Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

61. Nardito Conde, alias el Botas (María José Escudero)

Nardito era menudo, inquieto, lo que se dice un puro nervio. Corría como un rayo, y siempre jugaba al balón con los pies desnudos porque era el único de la banda que no tenía zapatos ni para los domingos. Abrigado apenas con una chaqueta liviana, cargaba cada madrugada con su haz de periódicos y, apostado a la entrada de la estación, gritaba y gritaba hasta quedarse sin voz: “Aviso, ha salido El Aviso…”. De regreso a casa, se paraba en Almacenes La Gaviota y, pegada la nariz en el escaparate, soñaba que eran suyas aquellas botas marrones que siempre estaban expuestas.
Un atardecer oscuro, jugando en la Plaza Vieja, la pelota desinflada huyó por la carretera. Nardito, raudo, salió tras ella, pero, antes de que la atrapara, un sidecar alocado desbarató la escena, y nuestra niñez quedó tendida sobre la frialdad de la acera. Todavía me causa dolor tan fiero recordarlo. Galindo y yo nos abrazamos. Luego él desató su bota izquierda y yo mi bota derecha y se las pusimos con cuidado.
Al día siguiente, la madre, de luto riguroso y con un fardo de amargura bajo el brazo, voceaba dolorida por las calles: “Aviso, ha salido El Aviso…”.

60. Amarillas, rosas y azules.

Se conocieron anoche, en la fiesta de jubilación, y hoy se levantaron en el piso de él aireando sus vidas y recogiendo los bártulos. Empezaron ordenando los cacharros de cocina; después limpiaron el baño y, cuando pasaron al dormitorio, hicieron su maleta con lo imprescindible, que era todo. Terminaron guardando los cuadros, títulos y certificaciones que decoraban las paredes del salón. En la casa de ella no había loza que fregar ni ropa que recoger, pero las cajoneras escondían más folios, subrayadores y pósit amarillos, rosas y azules que flores tenía el campo. Y al enfrentar las baldas que les sonreían bajo el peso de libros y archivadores, a él se le escapó un uf, qué grande es esta casa, y a ella un ay, qué larga es esta vida, y a los dos un qué caray, si podía vivirse dos veces, y qué bueno, ¿no?, y que viva la esperanza de vida esa, y que viva, viva, viva… Se hicieron unos selfis, mandaron unos whatsapp a sus hijos diciendo que se ausentarían una temporadita, y se echaron a la calle con el corazón henchido, las manos entrelazadas y las ideas locas.

59. MONTAÑAS DE PAN (PURIFICACIÓN RODRÍGUEZ)

Nunca pensé que una frase tan sencilla, de tan sólo tres palabras, fuera a provocarme tal torrente de lágrimas.

—Montañas de pan—, repetía un anciano republicano español superviviente del campo de exterminio nazi de Mauthausen. Esas tres palabras habían sido su única obsesión dentro del infierno.

Con tristeza, aunque sin rencor ya, hablaba del horrible frío, del trabajo inhumano pero, sobre todo, del hambre sin bordes que atenazaba continuamente su estómago como una garra atroz. Para conservar la esperanza, olvidó los manjares que más le gustaban antes de llegar a aquel campo y decidió pensar en un alimento posible, básico y humilde. Y eligió el pan.

Desde entonces, cada día soñaba con montañas de barras, y cada noche se juraba a sí mismo que, si escapaba vivo de allí, serían lo primero que comería. Hasta hartarse.

Concentró sus mermadas fuerzas en sólo esperar la salida y pudo cumplir su sueño porque sobrevivió al horror para contarlo.

Yo tardé mucho rato en dejar de llorar.

58. LLORAN MIS VENTANAS (Estíbaliz Dilla)

Afuera nieva. El paisaje se ha convertido en una estampa que hace mucho no contemplaba. Sin embargo, permanezco dentro de esta cárcel en que el alma está metida, rodeada de cuatro paredes sin ventanas, sin posibilidad de admirar el invierno en todo su esplendor.

Mientras tanto, el paso de los minutos discurre lento y pesado como losas de mármol entre tanto silencio. Se instala la apatía, la negligencia, el desinterés, en definitiva el previsible hundimiento. Al aburrimiento se le suma la impotencia, la ignorancia y la inconsciencia y el resultado es completar las horas inventando relatos y escribiendo cuentos que cuelgo en webs y en blogs que me llevan a otra dimensión.

Entre tanta desidia esparcida la vida se desintegra cual suela cuarteada por el tiempo desperdiciado y decido dar la vuelta a la tortilla antes de que se queme. Con gran fortuna encuentro esa faceta literata y positiva que me salva de un agónico mutismo.

Cuando salgo de la prisión bajo libertad condicionada, llego a mi hogar cargada con docenas de lágrimas condensadas en el cerebro y el mecanismo de retención de mi cuerpo reacciona relajándose al contraste de la calefacción y lloro desconsolada al igual que las ventanas.

57. Alquimias desalmadas (Eva García)

Tengo miedo. Apenas le reconozco.
Primero fueron los corazones y sesos de la casquería: le traía de vaca, de cerdo, de cordero, de caballo… Había montado un alambique y requisado todos los tarros vacíos que yo tenía en la despensa para envasar mermeladas. Creo que no logró destilar nada interesante, porque su frustración flotaba en el comedor como una nube negra, que solo se disipó cuando comenzaron sus charlas con el párroco y las visitas a la biblioteca. Un día llegó exultante: dijo que ya no necesitaba más despojos de animales.
Pero entonces vino lo peor: compró una enorme balanza de precisión, salía solo hasta bien entrada la noche y empezaron a desaparecer los indigentes del barrio. Esta vez la oscuridad se extendió por casi toda la casa; por lo visto la culpa la tenían 21 gramos de diferencia y un tal MacDougall.
Desde que frecuenta ese templo zen, el aire ha recuperado su transparencia. Parece que ahora se ha empeñado en que el alma está metida en la mirada, no sabe con certeza si anclada a la retina o disuelta en el humor vítreo. O al menos eso murmura mientras afila una legra y observa sonriente mis pupilas dilatadas.

56. La anatomía del viajero (Patricia Richmond)

Yacía sobre la camilla y nosotros seguíamos atentos las explicaciones del forense.

Le quitó el sombrero, le abrió el cráneo y una aurora boreal ascendió desde el interior de su cabeza hasta el techo del aula. Nos acercamos para admirar la delicadeza con la que el profesor le levantaba los párpados. Sus ojos mostraron un paisaje helado en la retina derecha y la imagen de una bella mujer desnuda en la izquierda.

Siguió cortando y separando para dejar el pecho al descubierto. Allí un reloj parado ocupaba el lugar en el que había latido un corazón.

Examinamos los restos atrapados bajo sus uñas: espinas, fragmentos de cristal… Era evidente que, en sus últimos momentos, se había aferrado a una situación dolorosa.

¿Causa de la muerte? Me arriesgué y respondí que era un caso de muerte por asfixia a causa de la zozobra en que el alma está metida cuando comprende que ha perdido la esencia que daba sentido a su existencia.

Entonces el viajero se levantó, recogió su sombrero y me lo colocó en la cabeza. Ve a buscarla —me pidió— y suplícale que me perdone.

Le pregunté el nombre de su amada. Libertad —suspiró. Y volvió a la camilla.

55. HASTA EN EL ÚLTIMO INSTANTE (GABRIEL BEVILAQUA)

—Ay, qué larga es esta vida.
—¡No, no, no! Pensá que la protagonista siente el peso de cada uno de los años que le restan por vivir —demanda el director.
—¡Ay, qué larga es esta vida!
—Ok. Vamos mejorando; ahora acompañá la frase con el gesto de llevarte una mano a la frente.
—¡Ay, qué larga es esta vida!
—Ok. Pero decime: ¿vos nunca oíste aquello de que los ojos hablan?
A la mujer, de los nervios, se le nubla la vista.
—¡Así! —grita el director—. Eso es lo que quiero.
—¡Ay, qué larga es esta vida!
—Ok. Pero también podrías…
—Ya no aguanto más —susurra la actriz, y, mientras piensa que aún le restan ciento cuatro líneas del monólogo con que inicia la obra, se dirige hacia la banqueta donde ha dejado sus cosas.
—… inclinar ligeramente el cuello hacia atrás —alcanza a requerir el hombre antes de que la mujer le clave su viejo paraguas en el pecho.
Poco después la actriz dice: «Gracias a la lluvia», y el director, con su último aliento, juzga que: «Aunque esta improvisada línea no estuvo del todo mal, lo cierto es que le faltó mucho más júbilo en la entonación».

54. La obstinación de la memoria

El paso de los días no hace sino reforzar la certeza de tu recuerdo en mi memoria. Por la noche, al cerrar mis párpados, surges de entre brumas y contornos como escurridiza, como etérea; pero pronto te vuelves contundente, nítida, cierta. Por eso me afano en nimiedades, por eso me desgasto en ires y venires fatuos buscando extenuarme para no soñarte. Pero nada resulta: al final del día el esfuerzo en lugar de cansancio me da bríos que se traducen en insomnio, e imagino letras para escribir tu nombre, colores para pintar tu rostro. Entonces sonrío y me lamento porque es cuando más desearía—y no—poder liberarte de está cárcel, estos hierros que se aferran en mantenerte presa en mí.

53. No sé quién soy

Aquellos días, ¡odiaba tanto a Ana! Fui feliz cuando Víctor la asesinó. Primero cambiando su aspecto, después el envenenamiento lento con hormonas y en la operación, la remató.

— Lo había conseguido— grité al mundo en mi ingenuidad, pero al poco tiempo me di cuenta del gran error cometido. Al mirarse ante el espejo, Víctor añoraba lo que ya no tenía y le asqueaba el atributo recién implantado. ¡Ay, qué larga es esta vida!, si después de vivir tanto tiempo atrapado en un cuerpo, tampoco el nuevo satisface. Para más complicación, aquel apéndice maldito comenzó a rechazarlo.

No puedo más, madre, debo poner fin a este sufrimiento. Cuando leas esta nota, perdónanos a los dos.

52. LA MISIVA

    Mi señor , aquí estoy desprovista de toda riqueza para seguiros a vos, se que el abandono de mi cuerpo ante vuestros halagos me traerá malas consecuencias, pero con solo sentir vuestro aliento es suficiente para hacerme sufrir de amor.

     Mi aya me dijo de niña que los hombres como vos no eráis trigo limpio y que no debía acercarme ,ni para percibir el calor que emanase de vuestro cuerpo lleno de lujuria y de pecado.

     Solo esperar la salida  de este laberinto de pasiones para encontrarme con vos es lo que me mantiene viva día tras día. Dicen que sois un tarambana y un mujeriego, pero esos ojos con los que me miráis me dicen lo contrario  y solo a ellos les creo.

     Mi cuerpo empapado en sudor frío desespera ante vuestra gallardía cuando pasáis a mi lado, sin percataros de este fuego que devora mi interior,de ahí que os escriba estas letras para que obréis según los dictados de vuestro corazón.

51. Diminuta utopía

Cautiva, sobre mi pedestal, de mí desdicha por tenerte y no alcanzarte. Aguardo, me extingo, durante la espera despiadada y cotidiana, que me consume sepultada e invisible bajo las notas musicales de la impotencia. Cautiva ante la eternidad del tiempo a menudo demasiado momentáneo, aquel que desde su primer segundo fue capaz de agrandar los latidos de mi corazón minúsculo.

 

Danzo al encuentro del mediodía, para que se disipen mis nieves, mis fríos, mi invierno. Y en la media noche, imagino que por fin vuelas libre, mientras convierto mis fouette en tournant en mil soplos de vida mágicos que atraigan tu atención, que me aproximen hasta ti. En la certeza de que no lo conseguiré, pues no es más que la paranoia en que el alma está metida.

 

Preso tú del tiempo, presa yo de ti, y de ese cu-cú que ansío se diluya cercano a la retahíla de notas tristes vomitadas desde mi carillón. ¡Que se detengan las horas, pues quiero mirarte y que me mires!

Sólo de ese modo, podrá mi confusión eterna soportar el borde filoso con que nos intimidan las horas. Sólo entonces, ya frente a frente, comprenderás que estoy a tu alcance, propicia para tu vuelo.

50. LA REFITOLERA – Inés Z.

Ella no era consciente, pero su presencia ponía un poco de luz en el refectorio de San Nicolás. Y es que Teresa hacía algo más que limpiar, también desempolvaba los sentidos de los viejos curas desahuciados de aquel convento. Muchos eran los que alargaban la sobremesa intentando captar de Teresa un soplo de vida, aunque la mujer solo reparaba en uno de ellos: aquel que hace años saco el hambre de sus tripas.

Para el padre Pisón eran duros esos destierros, esa cárcel, esos hierros a los que sus huesudos dedos se agarraban esperando poder abrir la cancela. Él quería vivir. Sin importar que fueran dos días o dos meses. Necesitaba seguir sintiendo a Dios en cada palabra, cada gesto que dedicaba a sus semejantes. Por eso sus ojos se iluminan al escuchar la oferta de Teresa.

Ambos organizan su fuga un viernes. El padre sale por la ventana que da al huerto y corre entre las lechugas hasta llegar al coche. Cuando ocupa su asiento, mira a la mujer que la providencia ha puesto en su camino; algo en ella le resulta familiar. Teresa entiende su olvido y no le importa. Los favores se devuelven si el destino lo permite.

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