Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

86. Muerte de la joya

Andrea salió del cementerio, repitiéndose, sin darse cuenta, lo que acababa de encontrarse, al girar una esquina, de camino hacia la salida: ‘Lo que eres, fui. Lo que soy, serás’.

Aunque ella, en lugar del cambio de viva a muerta, lo aplicaba al paso de presa a libre, también para su querida Carmen.

No hacía ni dos días que su marido había muerto repentinamente de un aneurisma. El deportista, el triunfador social y empresario de éxito, el hombre culto y sensible que todos apreciaban, se apagó como una vela.

Y Andrea, que a menudo era felicitada por compartir vida con la joya que aparentaba ser Blas, se sintió florecer, como si despertara después de un invierno interminable, triste y oscuro.

Había ido recordando, poco a poco, la persona esencialmente feliz que era ella, antes de descubrir con quién se había casado realmente, y que casi se había desvanecido.

Conteniendo como podía la expresión de su alegría, se felicitó de su suerte, y se propuso un objetivo: sacar de su encierro a su cuñada, que como ella había sufrido largos años la opresión de la bestia.

Se sentó al volante, cerró los ojos, suspiró, y se dijo: ‘lo voy a hacer’.

85. CHACAL

¿Habéis escuchado alguna vez al viento luchar con los cipreses? Supongo que sí. ¿Pero lo habéis hecho una noche cualquiera de invierno cuando la luna nueva te suspende el aliento? Probablemente también. ¿Pero… tumbados quizás sobre una lápida? ¡Nooo, seguro que no! Si lo hubierais hecho no estaríais ahí escuchándome.

¡Maldito juego! Ocurrió hace mucho tiempo, sí, pero ni siquiera el viento, hacedor de olvidos, consigue llevarse mis recuerdos. Os juro que no quisimos abandonarlo, pero aquel terrorífico aullido nos heló la sangre y tuvimos que salir corriendo. ¡Lázaro, nuestro amigo Lázaro! ¡Siempre acompañado por un misterioso cánido negro!

Hoy he vuelto al camposanto dispuesto a continuar el juego, aceptar con resignación mi turno y librarme definitivamente del ciprés que me ha crecido en la conciencia. Me tumbo en la misma losa que todavía conserva las correas que lo sujetaron. El viento comienza su particular batalla. La luna se esconde. Un frío glaciar se escapa por debajo de la piedra y recorre mis venas poco a poco. La estatua, aquella estatua negra con olor a bálsamo, supuestamente de mármol, me mira con su cara de chacal y me enseña un extraño epitafio cincelado en su pecho: “OTREUM EVUTSE NÉIBMAT OY”.

84. Visible (Patricia Mejías)

No cuestionó el aroma a licor que impregnaba las ropas manchadas de pintura de su sobrino. Pagó los dos céntimos acordados por retocar la inscripción en el sepulcro de su esposo, y le preguntó:
─ ¿Esta vez se distingue bien el apellido Soto? El año pasado me confundí y le dejé las flores a Dulce Coto.
─Sí, tiita, bien grande y repintado. Desde largo, usted puede reconocer la tumba del tío Dulo.
La anciana tomó la canasta con flores y se marchó al camposanto. Cada cruz le dio la mano para ayudarla a atravesar aquella  blancura indistinguible, de no ser por las letras en negro y recién pintadas: Hermenegilda López, Leónidas Peraza, Rudecindo…
Puso arruga contra arruga en el ceño fruncido. El Padre maldecía a gritos. Entre risillas, la gente comentaba: «¡Qué clase de epitafio! Seguro que murió de cólico miserere. ¡Qué va! Eso tiene traza de que le dieron un balazo por mala parte»
Apenas avistó a la anciana, el sacerdote la reconvino: ─Te burlaste del pobre viejito. ¡Borra esa infamia!
Temblorosa, tomó una piedra. Con los brazos extendidos, la cruz la urgía a desconchar los caracteres de una cuarta de largo: «Aquí dezcansa Tío Culo Roto»

83. MAR DE LÁPIDA

Cuando nos cruzamos en el puente, sólo nos miramos, de arriba abajo, sin decir palabra como dos desconocidos. Hace unas semanas que partimos para navegar. Sin rumbo fijo al principio. Sólo por el placer de cabalgar las olas. Días de calma chicha descubriendo atardeceres sin horizonte o noches tempestuosas agarrados al timón como a un salvavidas. Hacíamos el amor sobre cubierta como en una playa de arena olvidada. Y no desesperamos cuando la radio se estropeo o escasearon los víveres. Supongo que éramos felices.

Tal vez fue el pescado raro que comimos, no sé, pero tuve tiempo de meter en una botella el epitafio que quiero que pongan en tierra firme: nada es lo que parece, el viaje es lo que importa.

82. EL DELITO MÁS HERMOSO DEL MUNDO (Reve LLyn)

A las puertas de la muerte Svetlana Vólkova solo se arrepintió de una cosa. A lo largo de sus 97 años de vida se había casado tres veces y ninguna por amor;  había sido infiel a todos sus maridos con hombres o con mujeres —según el interés,  la conveniencia o las apetencias del momento—; había engañado, mentido, robado y conspirado contra su familia,  la iglesia y el gobierno en unas ocasiones para medrar socialmente y en otras por un simple plato de kasha o un trago de vodka.

Tan solo una sombra oscurecía su corazón el día en que este dejó de latir.


Encontraron su cadáver en un pequeño piso de la Avenida Nevski rodeado de 13.205 libros —según catalogó posteriormente el bibliotecario designado al efecto—.  Todos robados.


Nadie enterró su cuerpo, que terminó en una fosa común, ni escribió un epitafio en su memoria. Tan solo unas estanterías de la Biblioteca pública Mayakovskaya recuerdan su obsesión. Y allí, ni siquiera  una placa la menciona.

81. Final feliz

Diecinueve y treinta horas. La tarde se tejía con hilos de lluvia  formando un manto de tristeza y angustia. «Vamos a llevar flores al cementerio para rememorar quien se fue, mi mitad”. Como todos los días de difuntos.» Esa frase era el único pensamiento que giraba en torno de Dulce Victoria. No cabía más pensamiento que ese. Se vistió con un vestuario acorde para tal evento. No cabía posibilidad alguna de ataviarse de colores llamativos ni vivos. Aunque ella seguía pensando, y seguiría por los siglos de los siglos, que el sobrio no era un tono que le hiciera ningún homenaje. Más bien su antónimo. Llegó a las ocho menos cuarto hasta casa de su madre, la morada en la que malvivió con su difunto padre.

-«Date prisa madre»- decía sentada en su pequeño utilitario, aún con restos de sangre que no hace mucho tiempo respiraban de vida pero que hoy eran restos que con el desgano se habían quedado impregnados formando parte de la tapicería.

Nunca llegó a salir. Ella siempre lo supo. Cada primero de noviembre, recordaba satisfecha cómo había asesinado a su padre en aquel coche por haber degollado a su madre. –“Son rosas, como tú mamá.”

 

79. Sin distinción (Esther Cuesta)

Por azares del destino, un invierno hube de sustituir al médico de un pequeño pueblo. El frio era intenso, la luz escasa y había pocos bares donde ahogar el aburrimiento. Mi sorpresa fue mayúscula al encontrar un día, paseando por las afueras, un maravilloso lago helado, oculto por el boscaje. Me asustó entonces un letrero que avisaba “Prohibido el paso. Cementerio”. Nunca había visto algo así, un camposanto sin lápidas ni flores.

Regresé al pueblo resuelto a indagar el asunto, pero los jóvenes me hablaron de cuentos nocturnos, de fantasmas y apariciones, mientras los mayores miraban al cielo y se santiguaban. Pasadas unas semanas, atendí a una anciana moribunda, quien me narró lo sucedido. Fue en tiempos de guerra; se enteraron del pase de una columna del ejército enemigo, y cuando hombres y caballos estuvieron en el centro del lago, golpearon con fuerza en las cuatro esquinas a la vez y el hielo cedió. Me juró que los agudos relinchos y los gritos desesperados de los hombres aún resonaban en aquel paraje.

Pasados los años, tampoco yo he conseguido olvidar aquel pueblo de muertos, cuyos corazones únicamente seguían latiendo para expiar las vidas que yacen sin nombre bajo las aguas.

78. SIT TIBI TERRA LEVIS (JM Sánchez)

Cansado, tras su ficticia muerte, de haber vivido durante casi cuarenta años en una constante leyenda, y harto sobre todo de alimentarla con algunas apariciones por aquí y por allá, que la imaginación popular no dejó de ensanchar y difundir, el mítico cantante decidió confesar su fatiga y terminar para siempre con su quimérica existencia.

—Ha estado bien eso de variar las letras del epitafio, ¿verdad?

—Me sorprendes. Jamás habría pensado que un gitano supiera latín.

Apenas terminó la frase, un golpe seco en la nuca acabó con sus días de gloria y misterio. El resto fue una labor sencilla de avisos a los herederos y a la prensa, y todo el mundo se reunió en torno a un sepelio que ya se había producido casi cuatro décadas antes, pero esta vez sería de veras. Sobre la tumba del gran cantante se leía la habitual frase latina que cerraba para siempre el episodio de las apariciones.

Y del mismo modo, como una inscripción funeraria, la prensa recogió el evento con un titular que coronaba a otro artista como el relevo del difunto: “Camarón está vivo. Lo vieron en el entierro del rey del rock.”

77. A CURRITO, MUERTO PREMATURAMENTE A LOS SIETE AÑOS (PURIFICACIÓN RODRÍGUEZ)

 Tu abuela te llevó a la colina del castillo para que jugaras con tu cometa, como tantas otras veces pero, esa tarde, el viento impulsó el bello pájaro de papel en la dirección equivocada y, al retroceder de espaldas para acompañar su vuelo, caíste por el precipicio.

Tu abuela ya sólo pudo ver tu pequeño cuerpo junto a la cometa, rotos y en silencio, cien metros más abajo.

Hoy, hay en ese lugar un niño menos y una valla de madera más.

 

(Currito está enterrado en el bello cementerio del pueblo segoviano de Pedraza. Descanse en paz).

76. e-pitafio (Javier Ximens)

Es el colmo, me he muerto y al entrar al cementerio me han dicho que si estoy dado de alta como finado que teclee el nombre y el RIP del nicho; si, por el contrario, era la primera vez debía registrarme, y que en el caso de haber perdido la contraseña respondiera al epitafio clave «¡Levántate, pájaro!» y me enviarían un recordatorio a mi correo póstumo. Me da rabia pues siempre he sido muy ordenado, aquí tengo la carpeta Windows con el certificado de defunción, acta de últimas voluntades, póliza del seguro de fallecimiento —por fin podré cobrarla— y los impresos para que mi mujer tramite la viudedad que tanto temía no llegar a disfrutar, pero la clave de acceso al camposanto no aparece. Soy miedoso en esto de darme de alta en las web de empresas desconocidas, temo que me entre un virus, también me amedrenta entrar en el cementerio y que me llene de troyanos y gusanos. En el servicio militar nos enseñaron aquello del «santo y seña» para las guardias, y que si no se respondía correctamente disparáramos a matar, pues eso deberían hacer aquí, si desconoces la contraseña: ¡que te disparen a resucitar!

75. LA MADAME (Rafa Olivares)

Carmeliña llegó a la posguerra sin familia, ni techo, ni trabajo, pero con diecinueve años y un cuerpo en el que Doña Patro descubrió cualidades para ejercer en su casa -de «modistilla», para curiosos indiscretos-. A partir de entonces pasó a ser La Carmela.

Sabía complacer a los clientes y recordaba sus gustos para dispensarles, la siguiente vez, un trato personalizado que cautivara su fidelidad comercial.

Cuando la edad empezó a matizarle encantos y reducir ingresos, compró un caserón en el Barrio de Salamanca y se convirtió en Doña Carmen. Llegó a tener una veintena de pupilas y por sus alcobas pasó lo mejor de la época: autoridades, banqueros, aristócratas, militares, clérigos… Duro a duro, fue reuniendo un importante capital de incierto destino.

Se entristecía Doña Carmen pensando que, cuando falleciera, nadie visitara su tumba y dedicó su fortuna a la construcción de un atractivo mausoleo en el que reposaran sus restos.

En sus enormes muros de mármol negro, hizo grabar a cincel los nombres de todos los clientes que, bien La Carmela, bien Doña Carmen, atendieron en vida.

En la lápida, tras el nombre, destaca su lema de siempre: «Memoria y discreción hasta la muerte».

Y nunca faltan visitas.

74. FOSA COMÚN Virtudes Torres (Servitud)

 

Buscaba incansable una frase que hubiera servido de epitafio. Quizás una palabra o, al menos unas iniciales. Ni siquiera encontró la fecha de su nacimiento, ni la de su defunción. Aún así sabía que estaba muerto, que su hálito quedó suspendido en el tiempo, que se volvió etéreo, que se fundía con el aire, con la lluvia…

Dio de nuevo otra vuelta, se sentía atraído hacia ese cementerio. Pero no encontraba el lugar donde reposaba su maltrecho cuerpo.

En un rincón alejado de las elegantes tumbas, vio a unas mujeres enlutadas que lloraban y depositaban flores en el suelo. Como una ráfaga llegó hasta ellas. Las reconoció. Eran las madres  y esposas de sus compañeros y entre ellas la suya.

Él estaba ahí, en esa cárcava, junto a docenas de cuerpos sin nombre y esto le enfureció. Recuperó su rebeldía y se convirtió en torbellino arrancando crucifijos, angelitos y centros de flores de las otras tumbas.

Ya desfogado, se acercó hasta su viuda e intentó rozar su cara. Ella sonrió llevándose la mano a la mejilla. Ese gesto le dio la paz deseada y deslizándose entre una madreselva se esfumó.

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