Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

NEPAKARTOJAMA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta última propuesta es el concepto lituano NEPAKARTOJAMA, o ese momento irrepetible. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de DICIEMBRE

Relatos

01. M.A.P.E.O.

El robot recoge la chatarra del área J8 con su pinza mecánica. Avanza. Recorre el trayecto programado hasta la trituradora. Abre la compuerta. El engranaje comprime y destruye su forma hasta convertirlo en un bloque paralelepípedo. Lo eleva. Lo deposita en la zona de almacenaje. Regresa. Recoge. Avanza. Recorre. Abre. Destruye. Almacena. Regresa. Recoge. Avanza. Recorre. Abre. Destruye. Almacena. Regresa. Se detiene y aparta una bicicleta abandonada en mitad del trayecto. Apunta la incidencia. Aprende. Continúa. Recoge. Avanza. Recorre. Abre. Destruye. Almacena. Regresa. Se detiene. Aparta una nevera de camping. Apunta. Aprende. Continúa. Recoge. Avanza. Recorre. Abre. Destruye. Almacena. Regresa. Se detiene. En el intento por apartar una caja de botes con la pinza, estallan algunas latas vertiendose parte del refresco sobre la carcasa y afectando al sistema de control. Inmediatamente se activa el Modulo Avanzado Para la Eliminación de Obstáculos. Con la pinza derecha se rasca el sensor superior. Repasa datos. Estadísticas. Logaritmos. Valora si los seres de carne de la instalación pueden ser impedimento para realizar su labor con excelencia. Gira. Va en su busca para solucionarlo.

79. PRESTIGIO GANADO

Es verdad que no tengo demasiados amigos. Bueno, de hecho, apenas son conocidos. Pero, gracias a mis dotes y capacidades personales, me respetan y, en cierta manera, me temen. Y nunca me faltan los clientes. Muchos entran con miedo, no lo puedo negar, aun así acuden para saber, para quitarse la angustia del cuerpo. Cuando un presentimiento se adueña de ellos, vienen a que mi bola les muestre el futuro, a que yo se lo interprete. Por eso me pagan el precio que les pido, por más que les parezca caro. Necesitan conocer qué desgracia les acecha, tanto si se trata de la muerte como de una larga enfermedad o del abandono de la pareja, y así intentar evitarla o prepararse para ella. Luego, salen de la consulta tan sugestionados que ellos mismos acostumbran a provocar la tragedia anunciada. Menos al principio que, para labrarme la fama, tuve que ayudar a causar algunos accidentes o suicidios.

78. Makyo

Llevaba horas sentado en zazen cuando un rumor de hojarasca me hizo entreabrir las orejas y dirigir las antenas de mi atención hacia el sonido. Parecían pasos. De persona. Muy lentos, como sopesando cada uno de ellos. El leve rumor fue acercándose y me planteé levantarme de un salto, pero no estaba seguro de si las piernas me sostendrían.

No me dio tiempo: a mi lado, en cuclillas, tenía a un barbudo y sucio hombretón mirándome con socarronería. «No sirve de nada» me espetó con una voz dulce que no encajaba con su aspecto. «Lo que pretendes no sirve de nada» me repitió. Sus palabras me enfurecieron y le grité que callara de inmediato y me dejara en paz. Se rio con tanta fuerza que la barriga le temblaba como un plato de gelatina.  En medio del estruendo, me dijo: «¿Qué pretendes, ser mejor que los demás? no lo eres. Por mucho que cruces las piernas, eres como todos. Peor, porque crees que meditar te eleva por encima de la muchedumbre». Sus palabras terminaron de enfadarme y dando un salto, agarré una rama seca del suelo con intención de atizarle con ella. No lo logré. ¡Maldita sea!

77. El ogro (Pablo Cavero)

Con pánico en el cuerpo por las historias que habían circulado sobre ese ogro tan temido, tras días de incertidumbre, me decido a una hazaña arriesgada a la que nadie se ha aventurado hasta hoy. Me dirijo al lugar más recóndito e inhóspito de la isla donde hay una cueva de difícil acceso, supuesta morada de ese ser legendario que aterroriza a la población. Tras horas de marcha, escalo por las rocas con esfuerzo casi sobrehumano, me adentro en la caverna con sigilo y atisbo en las entrañas de la misma a un andrajoso anacoreta con aspecto de oso de dos metros. Avanza hacia mí, el pavor y su gruñido me dejan inmóvil. Con mirada desafiante me examina desconfiado sin pestañear. No porto ningún arma ni objeto beligerante. Aguardo sudoroso. Con una voz ronca de quien lleva años sin usarla me pregunta quién soy y para qué he venido. Tembloroso le respondo que soy periodista e investigo las leyendas de la isla. Tras minutos de silencio su rostro se relaja, con gesto hospitalario y un atisbo de sonrisa oxidada me ofrece agua y comida. Entre lágrimas, el ermitaño me detalla y desmiente su sambenito de bestia inhumana.

76. COMPULSIONES

Su mayor anhelo era la asepsia absoluta. La pandemia le dio la excusa perfecta para camuflar su obsesión: gel hidroalcohólico por todos sitios, distancia de seguridad estricta en el trabajo y ni una visita a sus padres durante meses, además sin reproches molestos. Rehuía cualquier contacto espontáneo con su mujer bajo el pretexto del contagio. Había diseñado un protocolo de desinfección tan exhaustivo que cuando lo completaban a ella ya se le habían pasado las ganas y acababan durmiéndose sin ni tan siquiera rozarse.

Recibió espantado la noticia del embarazo: la certeza de que ese niño no era suyo fue superada por el terror a unas manitas tocándolo todo y que luego se le acercaban portando el Maligno.

Cuando ella ingresó por consejo de su ginecólogo, él se ausentó del hospital durante seis días con sus noches argumentado prepararlo todo para el bebé. Al regresar a casa lo encontraron inmerso en un zafarrancho de limpieza creativa, blandiendo el spray de lejía con la amenaza de expulsarlos de su paraíso impoluto si infringían sus mandamientos. Nunca había estado de acuerdo con esa frase estúpida de su antecesor: «No es bueno que el hombre esté solo».

 

 

75. Ratas

El alcalde ordenó la busca y captura del flautista solitario al que los zagales seguían como a un dios. Prometió la mayor recompensa jamás conocida a quien lo atrapase vivo o muerto. Se agotaron los tapones para los oídos en toda la comarca. Escondieron a los niños en arcones, despensas, e incluso, en ataúdes a la espera de algún muerto, con la confianza de que el grosor de sus tapas y el acolchado interior consiguiera aislarlos de su melodía. Tras encerrar a los pequeños a cal y canto, los adultos salieron a la caza del enemigo con avaricia desatada. Pese a las precauciones, solo quedó en el pueblo el único niño sordo. Los vecinos, enfurecidos, lo apalearon en un ataque de rabia. 

74. Dejémoslo así

“El tratado”. Así rezaba la primera página a la espera del resultado al que llegara.

Una idea sugería la siguiente, y esa a la consecuente en un continuo tan amplio como su mente era capaz de recorrer. Mientras avanzaba, Gemma podría haberse convertido en el bicho del praguense sin que él se percatara de nada.

Ella acabó por irse a vivir con Julián, pero seguía llevándole comidas y bebidas que le dejaba distribuidas por la casa para que instintivamente sobreviviera.

Tras dos mil seiscientas cuatro páginas, llegó a la conclusión que creyó era la más ampliamente desarrollada jamás.

Comenzó a buscarla para contarle su logro, pero no la encontró. Mientras la esperaba, suponiendo que no tardaría, decidió no perder el tiempo y comenzar con la primera corrección del texto, aunque previamente quiso ponerle el título: Vasta demostración del error de la soledad humana.

Mientras iba corrigiendo, con bolígrafo rojo, pudiéramos pensar que ese buen número de cucarachas voladoras lo observaban como a un congénere extraviado; pero eso no sería más que un final metafórico que necesitaría su propio razonamiento y corolario.

73. Colada semanal (Patricia Collazo)

Los domingos por la noche, cuando los nietos que nunca ha conocido se han marchado, Rosario cuelga sus ropitas en el tendedero sobre el patio de luces. Renueva las prendas considerando las estaciones y el teórico crecimiento de las criaturas: equipaciones deportivas para el niño y vestiditos pastel para la niña.

Los viernes despliega los uniformes de toda la semana, esos que su marido trajo de la fábrica por última vez hace una década. Procura ensuciarlos con grasa del horno antes de lavarlos para evidenciar su cruzada contra manchas rebeldes.

Los miércoles, las batas de laboratorio del hijo que se marchó a trabajar a Alemania seis años atrás. De tanto lavarlas, más que blancas están casi transparentes. Como esa capa de polvo que cada jueves limpia de los muebles. Como los remolinos de pelo que su Toby abandonó definitivamente sobre el sofá, antes de decidirse a morir.

Los sábados no tiende, solo se hace la encontradiza con la vecina. Mientras la otra cuelga las prendas de un batallón, Rosario recoge los monos azules. Siempre comentan cuanto aborrecen hacer la colada y bromean acerca de quién será la primera en quedarse por fin sola y poder descansar como una verdadera diosa.

72. Pecado original

Judith no ha muerto. Bajo su pie izquierdo todavía descansa la cabeza de Holofernes. Charlotte Corday sujeta el cuchillo ensangrentado que hundió en el pecho de Marat. Gretel se atiborra de golosinas, después de terminarse las últimas tajadas de Hansel, en la casita de chocolate. La esposa que nunca tuvo Newton, sujeta la manzana que ha de impactar en su cabeza, antes de que el fruto desvíe las tribulaciones del físico hacia la gravitación universal.  Bonnie escribe sobre el parabrisas empañado del Ford V8: «La carretera se vuelve más y más oscura», antes de despedirse de Clyde que parte, solo, hacia una carretera de Luisiana. El buen dios talla a Eva de una costilla arrancada a Adán, «no es bueno que el hombre esté solo», sin llegar a sospechar, o sí, que con ello se estaba fraguando la destrucción del paraíso que había creado para él. Judith no ha muerto, pero cada vez que una mujer es asesinada por un hombre, se puede escuchar el retumbar de la espada de Holofernes, al caer sobre el gres pulido del Hermitage o de la Uffizi.

 

Para Vanesa, 30 de junio de 2023

71. El zulo (Rosy Val)

Solo era una cuestión de dinero y el hombre, a pesar de no hablar casi nada, estaba de muy buen ver. Yo también me pasaba el día allí dentro. Apenas si salía a la calle. No iba de discotecas ni de bares; mi única opción era ligar en mi lugar de trabajo. 

Tras varios intentos y ante su falta de interés, me cambié de peluca, por si le gustaba más de rubia o pelirroja. Pasados unos días recurrí a un sugestivo picardías. Hasta probé con diferentes perfumes. Juro que no lo entendía. Jamás nadie había osado rechazarme. Tarde o temprano, todos terminaban coladitos por mis huesos. Era tal mi asombro y desconcierto que opté por estimularle con mis maravillosos ojos verdes. 

Cuando mis compañeros se enteraron —no sé cómo pude irme de la lengua— y me refrescaron las normas, no nos quedó otro remedio que ser consecuentes. Además, ¡qué puñetas!, si hubiera pasado por el aro o me hubiera hecho partícipe de sus preferencias, no me habría expuesto y la resolución habría sido otra. 

70. Cosa de chavales

Allí quise estar, confundido entre los familiares y amigos que acudían al sepelio, mostrando en todo momento la expresión de pesar que la situación requería. Una ráfaga de viento agitó los cipreses mientras el ataúd bajaba lentamente hasta el fondo de la fosa. Luego, el espeluznante sonido de las primeras paladas al caer sobre el féretro y los sollozos de la viuda, agarrada al brazo de su hijo mayor. Acabado el acto, abandoné discretamente el lugar como uno más del cortejo. Arturito Ortega Martín, muerto al salirse con su coche de la carretera, se pudre ya en el pueblo que lo vio nacer. Que lo haga en un cementerio pequeño, sin vigilancia nocturna, supone para mí una ventaja. Cuando la lápida sea colocada, no será difícil saltar la tapia de madrugada para encontrarme por primera vez a solas con él. Y aprovechando que, a diferencia de los anteriores, ocupa una tumba y no un nicho, me la sacaré y mearé sobre su nombre antes de lanzarle el amargo escupitajo que les tengo prometido a todos los que a mis catorce años, -cosa de chavales, se dijo-, me enseñaron lo que duele estar solo y me hicieron abandonar el colegio.

69. Ave, César. (Nuria Rodríguez)

De haber nacido en más afortunada cuna, aquel esclavo habría podido llegar a ser un Dios. Sus rasgos duros y perfectos junto con un cuerpo esculpido para la lucha, le convirtieron en uno de los más aclamados Gladiadores romanos.

Su violencia en la arena hizo que se ganase el apodo de “La Bestia” y tal fue su éxito que, hasta el mismísimo César, requirió su presencia en el Coliseum.

Allí no defraudó y con una sangre fría demoledora, fue acabando con cada uno de los pobres desgraciados que lucharon contra él. Pero quiso la mala suerte que, en la última batalla, su adversario le rasgara el subligaculum o taparrabos dejando al descubierto su descomunal y erecto pene. Los gritos de emoción de las féminas junto con los abucheos de los envidiosos varones, le crearon tal confusión que acabó derrotado en la arena. Justo antes de recibir el golpe de gracia, el César levantó su pulgar perdonándole así la vida, una vida que, muy a su pesar, estaría dedicada a la satisfacción de su, ahora, nuevo amo, que aún con el pulgar en alto, miraba con los ojos incendiados y la boca hecha agua, las majestuosas dimensiones de su nuevo juguete.

 

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