Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
3
9
horas
0
5
minutos
1
1
Segundos
1
9
Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

130. Colores de la mar

  1. Colores de la mar

La tempestad me ha alcanzado, una enorme galerna. No he sabido ver las señales, pero estaban en el ambiente. La bruma,  que a retazos envolvía el sol, la brisa, que tornaba en vendaval inmisericorde y frío, la luz del sol que ya no reflejaba el brillo de tu cabello, en forma de arco iris, y la mar, la mar, madre de todo…

El helado viento ha escarchado mi corazón y la espuma del oleaje ha arrasado todo aquello que imaginé. He sentido la tristeza del gris y con mis manos he arañado el amarillo al amanecer, he aspirado la gélida humedad desatada por la tormenta, pero todo lo he soportado con firmeza. He arrostrado todos los fantasmas que me han visitado, y a los que antes me abandonaron también; como aquel día en que cerré los ojos para ver ante mí un horizonte azul e infinito, como una enorme pared celeste, que tras un ventanal me daba tu calor.

LuisCar 30, marzo de 2014

129. DESPEDIDA

Cuando entraron en la cocina lo hallaron balanceándose de la viga. A la luz de los relámpagos sus ojos tan abiertos brillaban desesperados, como si aún no hubiesen alcanzado la calma, y bajo el bigote gris asomaba la lengua derrotada.

La mujer y el muchacho permanecieron quietos, sin darse siquiera la mano, escuchando entre trueno y trueno cómo el crujir de la madera iba acallándose hasta que el cuerpo detuvo su desconsolado vaivén.

Entonces ella se acercó, le quitó los zapatos y se los tendió al hijo: «Póntelos. Ahora eres tú el hombre de la casa». Él obedeció, sintiendo un escalofrío al meter los pies en los zapatos calientes.

La madre cogió del aparador dos platos, dos cucharas, dos vasos. Sin un gesto de cansancio ni un suspiro. «Lo descolgaremos mañana temprano. Luego yo iré a avisar al cura y tú, a la escuela, a despedirte del maestro y los compañeros».

Cenaron envueltos en ese silencio oscuro que dejan las tormentas tras de sí. Aunque el chico apenas probó bocado. No porque le asustara la sombra descalza de la muerte bailando sobre la sopa, sino porque le dolía ya la nostalgia por Anita, sus coletas rubias y sus tímidos besos.

128. Efímero por siempre (Sara Lew)

En casa te asfixias.  La tarde se presenta aciaga como pocas, pero aun así te enfundas el chubasquero y sales a la calle con el temporal a cuestas. Mientras caminas pensativa por la acera desafiando al viento intentas dilucidar por qué los problemas siempre se te vienen encima todos a la vez. De repente el árbol que cae sobre tu espalda te cerciora de que el fiasco de la franquicia de bisutería, el primer aviso de embargo y la infidelidad de tu pareja no son nada comparado con lo que te acaba de pasar. No sientes el cuerpo; ni siquiera un hormigueo en las piernas. Y la cabeza parece girar alternando entre la consciencia y la inconsciencia. Te estás muriendo. Sabes que te vas. Un sinfín de imágenes aparecen desordenadas: los grandes fracasos, los pequeños hitos. Y entonces recuerdas que tan solo unos meses atrás eras feliz; que todo parecía ir tan bien en el negocio y con el cabrón de Julián que decidiste hacerlo beneficiario de tu seguro de vida.

127. LADRONES DE TUMBAS (Rafa Heredero)

Tras asistir a la ejecución del ladrón de cadáveres cerca del árbol que siempre se utilizaba como horca, su viuda solicitó permiso para poder inhumarlo. Profanar enterramientos, en cualquier sentido, estaba castigado con la pena de muerte, y el hombre había sido detenido esa mañana con el cuerpo de un recién nacido, enterrado la tarde anterior, oculto entre sus ropas. Fue juzgado como uno de esos anatomistas que aprenden su ciencia de la disección de cuerpos sin vida, y su condena se decidió de inmediato.

La mujer pudo descolgar el cadáver de su marido e introducirlo en un tosco ataúd dispuesto sobre la carreta que ella misma guiaba. Pero antes de clavar su tapa, y con la atención de todos los verdugos puesta en lo que hacía, vació en él un saquito de cuero que llevaba consigo. Una lluvia de monedas de oro, con el brillo de un relámpago, cayó sobre el ahorcado, y su tintineo, sonoro como un trueno, pareció dibujar una amplia sonrisa sobre su rostro. Después arreó a la mula y emprendió la marcha hacia el cementerio, sin mirar atrás, ni tampoco al lúgubre árbol que, buen conocedor del alma humana, esperaba impasible a sus futuros inquilinos.

126. Tronará seguro

Un cuchillo BlueSteel  de forma escalonada asemejando un rayo y con acreditada capacidad de penetración en los tejidos ha destrozado los órganos superiores y más imprescindibles de Alina, que está, como siempre, tumbada en el suelo de la cocina.
Poco antes, nos habíamos cruzado con ella en la escalera cuando iba a entrar en su casa. Justo cuando el relámpago. Apenas un segundo pero suficiente. Tenía que habernos bastado para distinguir las cosas que en la penumbra parecen iguales. Las cuencas de los ojos.
Teníamos que haber intuido cómo el miedo a la tempestad hacía temblar cada porción del alzado de Alina, las suelas, las tibias, la pelvis, el diafragma, las veinticuatro costillas restantes, la tráquea y los parietales.
Teníamos que haber sabido desde niños que la descarga tardaría equis unidades de cualquier magnitud de tiempo. Teníamos que haber concluido que no estaba nada lejos. O al menos haber presentido que no es la luz que nos la iluminó en el descansillo la que habría de partir a Alina en dos, sino el trueno que inexorablemente vendría después, el que preludia la lluvia que suele reducir a las mujeres pusilánimes  a charcos ocultos bajo las camas las noches de tempestad.

125. Huracán Samanta (Montesinadas)

Soltó la goma de su pelo  y los rizos ocuparon la atmósfera circundante creando una corriente de aire, brusca, ascendente y de gran intensidad, que azotó mi sexo y me convirtió, de inmediato, en un centro activo de altas presiones.

Se acercó un paso más y me partió en dos el rayo de su mirada. Una mirada, custodiada por la volumetría de unos mechones que dibujaban, sobre su piel morena, contraluces ensortijados donde la ausencia de luz, dejaba adivinar una belleza sin fin.

Otro paso, y descubrió sus pechos, que entre lo divino y lo humano, me transportaron del violento deseo terreno a la transfiguración del mundo celestial. Mostraban una perfección sin puntos flacos y en su balanceo, arrastrados por  invisibles vientos dominantes,  o cuando con sus manos los elevo oferentes, en ambos casos, perdí la vista por la precipitación de un granizo blando  y racheado que se derramó por mi frente.

Cuando el tifón tropical de sus caderas me embebió, sentí que ascendía como huracán oceánico hasta las cotas más altas del interior de su cuerpo y allí, entre rayos, truenos y relámpagos, primero me lloví a cántaros y después me evaporé.

124. Dos árboles, veintisiete gallinas, seis balas de paja y un montón de puertas

Aquél día no paró de llover. Fui, como cada vez que había tormenta, a la calle La Rambla. Quería ver si era verdad lo que cuentan los más ancianos del lugar. En el verano del 54 llovió tanto que esa calle, que antes era una rambla, se convirtió en un río que arrastró una casa entera, algunos cerdos y varios árboles.
Cuando el agua casi asomaba por encima del asiento del banco empecé a ver algunas cosas: dos árboles; veintisiete gallinas; seis balas de paja y un montón de puertas, que supuse que eran de la carpintería de mi tío que estaba más arriba.
Salté sobre una de las puertas, no quería mojarme, el banco estaba totalmente sumergido. Entonces pensé en que los más ancianos del lugar, algún día recordarían el verano del 99 en el que vieron pasar dos árboles; veintisiete gallinas; seis balas de paja y un montón de puertas flotando en las que en una de ellas había un niño subido, llamando y abriéndola para sumergirse en un mundo lleno de imaginación.

123. NAVEGACIONES

Cogió el libro y lo abrió por la página marcada.

Deslizó los dedos por la hoja y fue degustando la historia: El barco empezaba la singladura con buen tiempo, con una ligera brisa por poniente, y poco a poco la aventura se fue complicando con mala mar.

Se detuvo un momento en la lectura para ajustar las ventanas. Notó la humedad  del aire y los sonidos apagados y lejanos  que llegaban intermitentes a su alcoba.

Se acomodó en la butaca y retomó la historia: El viento arreciaba y el barco amenazó con zozobrar. Grandes olas rompían contra la proa, y en su  habitación la lluvia  caía desmenuzada  en los cristales.

De vez en cuando un relámpago azul y fugaz invadía la estancia.

Leyó hasta que los dedos se le cansaron y los embates del mar en el barco fueron amainando, como la tormenta sobre su caserón.

Se levantó con parsimonia, señaló con la tarjeta la nueva página y depositó el volumen de la Guía Telefónica en el estante.

Fue al pasillo, cogió el abrigo  y el  blanco bastón  y salió a pasear bajo la noche ya calmada.

121. CICLOGÉNESIS (MANU GARPE).

Me gustaría que visualizarais la siguiente escena. Ella está arrodillada, semidesnuda, con la cabeza inclinada hacia el inodoro, con las manos agarradas a sus bordes. Su melena cae lacia, casi tocando el agua sucia. A su lado, tirada en el suelo, una fotografía donde aparece ella, con la mirada perdida, junto a un hombre.

No está sola, en la cama hay alguien, que parece estar dormido, ajeno a la escena del baño. Momentos antes hicieron el amor, o mejor dicho follaron, pues en sus movimientos, en sus caricias, en toda la cópula no hubo ni un solo atisbo de amor. Solo deseo, furia, tormenta de sexo sin tapujos, ciclogénesis explosiva.

Cuando el agotamiento trajo la calma él quedó dormido, mientras ella, tendida boca arriba, todavía miraba al techo pensativa. Unos minutos después se incorporará para ir al baño.

Afuera es noche oscura, sin luna ni estrellas. Los nubarrones que la ennegrecen, más si cabe, descargan con inusitada violencia y un estrépito excesivo la tormenta anunciada hace días.

Todavía en el baño la mujer vomita su angustia, su miedo, dejando sus vísceras vacías de remordimientos.

Ya en calma, mira la fotografía y, tras susurrar entre dientes  algo ininteligible, la hace pedazos.

 

120. El reloj de pared (Marta Trutxuelo)

Normal
0
21

Dio cuerda al reloj de pared. Begoña ya había desayunado, se había vestido y estaba lista para salir. Repasó su ritual de cada mañana y se quedó pensativa: carmín, perfume… ¿qué más? Se dirigió a la ventana y su mirada gris se perdió entre las nubes que presagiaban la llegada inminente de la lluvia. Un sonoro timbrazo le sacó de su ensoñación. ¿Quién sería? Se levantó y avanzó hacia la puerta.

 

—¡Qué sorpresa, hijo! ¡No te esperaba!

 

—Pero si hablamos ayer mismo por teléfono… Estás un poco despistada, mamá… No cierres la puerta que ahora sube…

Begoña cerró la puerta. Su hijo se quitó la bufanda y se frotó las manos, ateridas por el frío. Al atravesar el pasillo ella se paró delante del reloj de pared.

—¿Por qué das cuerda a ese viejo reloj? Hace ya meses que no funciona…

 

Volvieron a llamar a la puerta. Un pequeño rostro empapado por la lluvia le sonreía.

 

 —¡Qué niño tan guapo! ¿Cómo te llamas? —dijo Begoña a su nieto con una tierna mirada llena de olvido.

 

 

 

118. Éxodo

Las nubes negras, el viento del sur y ciertos dolores en los huesos de los ancianos pronosticaban lluvias después de muchos años. Ante la certeza mezclada con deseo, el pueblo entero se lanzó a sus calles y se dirigieron a la plaza para esperar. Cada adulto portó un par de cántaros, y los niños, que imitaban a sus mayores sin saber qué les aguardaba, cargaron pequeñas vasijas para recoger ¿agua?, sí agua caída del cielo. Se podría decir que iban a ser testigos de un acontecimiento histórico y, como tal, lo celebraban todos, todos, menos uno: el forastero mudo. El mismo que había envejecido atado al palo de un gallinero y que no acababa de morirse, andaba revuelto. Trataba el enclenque de hacerse entender con balbuceos, utilizando sus últimas energías, pero sin articular una mísera palabra. De esta forma lo contó, entre risas, el granjero que lo cuidaba, antes de que las chanzas de los paisanos le obligasen a amarrarlo en mitad de la plaza para alegrarles la espera. Así, cuando el cielo se abrió y la primera gota abrasó la carita de un querubín, el extraño desplazado, muy aterrado, al fin pudo gritar un poco tarde: «¡Me llamo Noé!».

117. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover

Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover no es lo mal que funciona el transporte público, continuamente interrumpido por la imprevisión de quienes diseñaron el servicio y el dibujo de la ciudad. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover no son las coladas arruinadas ni las riadas que te dejan perdidos los zapatos y los bajos de los pantalones.

Ni los coches, que da pena verlos. Ni los continuos resfriados.

Lo peor tampoco es que esto ni siquiera le vaya bien a los campos, como en principio pudiera haber parecido. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover sangre, cosa que no recuerdo haber dicho antes, son los charlatanes y los iluminados y los falsos profetas quienes, vestidos con sus túnicas de mamarracho, han tomado las plazas para anunciarnos, a voz en cuello (qué pesados son y qué entusiasmados se los ve en sus prédicas y en sus fatales preludios), que el fin del mundo está próximo. Y que sólo arrepintiéndonos de los pecados cometidos lograremos salvar nuestras almas del fuego eterno y, acaso, que deje, de una vez por todas, de llover.

Nuestras publicaciones