Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
4
0
horas
0
6
minutos
1
4
Segundos
0
7
Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

120.CUENTO HIPERACTIVO

Hace muchas páginas, cuando el universo apenas era un borrón de tiza, un grillo en celo gimoteaba: “ojalá tuviera madera de líder o alguien a quien someter”. Ocurrió, una línea más abajo, que un grumo de polvo de hadas se apiadó de él y decidió intervenir. A la mañana siguiente, nuestro héroe se despertó con un racimo de granadas al cuello y una bazooka entre las manos. Sin tregua, eufórico, se sentó en el muelle pesquero y empezó a disparar proyectiles como el que asume, sin más, el protagonismo del cuento. Tan grande fueron las detonaciones, que se cargó tres capítulos y un punto de giro esencial en la trama. Comprobó enseguida que no valía para líder… Más sin embargo (¡inesperado final!), quiso la suerte que acertara de lleno sobre un hervidero de ballenas que migraban al sur. Los pescadores en tierra, al descuartizarlas, encontraron en su interior restos humanos aferrados a un catálogo de Ikea. Nuestro grillo, fascinado, repasó una a una sus páginas y encontró, entre edredones y lamparitas de mesa, una marioneta de hilos con forma de niño de la que se quedó prendado. Corrió eufórico a una tienda.

119. Las páginas sin sal saben a poco.

Le regalaron a mamá un libro de cocina. Nunca nadie le ayudaba en nada, y aquel regalo no sabía si tomarlo como una burla o quizás un error. Pero al final resultó de gran utilidad.

-Hoy toca callos –me comentó mientras se levantaba de la mesa.
-¿Qué son callos?
-Es el estómago de los cerdos.
-No me gustan los estómagos de los cerdos –rechisté.
-Calla y abre el libro por la página 123 –me dijo mientras llenaba la olla de agua.

Entonces arranqué la página y antes de dársela, y sin que me viera, la chupé para ver a qué sabían esos callos. No encontré mucha diferencia con el besugo que estaba en la página 98. Ella metió la hoja en la olla y empezó a removerla.

-¿No vas a encender el fuego? –pregunté a mamá por si se le había olvidado.
-No cielo. Se nos acabó el butano.
-¿Y no le vas a echar sal? –refunfuñé.
-La sal es solo para ocasiones especiales.
-¿Y esta no es? –le dije poniendo mi mejor sonrisa.
-Sí, que lo es –me contestó mientras ponía dos granitos de sal. -Uno para mamá y otro para mi niño hermoso.

118. Y jamás supo leer (Barlon Mrando/Juan Fuente)

El abuelo aprovechaba la menor ocasión para contar a cualquiera la historia de su libro. No era una obra suya ni de algún autor especialmente célebre, ni siquiera un ejemplar único o extraordinario, pero todos en casa, y muchos fuera de ella, sabíamos que había salvado la vida aferrándose a él cuándo naufragó. Y no se quedaban ahí sus peripecias juntos: con él había conseguido enamorar a la que fue su esposa el día que se le cayó bajo su falda, fue talismán en aquella final de Copa de Europa del Real Madrid al impactar en la cabeza del árbitro limitando su percepción y objeto de interés de importantes personalidades con las que tuvo la suerte de toparse, entre otras no menos peculiares experiencias. No había en él más valor que el que el anciano le daba, aunque bien se podría decir que estaban tallados del mismo tronco, ambos encorvados, llenos de arrugas y con la firma a cuestas de la pluma tenue de los años. El abuelo era ese sonido que, a base de vivirlo, solo comprendes que estaba a tu lado cuando se ha ido.

Lo enterramos entre sus páginas, evidentemente.

117. Listas de la compra (Juanjo Montoliu)

Pensando un poco, la última vez que abrimos la caja fuerte fue cuando murió papá y dejamos dentro la alianza y el reloj de oro. Mamá, recuerda, siempre conservaba notas manuscritas entre las páginas de los libros. La lista de la compra la guardaba dentro del último que estaba leyendo, por ejemplo. Seguramente dejó la clave en el interior de algún ejemplar de la biblioteca, le digo a mi hermano, mientras él recorre con la vista las largas hileras de baldas del salón comedor y se encoge de hombros.

Todo lo tengo que hacer yo, pienso, así que busco una escalera y organizo el operativo. Voy sacando, uno a uno, cada libro y él los agita. Casi todos tienen listas de la compra por terminar, muy parecidas entre ellas. La mayoría de los productos anotados todavía ocupan un sitio en la alacena. Madre era despistada y por eso lo anotaba todo. Por eso procuraba mantener las mismas rutinas.

Casi hemos terminado de vaciar la biblioteca. Caen los últimos papeles, con nombres de alimentos y productos de limpieza. Ningún número mágico. En la mesa sigue el testamento de mis padres, de hojas amarillentas, que no nos hemos molestado en leer.

116. Perenne (María Elejoste-Mel)

 

La brisa del atardecer mece mis exiguas hojas  despertando olores olvidados. El de la tierra mojada que acogió mi primer brote. El perfume de la amiga hierba pugnando por alcanzarme. Recuerdos perdidos, como el cosquilleo de las primeras yemas naciendo al cálido sol de la mañana. Un nuevo soplo, más frío, me recuerda el dolor lacerante al grabar un corazón en la joven corteza antes de tornarse  leñosa. Aún recuerdo cuando la resina era espesa y borboteaba en mi interior y yo crecía orgulloso hacia las nubes, cobijando en mis ramas a polluelos cantarines. He sido padre de tantos alimentándolos con mis frutos y protegiéndolos las tardes de aguaceros.

Ahora partido por el rayo y carcomido por la vida me aferro a mis raíces. Tengo miedo del hacha que ha de derribarme. He sobrevivido a incendios y no quiero ser leña. He columpiado niños y no quiero ser mueble. Deseo ser oruga y renacer en libros con nuevas hojas, que como las mías, ya amarillentas, cuenten historias con corazón de papel y sangre-savia.

115. LUZ (María Jesús Briones)

Cayó de las páginas de aquel libro del Sistema, empolvado en el desván.

Palpé su relieve, acariciando tu recuerdo. Disecada me devolvió a tu cuerpo.
De pié en el parque jugueteabas con un tallo de rosal, protagonista del pacto de nuestra amistad. ¿O existió algo más?.
El árbol, como un regalo, desprendió su hoja mas tierna, fue el lienzo donde plasmar nuestra alianza.
«La sangre ha brotado de las yemas como dos gotas de coral -dijiste-
Con ella mojamos nuestro labios.
Éramos dos sedientos en busca de una boca líquida hasta encontrarnos.

Un vigilante nos dispersó el futuro.

Te llamabas Luz e iluminaste mis ojos apagados

113. Pájaros sin alas

No sé de dónde han llegado ni por qué no se marchan. Al principio parecían inofensivos pájaros andando a saltitos. Sus coloridos plumajes, sus trinos evocadores, sus extraños nombres: el beso que no di, la palabra callada, la carrera que abandoné, el hijo que no tuve.

Con picotazos duros e implacables han empezado a arrancarme trozos de carne. De momento parece que solo atacan a mis pies, pero si no los paro subirán por las pantorrillas, los muslos, el sexo; llegarán hasta el corazón, y  a eso, sospecho que no sobreviviré.

Pruebo rompiendo las hojas del libro que tengo entre las manos. Hago pequeñas bolitas de papel con ellas y se las lanzo. Parece que de momento eso les calma.

 

112. Resurrección (Montesinadas)

El protocolo de reanimación es siempre el mismo. Un suave tirón en el lomo, como un pellizco en la nuca que te despierta de un letargo profundo y prolongado sobresaltando al corazón. La posterior inclinación produce un  cierto vértigo causado por el brusco cambio de postura que desaparece pasados unos segundos, cuando liberado del estante, empiezas a respirar de forma torpe inicialmente, despacio, inhalando aún ese polvo añejo que da la inmortalidad.

Una vez abierto y sin la presión de la portada, el aire vuela entre las  páginas y comienza la resurrección,  el espacio para el culto, la república de la vida. Cada uno cumple su papel de manera disciplinada, unos se sienten héroes desde la frase inicial, otros deberán esperar a capítulos posteriores para enriquecer la obra y crecer psicológicamente en situaciones comprometidas.

Los que se saben amantes y dueños del placer cubren sus cuerpos desnudos con la hoja ya amarillenta y esperan su momento para el asalto, los secundarios mantienen la humildad  y no olvidan detalle para ser tal cual están descritos, todos cumplen con ilusión renovada, incluso aquellos que saben, como yo, que volverán a morir en la siguiente página.

111. ALMAS EN LA NIEBLA

Como cada anochecer del último año, cuando las primeras estrellas comienzan a despuntar en el cielo de la Costa de la Muerte, encuentran  la figura de María con la mirada perdida  en el horizonte,  esperando ver regresar el barco de Marcos.

Permanece allí, muy quieta, desafiando al viento que se empeña en derribarla, hasta que sube la marea y  las olas del mar  rompiendo contra el acantilado,  trepan hasta besar sus lágrimas.

La luz del viejo faro que no pudo salvarlo,  despide sus pasos cansados de regreso a casa.

Antes de dormirse, plasma  en un pequeño diario los recuerdos de su vida juntos,  antes de que se los arrebate  el olvido.

<<Te esperaré siempre amor>>  escribe al final de cada página.

Ésta mañana, el pueblo ha amanecido envuelto en una  densa  niebla que se ha adentrado durante la noche desde la costa. También se ha colado  por la ventana abierta  de María,  llenando cada rincón de su habitación.

Pero ella no abre los ojos para despertar. Su cuerpo sin vida,  muestra sin embargo en su semblante un rictus de felicidad.

Sobre su pecho, manchando su camisón de tinta,  reposa su diario mojado, y entre sus páginas emborronadas, olor a mar.

110. EL POEMA (Rafa Heredero)

Siempre que podía trataba de embriagar a mi maestro, un poeta del que aprendí todo lo que sé. Para ser buen escritor —era su consejo más repetido, como si fuese un mantra— había que renunciar a casarse: la rutina de la mujer, la familia y los hijos acababa por matar a la poesía.

Pero cuando lograba hacerle beber, cuando el alcohol lo derrumbaba y sus ojos se inundaban con esa tristeza tan parecida a la derrota, me volvía a contar la historia, que yo había escuchado cientos de veces sin cansarme, de un grueso volumen de poesía, muy manoseado, del que nunca se separaba, el que lo había salvado y convertido en lo que era.

Aún podían verse en él los ecos de un disparo certero que no llegó a rozarle el corazón por milímetros. Dos huellas, semejantes a los surcos que trazan las lágrimas, horadaban el libro. Y allí, entre las últimas páginas que no había conseguido atravesar, seguía prisionero y palpitando como una herida, un poema más bello que cualquiera de los que él hubiera creado, el más hermoso de cuantos jamás pudiera imaginarme: la mirada encendida de una mujer enamorada.

109. SON GIGANTES DE PAPEL

 Una niña acogía en un orfanato iraquí. Aparece tumbada sobre la figura de la madre ausente, a la que ha dibujado con tiza sobre el cemento del patio. Y debido a su procedencia oriental, antes de acostarse en su regazo deposita respetuosamente los roídos zapatitos a los pies de la figura materna.

No es más que un recorte de periódico doblado con esmero para no estropear la fotografía. Reposa en una página cualquiera de un libro cualquiera, siempre a la espera de ser descubierta. Para que la imagen de una niña anónima, de nombre desconocido, produzca ese revolcón en las tripas a todo aquel que no esté dispuesto a olvidar su historia.

Una vieja instantánea nos recuerda que ya nunca seremos jóvenes.

Un billete de tren que pudo cambiar nuestra vida.

Quizás un décimo de lotería que decidió no cambiárnosla.

Una dedicatoria, una firma, una fecha…

Todo está en los libros que ocultan entre sus páginas los senderos de vidas ajenas. Por eso, querido Sancho, no doblaremos las rodillas ante el frío ingenio digital. Porque nos obligaría a dejar de ser nosotros mismos. A dejar de descubrirnos entre las páginas de papel.

108. CONTINUARÁ

Pasé cien años de soledad buscándola por las calles de Macondo, después de recorrer sin éxito cada lugar de la Mancha. Vagué como un poeta triste en Nueva York, contraté a Sherlok Holmes en Londres y me dejé seducir por las luces de bohemía de Madrid. Errante, revisé todos los castillos, los senderos del agua y los montes de Toledo e incluso las charcas donde algún maleficio pudiera haberla dejado convertida en rana.

Leí cada libro que dejó en la mesilla de noche, junto al sofá de la sala, los enlaces del ordenador… Seguí su rastro palabra a palabra convencido de que la nuestra era la historia interminable, pero supongo que todo lo que importaba cabía en aquella maleta gris.

Sin darme por vencido, fui a la biblioteca pública, al puesto de segunda mano en el mercadillo de los domingos e incluso ese banco del parque en el que alguien libera libros. La mayoría ya los he leído, pero confieso que ha vuelto a sorprenderme que el coronel no tenga quien le escriba mientra tú me dejas dedicatorias, mensajes en clave subrayando palabras y, entre guerra y paz, por fin, una cita.

 

 

Nuestras publicaciones