Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

82. Búsquedas (María Rojas)

Al atardecer se pierde en el laberinto de su armario de calles y cuerpos entrecruzados, buscando la camisa de rayas amarillas que nunca tuvo, pero que a lo mejor alguna tarde encontrará.

 

 

81. Vacíos (Patricia Collazo)

Paramisicólogamifobiaalosespaciosvacíosvienearrastradadesdealguna-experienciainfantil.Tenemosqueahondarenesosrecuerdosalosqueme-cuestatantoaccederparaencontrarlallavequemeayudeasuperarla,dice.-Noséaquéserefiere.Enmiinfancianohubovacíos.Unafamilianormalita,- unospadresquesiempremehacíanhuecoensucamajustoenelsitioque -ellosnollenabanconsuscuerposentrelazadosquiensabedesdecuándo.- Unhermanomayorqueyo,quenacíeltercero,aunquesiemprefuimosdos-porqueeldelmediomurióunañoantesdequeyollegara.Nuncasupecómo.- Teníamosdosabuelassinabuelosporquehabíanmuertoenlaguerradela-quenosehablaba.Solosemencionabaparaexigirquenosacabáramos- todalasopa.Untíoqueesquivábamoslastardesdedomingo,norecuerdo- porqué.Talvezporqueinsistíaenmostrarnossucoleccióndemariposasdise-cadasalasquesiemprelesfaltabaunala.Nohubovacíosenmiinfancia,ledi-goamisicólogaquemeaconsejaescribirsobreello.Yesoesloquehago.- Noentiendoporquéinsistetantoenqueagreguelosespacios.

 

Nota fuera de texto: el relato tiene exactamente 200 palabras

80. Descubrimiento impactante (Alberto BF)

Alicia era incapaz de hablar en público. Se había convertido en algo superior a sus fuerzas, y, cada vez que lo intentaba, sufría fuertes taquicardias, acompañadas de unos mareos insoportables. Alguna vez, incluso, se desmayó en las exposiciones grupales en su temida asignatura de Comunicación, para sobresalto de sus compañeros.

Pero era una persona muy inteligente, y encontró dos soluciones para sortear su fobia particular: por un lado, tomar un chispacito de cazalla antes de cada discurso, para atreverse con lo que hiciera falta; por otro, pedir a su amigo de confianza que se sentara en primera fila y le fuera recordando su argumentación a través de un pinganillo.

A partir de ese momento, todo cambió. Sus exposiciones comenzaron a ser un éxito, y ella se sintió cada vez más segura de sí misma. Su imagen de aplomo y determinación calaba profundamente entre los asistentes a sus ponencias.

Un día, de repente, comenzó a pronunciar frases raras, sin haber bebido apenas cazalla. Decidió investigar, y se revelaron ante ella dos realidades desconcertantes: la primera fue que su amigo, supuestamente abstemio, era un alcohólico irredimible.

La segunda, demoledora, la dejó aún más perpleja: aquel inocente pinganillo transmitía los efectos del alcohol.

79. Interinidades

Aquel día lloró. Lloró hasta alcanzar el orgasmo. Una sucesión de llantos extraños que nunca antes había proferido, al menos en mi presencia. Sus gemidos parecían los de una gata en celo, el vaivén enloquecido de una puerta mal engrasada movida por un viento anónimo y dispar. Dos gotas reverdecidas colgaban de sus lacrimales, profundos como siempre, sin llegar a caer del todo, exentas de las leyes de la gravitación y de la hidráulica. Después, cuando me vacié en ella, se dejó caer sobre mi pecho. Tardamos un buen rato en romper aquel silencio. No encontramos explicación a lo ocurrido; tampoco le dimos importancia. No era el primer polvo raro que habíamos echado. Sin embargo, volvió a ocurrir en cada coito, hasta que ninguno de los dos pudimos soportarlo más y el sexo se convirtió en un paraguas colgado de una percha en tiempo de sequía. Consultamos con un especialista que nos descubrió una fobia cruel e inesperada: una pena intangible al copular con la persona amada. Decidí buscarle otros amantes y observarles mientras yo me auto satisfacía. Todo iba bien hasta que llegó él, y volvieron los maullidos de gata, el chirriar de puertas, la ingravidez de sus lágrimas

78. Cuerpo a cuerpo

En un rincón del baño, intenta gritar. No consigue que el aire mueva las cuerdas vocales. La mano izquierda tapando su propia boca tampoco ayuda. La derecha señala otro rincón donde los ojos entornados miran deseando no ver. Un temblor recorre todo su cuerpo, desde el gorro de ducha hasta unos pies de puntillas que intentan levitar. Dentro de la toalla, se siente frágil. Dentro de la toalla, se siente morir.

A ras de suelo, en el otro rincón, unas antenas oscuras examinan el espacio. Perciben ligeros movimientos de algo gigantesco que no recuerda de su visita anterior. Sus ojos compuestos se humedecen con el vapor. Se acerca. Corre sobre sus seis patas. Quiere saber si es objeto o depredador. Cuando lo gigantesco vibra con más velocidad y lanza pequeños ultrasonidos lastimeros, gira hacia la base del lavabo. Allí hay un agujero protector.

Entre grititos vuela el papel higiénico; vuela la esponja vegetal. La piedra pómez rebota en el suelo. Los pies regresan a la bañera. El gel de ducha, el acondicionador y el champú surcan el aire, sin precisión, mientras la cucaracha, convencida antropofóbica, decide resguardarse hasta el comienzo del segundo asalto.

77. TRAS LA GRADUACIÓN

Desde hace muchos años no se ha mirado al espejo, evita los escaparates, ascensores y todos aquellos sitios en los que podría verse, le tiene un terrible pavor. No puede saber cuánto ha cambiado y cómo luce. Para el ordenador utiliza una pantalla especial y el móvil es de los antiguos. Hasta la fecha ha podido evitar contemplar su rostro en cualquier lugar y hasta hacerse fotografías en grupo. La imagen más reciente que guarda es una de cuando apenas se graduó en la universidad.
Hoy tiene un problema, debe presentar urgentemente una serie de documentos así como una fotografía reciente para un trámite obligatorio, de lo contrario podría tener serios problemas. No tiene a quién recurrir que le transmita confianza, vive solo y apenas se fía de la gente. Parece que va a tener que enfrentarse a la realidad; alguna vez tenía que pasar, y no quiere tener problemas a estas alturas tardías de la vida.
Va a preparar el momento, está muy nervioso pues sabe que también va a encontrarse consigo mismo. Entra a un fotomatón, y frente a la cámara descubre la misma cara de cuando se graduó, ahora sin birrete.

76. Colegas

Hacía tiempo que F. no volvía al barrio y ¡qué casualidad! Desde lejos reconoce la zancada flexible, el aire levemente despistado que le eran tan familiares. Al acercarse advierte el traje oscuro, la corbata, el pelo engominado y cree adivinar la pulserita con los colores de la bandera patria asomando al borde de la manga. Cuando se cruzan, apresura el paso desviando la mirada hacia la izquierda.

Tras años sin aparecer por el barrio, ¡quién lo iba a imaginar! Desde lejos, J. contempla los andares patosos, aquella sonrisa enigmática y socarrona que tanto le divertía. Al acercarse observa el pelo largo y descuidado, la camiseta deshilachada donde rotundas letras dibujan sobre el pecho un mensaje que no alcanza a leer, pero que intuye. Al cruzarse, acelera el paso desviando la mirada a la derecha.

Mientras se desencuentran, algo cambia en la foto que, en el local de la Asociación de Vecinos, recuerda la victoria del equipo del barrio en la liguilla del 97. Dos muchachos cogidos de los hombros  —gesto confiado, miradas anhelantes de futuro—, dejan de posar felices junto al equipo y se arrancan sendos lagrimones de un manotazo.

Los hombres, bien se sabe, no lloran.

75. Cosas de vampiro

Me cuenta que sus fobias son un castigo divino, que solo retornan los que son rechazados por la tierra, por lo que su continuidad en este mundo pasa por soportar esa maldición. Habla poco y, cuando lo hace, sus palabras no denotan el tormento que cabría esperar de su situación. Antes diría que hay jactancia en sus maneras: la vanagloria, tal vez, de quien se siente muy especial.

Llevo días adaptándome a los horarios que impone su fotofobia, al triste efecto que en las comidas tiene su aliumfobia, al constante y severo cuidado que hay que observar con su estaurofobia, así como a un sinfín de rarezas suyas, entre las que sospecho que está la de no lavarse mucho. Todo sea por gozar de su disputada compañía, por conversar con alguien ante cuyos ojos han ido desfilando los siglos.

Hoy, al igual que en noches anteriores, hemos subido a la azotea de su castillo. Ha estado contemplando la ciudad mientras yo lo miraba embebecida, imaginando el tropel de vivencias y recuerdos dignos de ser contados que su silencio reprimía, hasta que de pronto, con aire trascendente y voz de sarcófago, ha dicho: «Todo esto que ves, querida, antes era campo».

74. Lotería (Salvador Esteve)

Enclaustrado en mi reducido universo, me siento seguro. Mi agorafobia congénita me hace temblar solo con imaginar abandonarlo. Pero las manos ignoran mi fobia y me arrastran al espacio infinito, hacia una vida en la que, tal vez, si tengo suerte, podré perseguir mis sueños. Sin embargo, creo que no he sido bendecido por la providencia y presiento que, si logro sobrevivir a mis primeros meses de vida, el hambre violentará mis huesos y la guerra, como una plaga de insectos, pululará a mi alrededor, intentando expropiar mi sangre sin indemnización. Tengo miedo a la nada, diáfana de esperanza. Y, en mi indefensión, como mi primer acto de rebeldía, solo puedo hacer una cosa: llorar.

73. Dendrofobia

Los árboles le provocaban un pánico incontrolable y el vecino de enfrente había plantado uno en su jardín. Cada día lo veía más alto, más cercano, acechando en silencio, arrojando sombras alargadas que trepaban por las paredes de su casa. Trató de explicárselo, pero el vecino solo se encogió de hombros.

La ansiedad lo asfixiaba. Una noche, incapaz de soportarlo, tomó un hacha y cruzó la calle. Golpeó y golpeó, una y otra vez, arrancando astillas hasta que el pequeño árbol cayó mutilado. Cuando volvió a casa, miró por la ventana y vio al vecino con los ojos clavados en él, cargados de rencor.

A la mañana siguiente, salió al porche y se sentó frente al jardín del vecino, ahora raso, sin la agitación que solía dominarlo. En esa calma, acabó por dormirse. Al despertar, sintió un cosquilleo en los brazos. Su piel se había vuelto rugosa, como la corteza de un tronco. El cuerpo, plagado de brotes diminutos, había adquirido un tono verdoso. Intentó levantarse, pero tenía los pies hundidos en la tierra. Levantó la vista y, al ver la sombra del vecino, tijeras de podar en mano, comprendió que el miedo siempre encuentra un nuevo lugar para crecer.

72. INCOMPATIBILIDAD DE CARACTERES

Mi abuela Gumersinda me contó su noviazgo, mostrándome cómo han cambiado los tiempos desde aquellos días en los que la electricidad apenas llegaba a todos los hogares, el agua corriente no era tan corriente y la psicología todavía no tenía nombre.

Al principio, mi abuelo Zacarías rondaba su calle y la espiaba a través del cristal de la ventana. Luego, con el consentimiento de los padres, comenzó a hablar con ella en la reja. Esa relación se mantuvo en el tiempo, y aunque mi abuela no quiso explicarme todos los detalles, se quedó embarazada.

El escándalo que supuso la noticia en el pueblo obligó a la pareja a casarse −sin trajes de fiesta ni lujos−. Fue entonces cuando comenzaron los problemas. El día en que la novia salió de su casa en dirección a la iglesia, se sintió indispuesta; cuando el novio entró en la iglesia, se puso pálido.

En resumen, la convivencia se volvió imposible y la unión terminó en separación, ya que él rara vez aparecía por casa y ella apenas salía. Hoy en día, probablemente se habrían tratado la agorafobia de ella y la claustrofobia de él, y tal vez yo tendría primos.

71. El terapeuta (Jesús Navarro Lahera)

Desde pequeño, en casa solo escuché lamentos. Mi padre protestaba porque tenía que aguantar a su jefe y a los incompetentes de sus compañeros, mi madre gruñía a todas horas y no dejaba de quejarse porque nadie agradecía su trabajo, y mi hermana gimoteaba sin parar tanto porque yo no jugaba con ella, como porque en la escuela no la valoraban adecuadamente.

Por eso nunca he soportado a las personas que van por la vida como plañideras en un maldito entierro. Por eso me hice terapeuta, tanto para superar mi repulsión incontrolable por los lloros de los quejicas, como por hacer con otros lo que de niño no pude llevar a cabo con mi familia.

Ahora, en mi consulta, soy feliz al ver la cara que ponen mis pacientes cuando los animo. Siempre abren mucho los ojos, tragan saliva y se quedan mudos durante unos instantes, como si no pudieran darme las gracias. Lo que no entiendo es que luego cambien esa expresión beatífica que tanto me llena, y en lugar de una sonrisa, sus bocas me devuelvan una mueca de angustia al sentir que mis manos se aferran a sus cuellos para hacer realidad su deseo de morir.

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