Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

109. ENTRE RELIGIONES Y TENTACIONES

«Deus, in adiutorium meum indente. Domine, ad adiuvandum me festina…» Con el rezo de vísperas, se rompe la penumbra al prendido de candelas y hachones en hacheros de madera rebosantes de cera reseca. Su centelleo crea juegos de inquietantes sombras en los muros, trepando hasta las bóvedas. El perdurable olor a incienso, el humo de la cera, los ecos de la plegaria; crean un singular ambiente. Se incrementa al llegar los silencios. Silencios, que a través de las celosías, hace audible el almuédano convocando a la oración.

                          Prosigue nuestro rezo: » Magnificat ánima mea Dominum…» Esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida, no proclaman la grandeza del Señor. Mi alma evoca los versos reiterados por Joshua, de su Torá, de nuestra Biblia: «¡ Mi amada es para mí, yo soy para mi amado… Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa            eres! «

                           Terminando el rezo, vuelvo a oír el chirrido de los goznes del portón. Joshua, el médico judío, ha terminado la cura de la madre Micaela. Se va solo. » Et ne nos indúcas in tentationem, sed libera nos a malo. Amén.»  Permanezco en mi cenobio, que muero porque no muero. Con mi Dios, Yahvé y Alá.

                       

108. Plácidamente Calamanda Nevado

Caía apacible la tarde, y yo caminaba sin prisas. Bullía en mis bolsillos el dinero de la nómina recién cobrada. Las voces de una discusión me sorprendieron y me dejé llevar por ellas hasta la estación del ferrocarril. Atravesé su vestíbulo y vi que un hombre de mediana edad, muy sonriente, una mujer y unos niños, se me aproximaban.
Él andaba con prisas, como sin tiempo que perder. Su elevada estatura se inclinaba hacia delante y atrás, desequilibrándolo. Tropezó junto a mí. Como pude puse mis fuerzas y reflejos en marcha, y poco a poco lo esquivé.
Cuando la mujer gritó a mi lado –Samuel- él la miró. Su voz seducía, me giré para verla y dejaron de interesarme los demás.
Era guapa, menuda, de color, y se movía excesivamente. Parecía celebrar algo. Ni la esperaba tan cerca, ni creí que albergara tanta dulzura hacia aquél hombrón que luchaba por estabilizarse.
Ella comenzó a sonreírme inesperadamente, y a abrazarse a él y a mí a la vez. Así estuvimos hasta que les retiré los brazos, cogieron a los niños y echaron a correr.
Mientras se alejaban escuché como decían: -Ya está. Nos queda solo esperar la salida del tren-.

106. La santa (Pulgacroft)

A Tere, le pusieron el nombre por la santa. De familia muy católica y muy apostólica – romana no, que eran de un pueblo cerca de Ávila-  Tere salió mujer de su casa honrada, decente, buena madre y buena esposa. Y muy devota, eso también. Pero tuvo mala suerte con Juan. Cada vez que él llegaba de la tasca, aquello era una cruz. Él la llamaba “su santa” pero le daba muy mala vida.
Hace un año, harta de aguantar, Tere cogió a sus hijos y le dejó. Ahora se gana la vida en la capital fregando portales mientras se acuerda de aquello de Teresa de Jesús de “qué duros estos destierros” pero también piensa que si la santa decía que Dios estaba entre los pucheros, también estaría entre las fregonas. Saca para ella y para los niños y va tirando…
Juan no ha dejado de buscarla, y como preguntando se llega a Roma, llegó primero a Ávila.
Antes de ayer, agachada fregando una escalera, le entró una cuchillada en el costado, como un dardo.
Oye palabras lejanas: gravedad, coma… pero Tere, lo único que siente es la mano de sus hijos y que aquello debe ser, por fin, el cielo.

105. Destierros

Esta cárcel, estos hierros que me separan de ti, no son de este mundo. Pertenecen al cual del que yo procedo; un lugar que muere y mata, a la vez. Porque cuando este universo desaparezca, solapado por dos cubiertas, y se esfume de entre tus dedos, tendré que ir con él. Cuando pongas fin a la historia, dejaré de ser persona para volver a ser ese personaje que espera —agazapado entre palabras, líneas y párrafos— un nuevo renacer. Pero ya nadie, jamás, volverá a verme como tú me has imaginado. Ni siquiera tú mismo. Aunque vuelvas, encontrarás en mí a otro, lo sé. Siempre pasa, y pasará. Pero no te apures, ese es mi oficio. Aún así, duele saber lo que me espera pues, no sabes bien, qué duros son estos destierros.

104. Cadenas perpetuas (La Marca Amarilla)

Desde que nací, vivo con un lobo dentro de mí, un depredador que no soy yo.

O quizás no sea un lobo, quizás sea algo peor, porque a un lobo se le conoce y lo que me está matando es desconocido. O eso dicen los facultativos.

Y uno se acaba cansando de esta condena que padecemos una persona de cada millón de habitantes. Esa una soy yo, y ese millón, vosotros.

¿Acaso no es injusto?

Pero no, no busco justicia. No quiero encontrar culpables.

Busco la libertad. Odio vivir en esta cárcel, estos hierros me oprimen en exceso y necesito respirar.

Y si uno no respira, acaba muriendo.

103. Hamlet

Duerme en el teatro, en la cama en la que imaginariamente enfermo interpretó a Moliere, en la que le hizo el amor a Melibea, con las bambalinas apagadas y el eco de los aplausos esfumándose por el patio de butacas.

Hace tiempo que no cuelgan el cartel de “localidades agotadas”. Las deudas forman parte ya del decorado y el telón de su espectáculo lo echó definitivamente Ofelia, su Ofelia, cuando sin despedirse, hizo mutis por el foro dejándole un desahucio anunciado y una llaga, en que el alma está metida, que aún supura.

En esa desazón, en ese “Ser o no ser” sin declamar, la calavera le sonríe burlona y se escapa de sus manos para elaborar parsimoniosamente un nudo con la soga de la tramoya.

102. Morriña (Barlon Mrando/Juan Fuente)

En el puerto de A Coruña el mar todavía duerme cuando el carguero “Hércules” comienza a desperezarse. Una moneda perdida se agazapa contra el suelo bajo cientos de pies que esperan para embarcar. Una patada fortuita la hace tambalearse: sale cruz. Miguel besa a sus niños, que lo miran desconcertados, sin saber si deben llorar. Luego observa a su mujer, en silencio: todas las palabras están dichas, añadir algo más es un lujo que no se pueden permitir. Mira alrededor y ve como numerosas familias se desmoronan igual que la suya, manchando las piedras del suelo de promesas inciertas. Qué duros estos destierros sin culpa ni sangre. Se pregunta si es preferible esta muerte lenta al frío del paredón.

El buque abandona el muelle lentamente, reacio, riñendo con la marea que baja y mirando atrás. Su corazón traquetea perturbado y suelta lagrimones mullidos y negros a través de su gruesa chimenea. No puede soportar marcharse, y esa misma tarde se suicida. Los pasajeros más afortunados perecen pronto, otros cargan sus angustias en otros navíos que acuden a socorrerlos.

Varios días después, el cadáver de Miguel aparece en la playa de Razo, desde donde se ve su casa.

101. Réquiem por Paloma

Pasaron aquellos años en los que despertaba y las estrellas no habían abandonado aún el cielo. Cuando se duchaba sin tiempo de sentir gotas de agua caliente sobre su piel y volaba hacia la cocina, mientras, su labrador la perseguía con la correa entre los dientes; oía las tripas de las mochilas, de sus dos hijos, vacías de libros y ásperos resuellos procedentes de la cama de matrimonio, a la vez que el cuco del reloj la amenazaba con despedirla del trabajo.

Ahora, desde que la pequeña se hizo mujer y marchó con un foráneo, el mayor emigró al extranjero y ella cayó en el abismo del desempleo y la apatía, ha quedado atrapada en una vida larga y monótona: mañanas de paseos con la bolsa de la compra y tardes con el único reto de servir el menú a su marido.

Pero nadie sabe que, deambulando sola por el parque, ha conseguido entender el canto de los pájaros e incluso, a veces, levita y entona a coro con ellos una elegía. Quizás por eso, todos se sorprendan el día que aparezca colgada de esa rama sobre la que cada amanecer pía, compungida, un ave dentro de un nido vacío.

100. DING, DONG, DING

Pedro oía música en todos los sonidos, fuesen agudos, graves, melódicos o chirriantes. La responsable de tal habilidad era su madre que, estando embarazada, ponía música a todas horas. Si era bueno para las plantas, mejor sería para su chiquitín, pensaba.

 

Cuando nació, el paritorio se llenó de notas musicales, porque, al contrario que otros bebés recién nacidos, Pedro no lloraba, sino que cantaba bajito y suave.

 

Su primer sonajero emitía unas notas tan armoniosas que ya no hubo duda: el niño, a la fuerza, sería músico.

 

A su madre, el día que Pedro debutó como director de la orquesta sinfónica de su ciudad, con solo dieciséis años, solo esperar la salida de su hijo al escenario, con cientos de flashes preparados para captar el momento, le hizo olvidar que, durante nueve meses, casi diecisiete años atrás, todo el mundo se reía de ella porque acercaba los auriculares del walkman  a su barriga y no se los colocaba en las orejas.

99. El maridaje perfecto (Izaskun Albéniz)

Lo tenía todo listo; planificado de antemano, como a ella le gustaba. Cuando volvió del restaurante bebió un largo sorbo de vino narcotizado, echó un último vistazo al retrato que presidía la pared, y se abandonó al letargo.
Atiéndame, niña. Yo también sufría, como usted. ¿Ve las espinas alrededor de mi cuello? Vivía cautiva en esta cárcel, estos hierros que postraban mi cuerpo y condenaban mi alma a la vida que ya no quería… Mire el colibrí colgando como un dije funerario, niña. Nuestro amor se convirtió en una soledad infinita con cada desliz de Diego, y cada niño malogrado… La esperanza dejo de llamar a mi puerta. Pero hoy, si pudiera, no renunciaría a la lucha, no le dejaría ganar la partida al dolor… Despierte, niña.¡Despierte!
Un ruido de cristales rotos la despertó y se incorporó sobresaltada. Miró la pared vacía y deslizó su vista hacia el suelo, desde donde Frida la miraba fijamente sobre un manto de cristales rotos. Derribó el resto del vino con un manotazo seco. «Los somníferos y el vino no son el perfecto maridaje», concluyó comenzando a recomponer su ánimo quebrado. Probablemente Raúl y ella misma tampoco lo fueran.

99. El afamado lienzo sobre la Batalla de Waterloo

Y al toque de la trompeta, la última línea defensiva se batió en retirada, y el pánico cundió entre sus filas. A pesar de esto, el regimiento francés conservaba algunos valientes, que, con la espalda encorvada y el mosquete recto, se enfrentaban a las tropas prusianas y a sus 92 cañones. Entre estos gallardos guerreros, se encontraba Bruno Fontaine, que arrastraba por el lodo a un soldado moribundo, atravesado por una enrabietada bala de arcabuz.

Su mosquetón se había estropeado bajo el incesante y frío tamborileo de la lluvia, cuando los enemigos habían rechazado a la caballería francesa y se habían abalanzado sobre la maltratada infantería. El arma había sido abandonada cuando Fontaine había hincado la bayoneta en el pecho de un prusiano.

El cuadro, enmarcado en una madera discreta pero elegante, mostraba esta escena con un resalte de colores oscuros sobre el cielo, y de colores chillones sobre los uniformes de los soldados.

98. Destino

 

La caída del costal barrena el agua y le lleva al fondo. Olas agitadas y las curiosas medusas. Una cuchillada a tiempo, unas rasgaduras en la tela ponzoñosa del fardo. Le queda solo esperar la salida. Del saco, del mar de If. A comerse el mundo. A hacerse con el tesoro difuso del abate loco, escondido en la isla ignota. Le aguarda el zurcido de traiciones antiguas que le desnudaron el alma. Y la venganza, ese guiso que se come frío, gélido.

 

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