Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

91. EL PRECIO (GABRIEL BEVILAQUA)

La nave abandonó el cañón en el patio de nuestra casa. Parecía antiguo y medía unos dos metros de longitud. Mamá, papá y el abuelo se pusieron a discutir sobre si era francés o alemán, si lo habrían usado en Waterloo, o si valdría lo suficiente como para liquidar la hipoteca. A mi tía, en cambio, le había dado por colocarle margaritas en la boca. Yo no podía entender cómo no se enfocaban en lo que era realmente importante: ¡la nave alienígena! Harto de tanta discusión bizantina me retiré a ver la tele. Recién a la noche volví al patio. Mi tía permanecía junto al cañón pero ataviada con un traje ceñido y un casco. Se alegró de verme y me pidió que la ayudara. Me dijo que siempre había soñado con ser una mujer bala y que había llegado el momento de concretar su sueño. Razoné que aquello suponía demasiados riesgos, pero me entusiasmaba la idea. Al punto que, casi a la medianoche, disparé el cañón. Mi tía cortaba dichosamente el perfil de la luna cuando la nave alienígena la abdujo. No obstante, lo más extraordinario es que nadie en mi familia, excepto yo, la recuerda.

90. El anhelo por una batalla

Como si lo efímero rasgara lo eterno, las balas trazadoras relampaguean en la oscuridad describiendo el objetivo a los morteros, que estragan al enemigo. La vanguardia de los verdes avanza impertérrita hacia la colina. La resistencia gris maniobra, intenta repeler pero al fin cede, recula y se aleja. Los verdes festejan; los grises, se lamentan: hoy les toco perder.
Una voz omnipotente se escucha desde lejos, en todo lo alto:
—¡A cenar!
Inmediatamente el tiempo deja de ser, y luego de que unos pasos presurosos se alejan, todo queda en silencio.
—¿Habrá revancha? —se atreve a preguntar uno de los soldados recién desempacados.
—Quizá —responde un magullado capitán antes de regresar a su plástica inmovilidad—. Dependerá si Juanito se come todas sus lentejas.

89. ASÍ DE EXTRAÑO (Pulgacroft)

Nadie supo  qué hacer con aquel cañón que apareció escondido entre los matorrales y la maleza, así que decidieron sacarle lustre y ponerlo en el centro del jardín.
Una mañana, muy temprano, se oyó un gran estruendo que despertó a todo el mundo. Cuando aparecieron en bata y zapatillas todos los de la casa, comprobaron extrañados que de la boca del cañón todavía salía humo negro.

A miles de kilómetros, allá en el Bósforo,  una bala perdida de cañón impacta contra un velero. El capitán cuenta, con extrañeza, sólo 9 cañones en una de las bandas y aunque su bajel ya se va a pique, se enorgullece de su bravura y de no haberle temido nunca a nada.

88. Años de olor a romero

Olía a romero. También había cardos y aliagas. El patio del fuerte que siglos atrás defendió la bocana era nuestra selva después de clase. A través de la maleza, que nos arañaba las canillas, lográbamos conquistar una aspillera. Acodados allí, entre mordiscos al pan con chocolate, vimos balleneros, oímos cantar sirenas, nos sorprendió un barco pirata y llegamos a distinguir un submarino en blanco y negro emergido de alguna matiné.

Esa tarde subimos por la escalera de caracol a la explanada del techo. El cañón, aún apuntado al horizonte, nos hizo de chalupa. “Hay mar gruesa, ¡cuidado!”, gritó mientras fingía equilibrios sobre el bronce. Un traspié. Cuando pude reaccionar, ya se había roto contra los bloques de la escollera.

Ahora los niños no juegan en el fuerte. Lo restauraron y es el Museo de Arquitectura Defensiva. La visita les aburre. También a mí, que hoy he venido con la desesperanza de avistar otra vez balleneros, barcos pirata o submarinos desde las aspilleras. Sólo he encontrado lo que traje. Este insufrible olor a romero pegado al recuerdo. Y el canto de sirenas que desde hace veintiséis años me invita a reunirme con él sobre los bloques.

87. NIDO VACÍO

Solo con rozarles la piel sentía el temblor de los proyectiles que los cañones vomitaban sobre las trincheras.

Comenzó por susurrarles al oído palabras tiernas mientras les acariciaba delicadamente el rostro, porque no soportaba que estos muchachos, que habían vivido una guerra no elegida, se alejaran de la vida entre soledad y estruendos amargos.

Acabó por asumir, no sin dolor, que esas camas frías por fuera y calientes bajo el embozo, cambiaran de residente en un excesivo continuo.

Y así como el tiempo escribe la historia, comenzó a sentir un deber inexcusable que transformó su afecto en un cruce de amor y pasión.

Sus manos comenzaron a deslizarse bajo las sabanas a la altura de unas caderas que aunque inertes, eran capaces de sentir el ritmo de unas amantes caricias.

Cada día tenía una intensidad superior al anterior, hasta que las noches de guardia dieron ese máximo posible que no hace falta describir.

Cuando la contienda concluyó en un armisticio, a la espera de la siguiente, ella intentó cuadrar una nueva vida, pero tras varias parejas e hijos, nunca dejó de echarlos de menos, aunque sintiera que no era ético, ni justo, ni sano.

 

86. Viernes (Anna Lopez / Relatos de Arena)

El naufrago consiguió alcanzar tierra firme en el día más caluroso de aquel  mes de mayo; la playa estaba llena de bañistas que se tendían sobre las arenas como filetes en una plancha —vuelta y vuelta— deseosos de que su piel acusara los efectos perversos de la radiación y resultara, de ese modo, más atractiva para el sexo opuesto, o para cualquier sexo —qué más da—. El recién llegado en cambio, lucía un color tostado con destellos de bronce que fue la envidia de los que pudieron observarle salir del agua medio en cueros, el pelo ensortijado y revuelto, adornado de algas y arena, la barba crecida de un hipster, aunque descuidada y sucia, al más puro estilo hippy.

Desde el chiringuito, Bernardo observa la llegada del extranjero mientras pide a gritos una caña, —o mejor, un cañón —y se ríe de su ocurrencia —qué cachondo soy, un cañón.

En la orilla hay jaleo; el moreno se ha derrumbado. Al rato aparecen los de la Cruz Roja. Bernardo pide otra cerveza. En la tele, la alta comisaria de las Naciones Unidas para los refugiados abre y cierra la boca mientras el resto de los peces del acuario aplauden.

85. Aprovechar el retroceso

Ya en el cuartucho, el funcionario de vigilancia aduanera  deja que se me acerque el perro que resulta ser muy cariñoso y, cuando lleva un rato olisqueándome, de pronto se da la vuelta y mira al agente moviendo levemente la cabeza arriba y abajo como admitiendo lo que ya se suponía, esta mujer está llena de bolas y el vigilante lo cree a pies juntillas porque este perro es único detectando cosas que a alguien le explotarán.

Pero resulta que este aduanero  es en realidad un convertidor de sueños, de esos que  cualquier cosa que esté pasando te la convierte en sueño para poder despertar y quedarte lo que quieras y soltar lo que sobre. Y saca un extraño mecherito de chispa acercándomelo a la bocana del ombligo y a los pocos segundos se me  dispara el cañonazo por la tronera de retaguardia y allá van todas las bolas  como balas . Y lo mejor de todo no es  el retroceso que me lleva de nuevo a mi aldeíta del Urumey de donde no he llegado a salir huyendo de la miseria,  sino la persistente sordera que no me va a dejar escuchar la oferta de esos canallas del cártel.

84. Demasiado tarde, princesa.

Helen Magnum nació mujer cañón, como todas sus antecesoras. Con un carácter de armas tomar, unas caderas de infarto y los ojos redondos y negros como dos cartuchos.

Aprendió rápido a leer para empaparse de los libros de caballería. Soñaba con ser militar y curtirse en mil batallas; escupir, maldecir y rascarse la entrepierna con fruición tras volarle la tapa de los sesos a cualquier malandrín, pero le obligaron a estudiar urbanidad, puericultura y corte y confección, aptitudes éstas que bien hubiera querido aprender William Wellington, quien nació verdugo por desgracia y por genética, al igual que todos los Wellington de los que se tiene constancia. Heredó éste además, el aspecto enclenque, casi enfermizo  y esa voz dulce y aflautada que todos habían tratado de enrudecer sin éxito al pedir el último deseo al reo.

– Bésame, pidió Helen toda vez fue condenada por adulterio. William supo que el destino había vuelto a ser un maldito canalla, que esa boca disparaba sin mirar, sin pensar, que si él no fuera su verdugo nunca esos labios le hubieran disparado tal proyectil.

Abrió la trampilla y la soga se ciñó con fuerza

83. COMPETITIVIDAD (Petra Acero)

Una mosca zumba junto a su nariz. Suelta un manotazo, pero no consigue derribarla… A su lado, el novato reacciona acercando la antorcha —de polietileno policromado, muy manejable y liviana— a la mecha del cañón…

—¡No dispares, joder!… Solo espantaba una mosca cojonera (“Como tú”, piensa)… ¡Un maldito insecto! (“Como tú”, insiste pensando)… ¡No me jodas, Alelardo!… La señal convenida es levantar el pulgar. ¡Céntrate, tío!

Entre dientes, continúa quejándose:

—Mucho máster y mucha hostia, pero de experiencia nada de nada… Así, no hay forma de ganar esta guerra.

Para Abelardo es su primera batalla, su primer trabajo. Por eso está nervioso. Y, además, por muy pacifista que sea, tendrá que disparar. Memoriza el manejo de cada arma reglamentaria —excepto el cañón y el lanzallamas, alquilados en el último momento—. Tras el reparto, a su bando le corresponde el cañón. Abelardo hubiera preferido el lanzallamas, de munición amarilla. ¡Le da suerte ese color! El cañón dispara bolas azules…

Abelardo siente un golpe en la frente y se le nubla la vista… Eliminado del campo de batalla, escupe la pintura amarilla que le chorrea hasta la boca… Mientras, su compañero alza ambos pulgares.

82. Descendientes

La solitaria pieza de artillería retiene el aliento sobre la colina, mientras el oficial, huesudo y envarado, se atusa los bigotes calculando la distancia. El viento se enamora de su casaca raída, que parece competir con el portador en aparentar edad. Da una orden a un soldado regordete y sudoroso, y este, como un autómata, se afana en recargar, a la vez que salmodia una oración a esa boca desdentada y negra. El superior susurra una chispa en el oído del cañón, que da un respingo de placer. El orgásmico proyectil sale a toda velocidad. El sonido vence, y los pájaros se retiran en desbandada gritando las mismas palabras de todos los días. El infante, abatido, introduce la esponja humedecida, que refresca el interior del ánima y apaga los posibles rescoldos.

Ya conoce su expresión sin ni siquiera mirarlo.

-¿Es qué no lo ve, capitán? Solo son molinos.

81. NOCHE DE MAYO

NOCHE DE MAYO

A mi izquierda, veía mi reciente pasado: la fila que hasta aquí me había arrastrado, compuesta por desolados parroquianos y que se perdía en la oscuridad de la noche primaveral bajo un murmullo de lamentos.

A mi derecha, mi futuro: los cuerpos de varios hombres  yacían inertes sobre regueros de sangre.

El panorama era desolador. Yo,  con blanca e impoluta camisa, ante un farol que  iluminaba la escena, mi cuerpo y mi alma…   levanté mis brazos al cielo, ofreciendo mi rabia  ante ocho cañones de fusiles, tras los que se escondían unos rostros anónimos, quizá cobardes, quizás avergonzados hombres que, exhortados mediante órdenes en francés, esperaban la señal de disparar.

De pronto oí una voz que en tono jovial,  me llamaba…

¡Eh tú, madrileño de la camisa blanca… ¿qué haces ahí muchacho? –me decía mientras se acercaba a mí-.

¡Era Paco! Sí…  Francisco de Goya que, pincel en mano y tras un caballete, me había reconocido.

En ese mismo momento una susurrante voz me decía:

“Señor ya es la hora de cerrar”. Era  una vigilante del Museo de El Prado que cogiéndome por el brazo, me acompañó amablemente hasta la salida.

 

IsidroMoreno

80. PERDIDO EN EL PARAISO (Estíbaliz Dilla)

Del cañón nº1 al cañón nº2 distan no más de cincuenta metros, y en ese escaso trayecto para mis botas de soldado he pisado más de sesenta y dos cuerpos, amontonados en posiciones extrañas, descoyuntados, ensangrentados, sin un aliento de vida que pueda confirmar que alguno aún pueda sentir mi liviana existencia cuando lo aplasto en mi avanzar. Al llegar a la trinchera donde se afana en dar órdenes acertadas el capitán de nuestra compañía, le muestro con energía el mensaje que yo estaba encargado de entregar.

Del cañón nº2 al cañón nº1 de regreso en mi cadavérico recorrido, tras haber esperado diez minutos a que nuestro superior me confiara una respuesta, dejo de contar hombres que ya han traspasado fronteras y duermen esta noche en el paraíso, y me concentro en imaginar tu rostro, con esa sonrisa que me cura todos los males, para cerciorarme de que yo también estoy en mi propio edén, ya sea aquí en la tierra con los casi muertos o allí arriba con las almas que ya descansan.

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