena cuenta de la botella entera y después se retiró a descansar. La familia realizó los trámites de rigor y las hijas cuidaron de la viuda, quien en plena madrugada se dedicó a trajinar en la cocina.

Al día siguiente, el finado descansaba en el tanatorio. Yacía en el féretro, muy digno con traje y corbata, y sus manos se unían en el pecho sobre una primorosa fiambrera con croquetas de jamón. La viuda conocía bien los gustos de su esposo y abrigaba la esperanza de que despertase hambriento antes de decidir su epitafio.

122. CLAVELES

Papá nos visitaba con frecuencia a la hora de comer. Se sentaba con nosotros y nos contemplaba con su semblante serio y circunspecto. El día que descubrió que mamá tenía novio se sumió en la tristeza. Él siempre se había sentido orgulloso del epitafio que, tras su temprana muerte, mamá encargó cincelar sobre su tumba: «Nadie podrá ocupar nunca el vacío que nos dejas». Por esta razón no alcanzaba a comprender que, al final, alguien hubiera ocupado ese vacío. Poco tiempo después del disgusto dejó de visitarnos y no volvimos a verlo.

Desde entonces su tumba parece abandonada. Las palabras allí escritas se desvanecen y las flores se marchitan. En cambio la de al lado parece una fiesta. Hay candelas de colores permanentemente encendidas y claveles que asoman y se multiplican por doquier. Allí está enterrada Flora, la soltera más rumbosa del barrio, la que, cuando se cruzaban, le guiñaba el ojo a papá. Él siempre tuvo debilidad por los claveles… y por Flora. Por eso sé que papá, tras su última visita, regresó al cementerio tan absorto en su tristeza que se equivocó de tumba y que desde entoces sus días transcurren felices en compañía de su salerosa vecina.

121. Viudas

A Juan lo mataron tan muerto que fue incapaz de ponerse en pie cuando sus innumerables viudas acudieron a despedirse.

Su madre, inamovible junto al cajón, disculpaba su aspecto, explicándoles que una bala en el corazón desencaja al más pintado. Y que su Juan no querría ser descortés, pero había razones de fuerza mayor para no recibirlas tal como se merecían.

De paso, les preguntaba si querían que sus nombres aparecieran en el epitafio que acompañaría a Juan hasta la eternidad. Algunas, por vergüenza, aceptaban pagar la suma que la mujer les reclamaba y asegurarse la participación. Otras, se negaban a ser un nombre más entre tantos. Juan ya las llevaría en su corazón, aducían. Con esa excusa no soltaban ni un céntimo y de paso se hacían las dignas,

Eso sí, todas lloraban dos lágrimas por cada ojo. Por el derecho, para que las viera la vieja; por el izquierdo, para que las viera el difunto, que nunca se sabe.

Después, guardaban el pañuelo entre los senos, mientras los reacomodaban elevándolos lo necesario como para alegrar un poco los negros escotes.

120. El epitafio más hermoso del mundo

Sir Walter Scott poseía una de las tumbas más antiguas del cementerio. Primorosamente ornamentada, destacaban sobremanera la efigie del caballero y su escudo de armas. No obstante, si había algo de lo que sir Walter Scott se sentía particularmente orgulloso era del epitafio en letra gótica que rezaba su lápida. No podía ser para menos: durante un lustro antes de su deceso, el concebir una frase que testimoniara la hondura de su alma se había convertido en su único fin. Por eso no le extrañaba que la gente se detuviera ante el sepulcro y se prodigara en adjetivos laudatorios hacia su sabiduría. Pero, últimamente, le despertaba una inmensa curiosidad aquel anciano que todos los domingos, tras honrar a su esposa, se detenía ante su lápida con la mirada extasiada. ¿Hasta qué punto, se preguntaba sir Walter Scott, sus palabras habían calado en el corazón de aquel hombre? Una mañana, cuando una joven se detuvo junto al viejo y le preguntó qué decía el epitafio, halló la respuesta: «¡Discúlpeme, señorita, yo tampoco sé leer!; pero no le parece hermosa la forma en que están grabadas las palabras». La mujer asintió, y sir Walter Scott esbozó una larga y ambigua sonrisa.

119. Ray Kidman Pág. 3 – Pág. 30

Nada más venir al libro, Raymond Kidman supo que estaba destinado a ocupar un lugar destacado en la historia de la literatura. Soñaba con convertirse en un gran personaje, en ser, o no ser, un Hamlet, en tener la personalidad de Odiseo, la locura del Quijote, en devenir el nuevo Holden Caulfield del siglo XXI. Pero aquel maldito escritor, que no escritor maldito, se empeñaba en que su corazón palpitase de emoción a cada segundo, en que frunciese el ceño una y otra vez, en que carraspease continuamente, como si fuese el protagonista de un best seller cualquiera. Enseguida se rebeló y consiguió cambiar el curso de la novela, hasta que, en una noche oscura y lluviosa, al principio del cuarto capítulo, el autor le hizo cruzar sin mirar un paso de cebra y un conductor borracho se lo llevó por delante. “Quiso entrar en la historia de la literatura, pero se quedó en la página treinta del libro”, reza su epitafio.

118. ALMA EN PENA (Beto Monte Ros)

Inés fue la tercera de sus nueve hermanas. Era muy joven cuando se fue a vivir con un camionero; quien apenas tuvo tiempo para embarazarla, antes de irse para la frontera, a recoger y dejar sus cargas.
Su estado y la soledad la obligaron a volver con sus padres donde, para distraerse, comenzó a cuidar el jardín. Una tarde, la tierra se tornó roja y presintió que algo malo le había pasado al padre de su hijo, quiso ir tras sus pasos; pero los ruegos familiares y su preñez lograron disuadirla de no hacerlo. Pasados tres días, empezó a ser consumida por la fiebre y nada de lo que hicieron pudo salvarla. Al sepultarla, la cubrieron con una lápida que advertía: “alérgica a las flores”,  creyendo que éstas habían hecho que enfermara.
Los cuidadores del cementerio la llaman la difunta de la tumba triste y dicen que algunas noches sale para amamantar al niño o la ven en la carretera que lleva a Haití, atraída por el influjo de algún rito vudú, siguiendo el rastro que la lleve hasta el marido. Probablemente lo busca para decirle que se ha mudado y lo espera, en su nueva casa

117. Más vale prevenir

Lo tenían decidido. Solicitarían la subvención para el proyecto que llevaban tanto tiempo estudiando.

–Buenos días. Venimos a solicitar la subvención que ofrecen.

–Bien –dijo el Sr. Martínez. –Tienen que cumplimentar estos impresos y traer un memorándum detallado sobre la futura empresa.

Veinticuatro horas después, allí estaban. Martínez, comprobó la documentación y su gesto era cada vez de más extrañeza.

–¿Una empresa para escribir epitafios?

–Esa es la idea.

–No entiendo.

–Sencillo –contestó Alfonso. –Nosotros, en vida de nuestros clientes, escribimos su epitafio y nuestra empresa se encargará de llevarlo a su lápida.

Martínez cabeceaba. Ana, viendo sus reticencias, dijo:

–Le pongo un ejemplo: “Aquí yace el Sr. Martínez, especialista en obstáculos. D.E.P”.

Martínez, dio un fuerte golpe al tampón y estampó el “aprobado” en cada uno de los papeles.

116. Están tocando la puerta

Empezó con unos tenues golpes hasta convertirse en una mezcla de llanto y gritos. Me encerré con mi tristeza y mantuve con teatralidad mi mortal ansiedad. No tuve el valor suficiente para suicidarme. Estuve a punto de levantarme de mi letargo, pero cayó sobre mí algo parecido a una enorme araña y con sus delicadas patas me oprimió el pecho, mientras miraba, con terror, como sus ocho ojos multiplicaban mi semblante demacrado. Fue entonces cuando en mi vientre explotaron los capullos, y cientos de diminutos seres recorrían ávidos una presa inmóvil y callada. Mi cuerpo está a punto de expirar y la muerte no deja de mirarme con diminutos ojos. Mientras tanto no cesan los intentos por derribar la puerta como un epitafio.

115. Norman

Gritar descarnadamente ante el epitafio de la madre, arrebatada de forma prematura e injusta, lo que daría porque regresara. Expresar, meses después, idéntico deseo para el año recién estrenado, vacío el estúpido plato de uvas sobre las rodillas. Cerrar los ojos y guardar para sí ese mismo anhelo imposible al soplar las velas del decimosexto cumpleaños: volverla a ver sólo una vez más; poderla estrechar en un formidable abrazo que sintetizara cuánto la echa de menos, cuánto se arrepiente de sus desaires de incipiente hombrecito y del tiempo irremediablemente perdido. Cuánto lamenta no haberle dicho antes lo que la quiso. Lo que la quiere.

Arrepentirse, nada más abrir la puerta y percibir ese olor nauseabundo que impregna la casa. Arrepentirse, con la misma intensidad con que lo deseó, al entrar en la habitación y distinguir ese ruidito, como de papeles arrugados, de la maraña de gusanos hambrientos que se retuercen y porfían y entran y salen y se hunden en la forma probablemente humana que ahora vuelve a ocupar el sillón favorito, aquél donde solía encontrarla, al volver de clase, leyendo y oyendo música. Arrepentirse y parar, sin poder apartar la mirada, el tocadiscos que él nunca puso en marcha.

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