Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

86. Viernes (Anna Lopez / Relatos de Arena)

El naufrago consiguió alcanzar tierra firme en el día más caluroso de aquel  mes de mayo; la playa estaba llena de bañistas que se tendían sobre las arenas como filetes en una plancha —vuelta y vuelta— deseosos de que su piel acusara los efectos perversos de la radiación y resultara, de ese modo, más atractiva para el sexo opuesto, o para cualquier sexo —qué más da—. El recién llegado en cambio, lucía un color tostado con destellos de bronce que fue la envidia de los que pudieron observarle salir del agua medio en cueros, el pelo ensortijado y revuelto, adornado de algas y arena, la barba crecida de un hipster, aunque descuidada y sucia, al más puro estilo hippy.

Desde el chiringuito, Bernardo observa la llegada del extranjero mientras pide a gritos una caña, —o mejor, un cañón —y se ríe de su ocurrencia —qué cachondo soy, un cañón.

En la orilla hay jaleo; el moreno se ha derrumbado. Al rato aparecen los de la Cruz Roja. Bernardo pide otra cerveza. En la tele, la alta comisaria de las Naciones Unidas para los refugiados abre y cierra la boca mientras el resto de los peces del acuario aplauden.

85. Aprovechar el retroceso

Ya en el cuartucho, el funcionario de vigilancia aduanera  deja que se me acerque el perro que resulta ser muy cariñoso y, cuando lleva un rato olisqueándome, de pronto se da la vuelta y mira al agente moviendo levemente la cabeza arriba y abajo como admitiendo lo que ya se suponía, esta mujer está llena de bolas y el vigilante lo cree a pies juntillas porque este perro es único detectando cosas que a alguien le explotarán.

Pero resulta que este aduanero  es en realidad un convertidor de sueños, de esos que  cualquier cosa que esté pasando te la convierte en sueño para poder despertar y quedarte lo que quieras y soltar lo que sobre. Y saca un extraño mecherito de chispa acercándomelo a la bocana del ombligo y a los pocos segundos se me  dispara el cañonazo por la tronera de retaguardia y allá van todas las bolas  como balas . Y lo mejor de todo no es  el retroceso que me lleva de nuevo a mi aldeíta del Urumey de donde no he llegado a salir huyendo de la miseria,  sino la persistente sordera que no me va a dejar escuchar la oferta de esos canallas del cártel.

84. Demasiado tarde, princesa.

Helen Magnum nació mujer cañón, como todas sus antecesoras. Con un carácter de armas tomar, unas caderas de infarto y los ojos redondos y negros como dos cartuchos.

Aprendió rápido a leer para empaparse de los libros de caballería. Soñaba con ser militar y curtirse en mil batallas; escupir, maldecir y rascarse la entrepierna con fruición tras volarle la tapa de los sesos a cualquier malandrín, pero le obligaron a estudiar urbanidad, puericultura y corte y confección, aptitudes éstas que bien hubiera querido aprender William Wellington, quien nació verdugo por desgracia y por genética, al igual que todos los Wellington de los que se tiene constancia. Heredó éste además, el aspecto enclenque, casi enfermizo  y esa voz dulce y aflautada que todos habían tratado de enrudecer sin éxito al pedir el último deseo al reo.

– Bésame, pidió Helen toda vez fue condenada por adulterio. William supo que el destino había vuelto a ser un maldito canalla, que esa boca disparaba sin mirar, sin pensar, que si él no fuera su verdugo nunca esos labios le hubieran disparado tal proyectil.

Abrió la trampilla y la soga se ciñó con fuerza

83. COMPETITIVIDAD (Petra Acero)

Una mosca zumba junto a su nariz. Suelta un manotazo, pero no consigue derribarla… A su lado, el novato reacciona acercando la antorcha —de polietileno policromado, muy manejable y liviana— a la mecha del cañón…

—¡No dispares, joder!… Solo espantaba una mosca cojonera (“Como tú”, piensa)… ¡Un maldito insecto! (“Como tú”, insiste pensando)… ¡No me jodas, Alelardo!… La señal convenida es levantar el pulgar. ¡Céntrate, tío!

Entre dientes, continúa quejándose:

—Mucho máster y mucha hostia, pero de experiencia nada de nada… Así, no hay forma de ganar esta guerra.

Para Abelardo es su primera batalla, su primer trabajo. Por eso está nervioso. Y, además, por muy pacifista que sea, tendrá que disparar. Memoriza el manejo de cada arma reglamentaria —excepto el cañón y el lanzallamas, alquilados en el último momento—. Tras el reparto, a su bando le corresponde el cañón. Abelardo hubiera preferido el lanzallamas, de munición amarilla. ¡Le da suerte ese color! El cañón dispara bolas azules…

Abelardo siente un golpe en la frente y se le nubla la vista… Eliminado del campo de batalla, escupe la pintura amarilla que le chorrea hasta la boca… Mientras, su compañero alza ambos pulgares.

82. Descendientes

La solitaria pieza de artillería retiene el aliento sobre la colina, mientras el oficial, huesudo y envarado, se atusa los bigotes calculando la distancia. El viento se enamora de su casaca raída, que parece competir con el portador en aparentar edad. Da una orden a un soldado regordete y sudoroso, y este, como un autómata, se afana en recargar, a la vez que salmodia una oración a esa boca desdentada y negra. El superior susurra una chispa en el oído del cañón, que da un respingo de placer. El orgásmico proyectil sale a toda velocidad. El sonido vence, y los pájaros se retiran en desbandada gritando las mismas palabras de todos los días. El infante, abatido, introduce la esponja humedecida, que refresca el interior del ánima y apaga los posibles rescoldos.

Ya conoce su expresión sin ni siquiera mirarlo.

-¿Es qué no lo ve, capitán? Solo son molinos.

81. NOCHE DE MAYO

NOCHE DE MAYO

A mi izquierda, veía mi reciente pasado: la fila que hasta aquí me había arrastrado, compuesta por desolados parroquianos y que se perdía en la oscuridad de la noche primaveral bajo un murmullo de lamentos.

A mi derecha, mi futuro: los cuerpos de varios hombres  yacían inertes sobre regueros de sangre.

El panorama era desolador. Yo,  con blanca e impoluta camisa, ante un farol que  iluminaba la escena, mi cuerpo y mi alma…   levanté mis brazos al cielo, ofreciendo mi rabia  ante ocho cañones de fusiles, tras los que se escondían unos rostros anónimos, quizá cobardes, quizás avergonzados hombres que, exhortados mediante órdenes en francés, esperaban la señal de disparar.

De pronto oí una voz que en tono jovial,  me llamaba…

¡Eh tú, madrileño de la camisa blanca… ¿qué haces ahí muchacho? –me decía mientras se acercaba a mí-.

¡Era Paco! Sí…  Francisco de Goya que, pincel en mano y tras un caballete, me había reconocido.

En ese mismo momento una susurrante voz me decía:

“Señor ya es la hora de cerrar”. Era  una vigilante del Museo de El Prado que cogiéndome por el brazo, me acompañó amablemente hasta la salida.

 

IsidroMoreno

80. PERDIDO EN EL PARAISO (Estíbaliz Dilla)

Del cañón nº1 al cañón nº2 distan no más de cincuenta metros, y en ese escaso trayecto para mis botas de soldado he pisado más de sesenta y dos cuerpos, amontonados en posiciones extrañas, descoyuntados, ensangrentados, sin un aliento de vida que pueda confirmar que alguno aún pueda sentir mi liviana existencia cuando lo aplasto en mi avanzar. Al llegar a la trinchera donde se afana en dar órdenes acertadas el capitán de nuestra compañía, le muestro con energía el mensaje que yo estaba encargado de entregar.

Del cañón nº2 al cañón nº1 de regreso en mi cadavérico recorrido, tras haber esperado diez minutos a que nuestro superior me confiara una respuesta, dejo de contar hombres que ya han traspasado fronteras y duermen esta noche en el paraíso, y me concentro en imaginar tu rostro, con esa sonrisa que me cura todos los males, para cerciorarme de que yo también estoy en mi propio edén, ya sea aquí en la tierra con los casi muertos o allí arriba con las almas que ya descansan.

79. La primera vez.

La primera vez que mis compañeros de armas y yo, escuchamos ese estruendo, pensamos que el cielo se abría por encima de nosotros. Pero no era el cielo lo que se nos caía encima, si nó un infierno de fuego y muerte que los sarracenos nos mandaban desde las murallas para detener nuestro avance en el sitio de Sevilla.

Todos nosotros nos persignábamos, besábamos la empuñadura de nuestra espada y continuábamos avanzando hacia aquellas oscuras bocas que escupían fuego y metralla. Pasamos del terror del primer estruendo, a cerrar filas y continuar con nuestro trabajo, que no era, ni es otro, que la guerra. Cualquier barbarie se normaliza con rapidez en el campo de batalla querido amigo.

¡Salud!

78. HAZAÑAS BÉLICAS

Los cañones los colocaba siempre en retaguardia, como mi padre me había enseñado. Y es que él sabía de eso, que había servido de artillero. Luego venían los carros de combate, los jeeps y los camiones con pertrechos. Los soldados avanzaban amparados tras los tanques. Eran cientos, de tamaño no superior al centímetro, y coloreados según fueran americanos, japoneses o alemanes. Esa tarde la batalla era la de Montecasino y había construido la abadía a base de cajas de cerillas para las paredes y cromos de cartulina como techo. Una vez colocadas las tropas de ambos bandos, comenzaba el tiroteo: cerbatana de arroz para la fusilería y garbanzos como munición de los cañones. La aviación –había también aviones– no se andaba con chiquitas y dejaba caer piezas de plomo sobre las fortificaciones. Así, ora actuando con un bando, ora con otro, podían pasar varias horas sin sentir. Pero esta mañana, los soldados tuvieron que arreglarse solos, porque tenían que operarme de las anginas. Cuando volví, nada estaba en su lugar. Aún siento, alguna noches de insomnio, la rabia de no poder saber quién ganó la batalla. Y no me vale lo que pongan los libros de historia.

77. Fortunato (un hombre con suerte) Virtudes Torres

 

Fortunato Buendía Alegre, nació feo y patizambo. Creció con los dientes rotos por una coz de Mistela, la mula.

Era cerrado de mollera y en el colegio aprendió poco…, muy poco… ¡Nada!

Cuando pasaba alguna desgracia, siempre andaba cerca, eso le dio fama de gafe. Tenía pocos amigos y amigas ni una.

Intentó suicidarse. Probó con pastillas, antes, leyó el prospecto y pensó que tenían demasiadas contraindicaciones. Se preparó un  coctel con amoníaco pero el olor no le permitió tomar un trago.

Se tiró desde una ventana, justo en el momento que aparcaba un tractor cargado de alpacas de paja. Tomó la escopeta de dos cañones de su padre, la cargó y apretó el gatillo. La cabeza de jabalí trofeo de caza de su progenitor cayó al suelo rompiéndosele un colmillo.

El padre lo mandó al campo con las ovejas. Allí observó el vuelo de los pájaros, estudió las formas de las nubes, conoció cuándo el viento traía lluvia.

Aprendió a predecir el tiempo con las “cabañuelas” y la gente empezó a pedirle consejos sobre cuándo sembrar, o recoger la cosecha.

En el campo, entre los animales, en plena naturaleza, Fortunato Buendía Alegre logró ser feliz.

76. CONTIENDA DE SENTIMIENTOS

Oigo el rugido de la contienda de mis sentimientos que luchan sin tregua para ganar la batalla.

El olor a pólvora que despide tu corazón me quema y me abruma.

Nunca dejas de combatir con tu silencio porque si lo hicieras con tus palabras no existiría esta guerra que desde hace tanto tiempo nos impide seguir adelante y buscar nuevos caminos.

Tus armas son como cuchillos afilados que rasgan mis sentimientos y no responden a los cañonazos de amor y ternura que te lanzo desde hace tanto tiempo.

Quizás   deba luchar en otro frente,  donde el sol se ponga todos los días, y que al mirar al cielo no vea permanentemente nubarrones  sino halos de luz dorada, ojala mi coraza te derrumbe y desaparezcas para perderte en algún otro lugar del mundo.

Amar es mi manera de vivir y así seguiré haciéndolo por muchas batallas que tenga que librar.

75. Historias paralelas

Napoleón orientó los tres cañones con precisión matemática hacia el cuadro de infantería y disparó. La primera bala separó la pierna derecha de George que iba a casarse el próximo verano, la mano derecha de Henry, padre y deshollinador de su Graciosa Majestad, antes de estallar con toda su metralla y cegar a John, escritor novel, Trevor, rastreador en Winchester y Howard, jardinero. La segunda bala botó en la tierra y como una pelota pasó por las cabezas de cuatro hombres, estibadores de Portsmouth, a los que decapitó antes de perderse en la nada. La tercera bala pasó entre los huecos de los infantes para estrellarse contra un coracero de la Royal Guard, excelente cuidador de caballos de Wellington, que se movía con su unidad. La infantería prosiguió sin demora y en cierto orden su camino hacia el objetivo. No querían mirar atrás. Robert, Morgan y Sinclair miraban a su sargento, esperando compartir con él y todos sus compañeros un buen rancho al anochecer tras la victoria. Ya tendrían tiempo de recordar a los caídos. Napoleón volvió a dirigir sus bocas de fuego hacia el cuadro, dispuesto a hacer más historias como Wellington con André, René, Jacques o Francoise….

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