Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

40. Tentación (Montesinadas)

Cuando se presiente la alborada y los pies se resisten entumecidos a posarse sobre el escarchado suelo en la fría e inexpugnable celda,  los muros, custodios de la vigilia y el recogimiento, conservan el eco de un silencio tenaz y son testigos de mi pecado. A esa hora, en que el alma se aproxima a la orilla del sueño,  me causa dolor tan fiero el lamento de mi conciencia que no calma el rezo, ni la mordaza de mi voluntad.  No sanan los estigmas que cubren mi pecho, ni tornan en luz, las tinieblas que nacen de las movedizas paredes del pensamiento, donde han tomado refugio, diablos y monstruos  de obcecada bestialidad que me atormentan.

Puedo escuchar el ruido de mis venas, sentir mi piel erizada, pese al calor y al efecto sedante de mis dedos que, noche tras noche, desde que me dejé vencer por los espectros, viajan y ruedan por mi cuerpo, como cuentas de rosario, hasta penetrar y abandonarse en los secretos de mi morada, donde consiento, el rapto de mi castidad y mi honestidad diluente, emboscada por el arbitrario y excesivo deseo que me dispensa la satisfacción de un inefable consuelo.

39. VENDAVAL

Sentada en el borde de la mesa mira a los alumnos que, ajenos a su, casi, impertinente mirada, garabatean con desidia el folio de examen.
Días antes, lecturas y ejercicios, de refuerzo y ampliación; gráficos y análisis de datos, esquemas y mapas conceptuales y, sin embargo, ahí están chupando la punta del bolígrafo como si fuera la piruleta de antaño.
Contra la ventana choca una rama violentamente arrancada de un árbol y el ventarrón amenazando con quedarse.
Al fondo de la clase hipidos y lágrimas. Angelito, que es frágil de cuerpo y de espíritu.
En el pasillo ella le pregunta sin querer saber, por no darle importancia, por no implicarse.
Los padres, que le recriminan, le chillan y se enfrentan por él, le dicen. Angelito se siente muy mal. Veredicto, culpable y llora más y sus ojos, dos grandes faros de color almendra, crecen en todas las direcciones, y casi no le caben en la cara.
En el interior vuelan las tizas y los aviones, pero no es el viento, las ventanas están cerradas.
¡Ay, que larga es esta vida! Suspira Angelito y los ojos de ella se agrandan, y se hacen de agua. ¡El vendaval, que hace estragos!

37. CONDENADO PASATIEMPO (Mª Belén Mateos)

¡Ay, que larga es esta vida! Suspiraba su curvado cuerpo de edad tardía. Nunca se había quejado. Ni cuando su madre le obligaba lavar la ropa en un río de agua helada. Ni cuando las zagalas le tiraban guijarros a escondidas y se reían de su pálido y oleaginoso rostro. Ni siquiera cuando la desposaron con aquel mozo que más que luces tenía sombras. Y más que ternura, bruscos movimientos de rutina y desprecio.

Todo en su azarosa vida había sido teñido de dolor, un sentimiento en que el alma está metida hasta su último recuerdo. Todo en ella era solo esperar la salida de esta cárcel estos hierros que aprisionaban sus más tímidos y secretos deseos. Sus noches… su único consuelo. Los llenaba de jadeos silenciados por la almohada y contenidos en la vergüenza de ser escuchada. De caricias regaladas a su cuerpo, entre frías sábanas con aroma a remordimiento.

¡Qué duros estos destierros de saberse condenada por tales lascivos hechos! Aun recuerda aquella letanía que su madre con inquina le rezaba: me causa dolor tan fiero tu persona, que muero porque no muero. Y sin queja alguna y avergonzada, se daba la vuelta aun sonrojada por su pasatiempo.

36. Ésta cárcel, estos hierros (Francisco Cados)

Preso débil, fuerte encierro
Cadenas invisibles que sujetan un cuerpo
Un alma volátil que vaga por el cielo
Un cuerpo celeste que no tiene miedo.

Esquinas sombrías que miran con anhelo,
Un poco de luz que disipe sus miedos,
Que duros estos destierros
Esta cárcel, estos hierros

Árbol vigoroso que cumples condena,
Árbol ya sin hojas que se caen de pena,
Hoy he visto a mi hija
Pero ha sido en sueños
Y al despertar, sonaron mis lamentos
Rebotando por doquier entre muros de cemento
¡Maldigo a la mañana por arrebatarme este momento!

Veo una pequeña sombra
a través de un cristal
yo vendería mi alma
por poderla abrazar

Es mi niña la que vino,
La que se puso a llorar,
La que me partió en cinco
Cinco cachos nada más

Uno se queda conmigo
Otro se dispersa sin más
Los otros tres se quedan contigo
Para que los puedas guardar

Ya queda poco mi cielo
Para romper el cristal
Para mandarlo al infierno
Para poderte besar

Levanta mi vida tu mirada,
Con nuestro querer no podrán
Ni rejas, ni espadas
Nos separarán jamás

35. Despertar

La luz se apagaría en un instante y esos enormes ojos azules se zambullirían en un universo lechoso, arropado de pestañas. ¿Qué hacer para regresar? ¿Cómo conseguir retornar y tener el privilegio de ver amanecer sus transparentes pupilas inundadas en hambriento sueño? Sólo esperar la salida le producía estupor.

Abandonado en un lecho, áspero como un sudario, inmóvil, casi inerte, imaginaba  despertar una y otra vez después de sentirse observado por una extraña presencia. Exangüe, se arrastraba por nebulosas estancias deshabitadas, en busca de esos ojos que le perseguían y a la vez necesitaba. Escuchaba su llanto y sus pasos, deseaba correr y escapar de las pesadillas que asaltaban sus sueños.

Escuchó el pitido una vez más, como tantas veces antes, pero en esta ocasión pudo despertar. Respiró. Tumbado, rodeado de instrumentos y cables comenzó a recordar… Sintió frío primero, después miedo y por último soledad. Trató de hablar pero no pudo articular palabra alguna. Intentó gritar pero en su garganta enraizaba un endurecido tubo que encadenaba su voz. Quería comprender pero no lo consiguió hasta que escuchó su risa, vio el cristalino océano en su rostro y sus brazos extendidos diciendo… Papá.

34. DESDE QUE LLEGÓ A SU VIDA (Luisa Rodríguez)

―¡Ay, qué larga es esta vida!― suspiró Lucía con gesto compungido.

Manuel, que acababa de emerger de la somnolencia que lo mantenía secuestrado la mayor parte del día, sonrió. Aquel lamento, que él repetía tantas veces, en voz de ella actuó como un bálsamo contra el dolor que se le había ramificado por todo el cuerpo desde la muerte de Maruja.

Lucía se acercó para ayudarle a llevarse un vaso de agua a los labios, pero con tanta torpeza, que la mayor parte del líquido se derramó sobre la camisa. Sin embargo, una mirada de complicidad fue suficiente para revalidar el pacto de silencio con el que se protegían.

Cuando poco después la llamaron desde la cocina, ambos se habían olvidado ya del incidente y  el anciano volvía a estar adormilado. Por eso, al regresar con un trozo de tarta de chocolate, ella tuvo que tirarle de la manga para que se despejase.

Manuel exageró el gesto de sorpresa, pero lo que en realidad le maravilló fue su propia carcajada cuando, sin que le preguntase el motivo de celebración, Lucía levantó cuatro dedos.

33. LA OCTAVA MORADA (Eduardo Iáñez)

Despierto ante la puerta del castillo. En la torre barbacana, una sola ventana recata su penumbra tras una tupida celosía. Traspongo el cancel y me reciben con familiaridad escaleras y pasillos umbríos. Abro una puerta; en la oscuridad, una fila de personas aguarda su turno para mirarse en el espejo que ocupa el centro de la estancia. Se contemplan un momento y marchan disciplinadamente, unos a la derecha, otros a la izquierda. Cuando me toca el turno, el espejo se niega a devolverme imagen alguna. Quienes están tras de mí exigen que me aparte. Su apremio me causa dolor tan fiero, que rompo el azogue en mil pedazos. En el suelo, cada uno de ellos contiene, completo, mi reflejo. Recojo el fragmento que ha quedado a mis pies y me descubro en una amplia habitación del castillo, cuya luz tamiza el bello enrejado de su único vano. Me acerco, toco con mis yemas la filigrana tallada en oloroso cedro. Siento ceder la madera y mi cuerpo desplomarse en el vacío. Mientras me contemplo en el suelo, en una posición imposible, una jauría lame mi sangre exánime a los pies de la torre. Me duermo sin remedio.

32. Guerrero

Me acerqué cauteloso. Soldado tenía varias heridas. Una en el brazo derecho, que había quedado inmovilizado; ya no podría sostener nada con él. Otra herida le había destrozado el estómago; calculé que le mataría en menos de diez minutos. Cuando me vio, hizo ademán de coger el rifle con la mano izquierda. Se lo aparté de una patada. Me miró.

–Adelante, Guerrero –me dijo.

Había aceptado su destino. Me tomé mi tiempo para disparar, tratando de saborear una victoria que había tardado en llegar.

–¡Ay, qué larga es esta vida! –susurró.

Apunté a la cabeza. La bola de pintura le dejó una marca violeta en el casco.

31. CINCO AÑOS Y UN DÍA

Respondí al alumno y desconecté inmediatamente la señal holográfica que me personificaba en el aula. Tenía prisa por vestirme con la ropa de ciudadano, que sentí áspera y holgada. Recogí el cepillo de dientes y los digigramas, aprobados por el Consejo Censor, que había redactado en mis noches en vela. Luego me senté en el catre a esperar.

¡Qué duros estos destierros! Me salió cara la traslación a código UNI de la constitución ‒aún me duele la prohibición de escribir esta palabra en mayúscula‒. Sabía que las fuentes de descodificación estaban restringidas para los humanos de nivel base y los grandes simios, pero fue la denuncia de un miserable lo que me llevó a esta cárcel, estos hierros. Una alerta luminosa presagió la apertura de la compuerta del calabozo, situado en el sótano del Rectorado. Entregué los sensores de reeducación al funcionario y corrí por los pasillos rodantes hasta el campus, donde sabía que me esperaba la primavera. Dos bocanadas de aire fresco me bastaron antes de regresar a impartir mi siguiente clase, esta vez con tiza y encerado. Haciendo un guiño a los jóvenes rostros que me contemplaban expectantes, no pude por menos que recurrir al clásico “Decíamos ayer…”.

30. Celos

Desde que sabe que va a ser mamá no puede dormir. Un estado constante de alerta la tiene paralizada. Entre sus membranas más profundas reverbera un eco, como si alojara un diapasón en su interior. La imagen de una hembra parasitada por algo semejante a una larva le obsesiona como una pesadilla. En su duermevela imagina un gigantesco útero lleno de líquidos amarillos y placentas rosadas, de capilares de ida y vuelta, de movimientos primordiales. Puede ver a su hijo flotando en flujos turbulentos, moviéndose a cámara lenta como un pequeño astronauta ciego, germinando como un brote. Está  furiosa. Nadie le advirtió. Teme que el embrión pueda percibirlo. Trata de calmarse, pero le resulta muy difícil soportar la certeza de que jamás podrá transmitir esa ingrávida placidez a su hijo, que será incapaz de disfrutar de la plenitud de lo esférico, que no podrá cantarle nanas antes de nacer. Demasiado tiempo seca-piensa- demasiada ansiedad por conseguir lo que en otras es natural ha vuelto su sangre amarga, y  más oscura. ¿Qué le queda? Sólo esperar la salida.

No hace ni dos meses que tomó la decisión, y ya se está arrepintiendo de haberse decantado por una maldita madre de alquiler.

29. Quimera (Juan Antonio Vázquez)

Diluía el tedio buscando formas conocidas a las penumbras que habitualmente rodeaban mi lecho. Ya no recordaba qué fue primero, si la amargura o los martillazos que insistentes marcaban el tiempo. Cuando se abrió la puerta, de nuevo, un soplo de esperanza; y tú a lo lejos.

Quise correr, quise saltar, pero mis pies eran desmañados y solo atinaba a articular metódicos pasos entre sincronías de movimientos de los que renegaba por no ser dueño. Pisé una por una las mismas huellas que otrora había dibujado en el polvo que atestaba el camino, y mis gritos, o más bien lamentos, los ahogó el canto de un inoportuno pájaro que pugnaba por liberarse de las cadenas que impedían su imaginario vuelo.

Quería tenerte, transformar por una vez en abrazo esa efímera mirada que surcaba el aire y sentir el calor que deponían tus besos. Pero con la última campanada la rueda contadera estiró de una leva, y toda una suerte de muelles me secuestraron marcha atrás y con fuerza cuando estaba a punto de alcanzarte.

Te vi marchar girando sobre tu peana: adiós, princesa de mis sueños. Regreso al interior del cuco. Maldigo las horas y lloro esta cárcel, estos hierros.

28. Tela de araña

Aquella mosca por fin cayó en su tela de araña. Llevaba dando vueltas por la habitación varios días de forma bulliciosa, plúmbea, con la insolencia adolescente que te da la ignorancia. Su zumbido resultaba estresante incluso para ella, la cual llevaba cinco días en la ardua labor de tejer con esmero una obra de arte férreo en el rincón de la puerta del comedor. La ventana semiabierta, cual paso del mar Rojo, había facilitado la entrada de toda clase de coleópteros, parásitos y artrópodos a la habitación. Además, aquel olor nauseabundo los atraía sin cesar a la habitación. El trabajo había valido la pena, los perfectos pentágonos conferían un dulce lecho de muerte y suerte para la víctima, la cual quedaba atrapada en esta cárcel, estos hierros. Lástima que cuando la araña fuera a iniciar su ceremonial culinario, aquel inspector decidiera irrumpir con sus zapatos embarrados y gritar: “¡Por los clavos de Cristo!, chicos aquí está el cadáver”.

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