83. Un vals
De la oscuridad del océano surgió frente al buque un enorme iceberg. Brillaba con la blancura de la nieve caída miles de años atrás, como un diamante de hielo. Le bastó rozar el casco del transatlántico para rajarlo sin remedio y continuar, ajeno a cualquier destino que no fuese su propia deriva, sobre las aguas calmadas y silenciosas. Quizás perdió algunas toneladas, pero le quedó una bonita franja de pintura roja en el costado.
En la cubierta de proa, donde disfrutaba de la inmensidad de la noche, la pasajera n.⁰ 1358 —maestra jubilada— se santiguó. Chocar contra algo tan hermoso y colosal se le antojó lo más parecido a tropezar con Dios en este mundo. Poco después corría, entre gritos, llantos y empujones, hacia los botes salvavidas. Fue de las primeras mujeres en subir a uno, mientras la orquesta tocaba música de Strauss.
La ayudó un marinero, cogiéndola fuerte por la cintura. Sintió el calor de sus manos, su aliento en el cuello, incluso el latido de su corazón. Se estremeció: nunca en su vida se había dejado querer, nunca la habían abrazado así. Sin pensarlo dos veces, le rogó que la llevase a bailar su primer y último vals.
Mejor algo soñado con un aliciente que lo hace maravilloso: que sea irrepetible, porque que solo se presenta una vez en la vida, que la posibilidad de una existencia más larga, pero sin ese incentivo único. Difícil elección la de tu protagonista, tomada en tiempo récord y con gran presión, pero totalmente respetable y, por qué no pensarlo, acertada.
Cuánto tiempo, Asun. Me alegra mucho leerte.
Un abrazo y suerte
Asun, nunca el hundimiento del Titanic fue tan poético. Qué lástima que la pasajera 1358 no se dejara querer nunca. Pero bueno, más vale tarde que nunca.
Un abrazo y suerte.