Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

74. Fui paciente (Jesús Miguel Valls)

Le pedí que abandonara mi cama. Ella se aferró a la almohada y dijo que no estaba dispuesta a abandonar su territorio, que ese era su mundo. Fui paciente, quise convencerla de que aquello no podía salir bien. Le miré a los ojos, pero ella me mantuvo la mirada con tal desprecio que el miedo sacudió mi cuerpo.

No sale del cuarto desde ese día. Por las noches no duerme, se desliza en mis sueños y cada día pierdo unos gramos y estoy más pálido. Cuando despierto todas las mañanas la encuentro a dos dedos de mi cara, mirándome impasible, con evidente repulsa.

Un día abrí la ventana, salí de la habitación y cerré la puerta con llave con la esperanza de que muriera o que se tirara por la ventana. Desde entonces no he vuelto a entrar en el cuarto.

Pasado el tiempo, conocí a una mujer que nunca preguntó por aquel cuarto cerrado. Dormíamos y hacíamos el amor en el sofá. Con los años tuvimos hijos que heredaron mi palidez y la fragilidad de mi cuerpo. Cuando, por casualidad, mi esposa me mira fijamente a los ojos siento un escalofrío que recorre mi cuerpo.

73. Dejar que pase un tren

Todos los días coinciden en el mismo vagón. A las 07:40. Todos. Con las mismas caras de sueño y el mismo silencio entre tanto ruido del metro. Pero hoy uno de los dos intenta que sus miradas se encuentren más que de costumbre. Hoy ha dedicado mucho tiempo al blanqueador dental y ha limpiado sus gafas con ilusión para que se vieran mejor sus ojos. Y los de ella. Hoy lanza una sonrisa cada vez que levanta la vista del móvil. Ella se fija en él. Cómo no hacerlo, si siempre está ahí, con esa cara avinagrada y su horrible sonrisa. Siente más asco del habitual. Odia esos dientes encalados en exceso. Y hoy, más. Hace tiempo que le gustaría decirle que deje de mirarla. Agradece que han llegado a una parada y un grumo de turistas se interpone entre ambos. Está harta. Desde mañana, se levantará diez minutos más tarde.

72. Miradas

Me acostumbré a descifrar miradas. A ver el enojo en los ojos de Lucía cuando entro mojado y le piso la tarima dejando charquitos. Creo que ella también comprende mi súplica callada de perdón.

 

Aprendimos a leernos la complacencia mutua, ambos mirándonos sin decir nada, cuando me quedo quieto en mi lado del sofá, ni un centímetro fuera de la manta que ella coloca para mí. «Si no, dejas marca, me dice».

 

Veo perfectamente en su mirada cuando se levanta de buen humor y ni siquiera hace falta que se acerque. Nos observamos en silencio mientras deambula por la habitación, vistiéndose, y yo sé que ese día va a ser de los buenos.

 

También sé que a veces tiene un día malo cuando me mira a los ojos e intuyo que está calculando el tiempo que llevamos juntos y cuándo nos despediremos.

 

Aún así yo amo cada centímetro que ocupa, estar a su lado y hacerla feliz. La quiero y eso nunca cambiará. Aunque esta mañana, por primera vez, haya sido incapaz de descifrar el mensaje cuando me ha abrazado y, con lágrimas en los ojos, se ha marchado dejándome atado a una farola en mitad de esta calle desierta.

71. Proyecto Hombre

La casa se quedó en silencio cuando se marchó papá. Mamá y yo nos mirábamos sin saber qué decir, y así un día y otro, y otro más. Hasta que empezaron a llegar esas cartas con su apodo en el sobre. No dejo de emocionarme mientras ella las lee. Cuenta que sigue de viaje por todo el mundo para ayudar a los más necesitados. Me encanta observarla concentrada en esos papeles en blanco. Supongo que, al ser un superhéroe, las escribe con alguna tinta invisible que sólo puede ver ella. Aunque nunca me acuerdo de comentarle que no me gusta el nombre que ha elegido papi.

70. TRASTOS INÚTILES (Rosalía Guerrero Jordán)

El hombre entra en la casa gritando que tiene hambre. Va dejando un rastro ácido de alcohol a su paso.

Madre e hija se miran, y la chica corre a servirle mientras la mujer intenta despegar las patatas de la vieja sartén de hierro. «Maldito trasto inútil, ¿cuándo podré comprar una nueva?»

El hombre devora un plato tras otro, entre sorbos de vino y chasquidos de lengua. Cuando termina, camina bamboleante hasta el sofá. Ellas cruzan un instante la mirada:  saben que hoy una de las dos saldrá dañada.

De repente, el hombre agarra a su hija de la muñeca y la sienta en sus rodillas. Hoy le toca a ella.

Un diálogo mudo sobrevuela en el salón. La chica pide socorro; la madre grita se acabó. En sus manos, un paño sucio seca la vieja sartén.

Ambas miran el trasto inútil y vuelven a fundir sus miradas en una.

El hombre cae al suelo con los ojos abiertos mientras una mancha oscura y espesa se expande por el linóleo.

Esta vez ni siquiera necesitan mirarse: ambas saben que ha sido un accidente.

69. CASUALIDADES

Si lo piensas bien la vida es una secuencia de casualidades.

Sin embargo, Martina no lo pensó del encuentro con Ignacio cuando este fue a comprar unas cortinas a la tienda donde trabajaba y acabaron en el almacén. Tampoco lo creyó cuando Pablo perdió el tren y terminaron en su minúsculo baño. Ni de Luis y la expulsión de la farmacia donde llegaron sin mascarilla en la enésima ola de gripe y dos chocolates calientes provocaron el comienzo de una vida.

Pero no sabremos si Martina llegó a pensar que el encuentro con Carmen fue una casualidad o algo destinado a ocurrir. Con la desesperanza arrastras de quien cree que el amor se le escapa, llegó a la balaustrada donde la joven se balanceaba hacia el precipicio. Un rostro anegado de lágrimas hizo que Martina pasara al otro lado, le secara las lágrimas, la cogiera de la mano y mirara cómo las olas rompían contra el enorme acantilado que tenían debajo de ellas.

Así funciona la casualidad: una respiración que se acompasa a la de otro alguien, una conexión entre almas o una simple mirada entre dos extrañas la que decide cuál será el último instante de tu vida.

68. LATENTE (Juan Manuel Pérez Torres)

No fue repentina la muerte de mi padre, su larga enfermedad le fue concediendo tiempo para dejarlo todo bien atado. Lo inesperado vino luego.

Bajo llave la encontré, bien guardada en un sobre, junto a la carpeta negra, dentro del «cajón de las cosas importantes» como él decía.  Dejé a un lado el testamento, el ocaso, los seguros, me desentendí de la escritura de la casa, de la caja de caudales… Y allí me esperaba… Fascinado, solo miré aquella foto… ¡Era mi madre!

Murió al nacer yo, su único hijo. Nunca antes la había visto, pero supe que era ella. Me miraba como si me hubiera conocido toda la vida y, en blanco y negro, con algunos tonos sepia, en su gesto me reconocí. Entonces se me reveló la razón de mi sosiego.

Fue una vivencia enriquecedora. Aquella energía de quietud, calma y bienestar fue un inspirador disfrute y un gozo revelador. No solo era ausencia de agitación, también de ansiedad e inquietud. Y una experiencia profunda conectó sus ojos con los míos.
Una fina lluvia caía sobre el tejado. Sentí que el aire me abrazaba. Mi ser interno destiló el silencio. Jamás volví a sentirme solo.

67. La declaración (Jesús Navarro Lahera)

«¡Cuánto me alegro de que sonrías de nuevo!». Esa era la frase escrita por mi madre en la contraportada del libro Mil palabras con las manos. Me lo había regalado por mi veintiséis cumpleaños. Era una ocasión especial, lo celebraba por primera vez desde el accidente que tanto se había llevado.

Atrás quedaban los cerca de treinta meses de recuperación en el hospital, las lágrimas derramadas por haberme quedado parapléjico, así como los lamentos por saber que jamás oiría el trinar de los pájaros ni la lluvia caer. También eran parte del pasado las noches en vela, las tardes de llanto y las mañanas en busca de las ganas de vivir.

Todo había cambiado con la visita de Alba. Aún recuerdo la primera impresión que tuve al verla. Sentí que el corazón volvía a latir. Lo que más me impactó fue cuando se puso a agitar hacia los lados la mano derecha. La misma que después se llevó al pecho, movió en círculos en el sentido de las agujas del reloj y luego juntó con la izquierda, mientras en sus labios podían leerse las palabras: «Encantada de conocerte».

Muy pronto, por fin, le pediré por signos que se case conmigo.

66. Un deseo compartido (Rosy Val)

Me llevé a mamá casi en volandas y eché el cerrojo de la habitación. Me acosté a su lado, la cubrí de besos y aliento para ahuyentar los temblores de su cuerpo. Ya volvería más tarde para arreglar el desaguisado de Jorge en la cocina.  

Hoy le había tocado a la vieja alacena. A los platos, tazas y vasos, estrellados contra el suelo. Anteayer a la desvencijada mesa, al cajón de los cubiertos. Quizá mañana la tomase con las sillas o de nuevo con nosotras.  

A veces quería calmarle, pero me acorralaba el miedo. Lo dejaba solo, a la espera de que abandonase la casa, corriendo por el pasillo, iracundo y loco, con esa mirada vacante de vida, como muerta.

Tras el portazo y con el sobre de la ayuda de la emergencia social apretujado en sus manos, mamá y yo ya aventurábamos el duro mes que nos aguardaba. Y nos mirábamos en silencio evitando confesar el mismo deseo, que mi hermano acabase como su propia mirada.

65. Caja 7

Ingrid —ese es el nombre que pone en la tarjeta que lleva prendida en la pechera del delantal— le ha rozado la mano cuando le daba el cambio y el ticket. Le hubiese parecido casual si no fuera que seguidamente la ha mirado de aquella manera. Ha sido una fracción de instante, pero los efectos han sido fulminantes. La descarga inicial, las mejillas ardiendo, el vértigo, la confusión. La sorpresa y el miedo. Ha arrastrado maquinalmente el carro hasta su coche y ahora, sin poner el motor en marcha, deja caer la frente sobre los brazos apoyados en el volante. Aprieta los muslos, se estremece otra vez. Sus pensamientos discurren erráticos hasta que de repente se da cuenta de que está temblando, esta vez de frío. Afuera, más allá del parabrisas y de las luces de los báculos, la noche de invierno gana terreno. Su marido y las niñas ya habrán llegado. Se incorpora, sacude la cabeza y gira la llave de contacto. Mueve la palanca y acelera. Todavía no lo sabe, pero ya está deseando la llegada del próximo día de la compra.

64. Cambio de planes (Blanca Oteiza)

La música envuelve las conversaciones que se pierden antes de llegar al oído. Los hielos se deshacen en una bebida que se derrama con cada baile. Y tú no dejas de fijarte en ese amigo de la amiga que acaban de presentarte. Le miras, él te mira; sigues danzando en la pista, como las ideas en tu cabeza. Quieres escapar de la noche ruidosa, de las amigas y del gentío que os rodea.

Te acercas a la barra, él llega después y se coloca a tu lado. Os miráis unos segundos, los suficientes para sonreír y responder al camarero que no queréis otra bebida. Salís del local a la noche que se muestra complaciente.

63. LA ÚLTIMA MIRADA

No importaba que la música estuviera a un volumen exagerado. No necesitábamos hablarnos. Tan solo una mirada nos bastaba para saber lo que estábamos pensando. Tal era nuestro grado de complicidad antes de aquella noche en que yo, solo con la mirada y una leve caída de párpados, le repetía una y otra vez «la última y nos vamos». Ahora nuestras miradas ya no pueden ser cómplices porque no se cruzan. Cuando le miro a los ojos es como asomarme a un precipicio. Su última mirada fue a las luces del camión que a la salida de aquella curva apagaron su vista para siempre.

Ya no nos hablamos con la mirada. Le cojo del brazo, mis manos son su ojos, y salimos a pasear los tres, yo a un lado, él en medio y al otro, sujeto por la correa, Lucky, su lazarillo que con su andar tranquilo, cadente y pachón, marca el ritmo de la culpa que arrastro.

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