Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

87. Sala de muñecas (María Rojas)

Madame Alhelí se adentraba en la sala de las muñecas de porcelana. Ellas con los ojos rasgados, la piel nacarada y las boquitas casi violáceas la esperaban. Algunas cargaban sobre la falda a otra muñequita envuelta en telas de finos brocados. Madame Alhelí iba dejando en sus regazos monedas mientras las miraba a los ojos con firmeza. Deseaba vislumbrar en el fondo de esas pupilas algo de comprensión. Pero los ojos y las boquitas permanecieron siempre cerrados.
Madame Alhelí abatida saltó al abismo por la puerta de detrás del espejo.
Las muñecas soltaron unas lagrimitas dulzonas. Tenían claro que el único que podía haberla salvado era un tal Flaubert.

86. El verano en el que fui rubia

Aquellas vacaciones en el pueblo todos se interesaron por mí como si fuera la primera vez. He de reconocer que, al principio, disfruté de ese inesperado protagonismo, junto con el calor seco y las tardes en la plaza, donde se realizaba el cortejo a las recién llegadas. Enrique seguía enamorado de su compañera de clase, tan rubia natural. Percatándose de mi inesperado potencial, me pidió ayudarlo en un juego inocente, un pequeño engaño. Así que, cogidos de la mano, pasamos junto a ella como si fuéramos novios. Una vez culminada la misión, estaba eufórico. ¿Has visto cómo nos miraba?, te invito a un refresco. Ojalá hubiera desaparecido en ese instante como los cubitos de hielo entre las burbujas.

El primer día de otoño recibí una carta suya con una foto de él y su rubita. La rompí en mil pedazos, a sabiendas de que era un acto inútil y totalmente irracional. Cogí algo de dinero y salí de casa, decidida a comprar un tinte castaño 5.0 y, en el camino, pensar qué responder a la carta del primo Enrique.

85. De lunes a viernes (Josep Casals)

Ella sube dos paradas después y baja una antes. Entra siempre por la primera puerta del segundo vagón y, si puede sentarse, saca un libro del bolso, retira el punto y lee un par de páginas, esto es lo que dura su trayecto. Si tiene que quedarse de pie, conecta unos auriculares al móvil, se agarra a la barra y mira a ninguna parte. En más de una ocasión he pensado que podría seguirla para saber a dónde va, qué hace, pero no me he atrevido. Ni siquiera he osado a acercarme más.

Hoy no ha bajado en su parada. El convoy ha reiniciado la marcha y ella seguía allí sentada, leyendo. Mientras trataba de buscarle una explicación, ha llegado mi estación y la inercia cotidiana me ha empujado a salir del vagón. Ha sido cuando me dejaba subir por la escalera mecánica que he sentido unos ojos clavados en mi nuca. Instintivamente me he girado y entonces he visto que ella, unos escalones abajo, no apartaba la mirada.

84. SARA

Con Sara todo era más fácil. A él me cuesta más entenderlo. Cuando Sara volvía llorando del colegio intentaba descubrir lo que le preocupaba hablando mientras tomábamos el té con sus muñecas aunque las odiara. ¡Como me gusta decir su nombre! Sara, Sara, Sara, no me canso de decirlo, lo gritaría ahora si pudiera. Pero él es más callado. Se encierra en su cuarto nada más llegar del instituto y cualquier intento de conversación acaba en monosílabos y un portazo. Ahora viste camisetas holgadas y chaquetas con capucha. Y esa actitud tan desdeñosa que en ocasiones me avergüenza no puedo soportarla. Será una etapa, algo normal que ocurre con la edad me dicen, pero noto que no nos entienden. Ahora parece que hablamos idiomas distintos. Siendo Sara nos entenderíamos, seguro. No me hago a la idea que ya no esté con nosotros y que sea otro quien ocupe su lugar. No tengo tan claro que la terapia nos ayude a superarlo. Espero que el psicólogo tenga razón cuando nos garantiza que todo mejorará cuando aceptemos que nuestra Sara ahora es un chico y que se llama… todavía me cuesta decir su nombre.

83. Formas de mantener la compostura (Miguel Ibáñez)

Antes de que la muerte se pueda filtrar por cualquiera de las palabras que van después del siguiente punto, diremos, que si bien nuestro protagonista está postrado en la cama de un hospital, sin poder respirar, y alumbrado por una luz amarillenta y cruel, no es esta una historia de pérdida. Porque de recordar están hechas las formas más ciertas de vivir. Y a eso se dedica este hombre, si está consciente, poniendo todo su empeño en las tardes que pasaba con María en la bodega de sus tíos cuando iba por las fiestas, de joven; en unos pechos blancos, un olor, una manera de gemir, como la de un ratoncito, el ruido de pies descalzos corriendo hacia la cama, llevándole desnudez y un cuerpo recién duchado. Cierra los ojos, justo cuando la visitas se van, como en trance, sin que nada pueda distraerlo de su tarea, ni siquiera ese bip tan molesto y constante de la máquina, y aunque no siempre lo consigue, el revoltijo de recuerdos que le golpea corriéndole por la sangre, levanta a veces su ánimo, lo justo para mantener la dignidad, mientras la enfermera le cambia la sonda.

82 «Cheessse»

Dejé de decir «patatas» en las fotos porque salía siempre con los labios pegados en la primera sílaba. Desde que digo «cheese» me va mucho mejor, si dejamos aparte lo ocurrido en la última reunión familiar. De la fiesta solo recuerdo el rato de la cena. El resto lo cuenta con elocuencia mi cara en la foto. Dicen que mi cuñado estuvo haciendo cambios en su composición hasta desquiciarnos. En el centro se ven mis suegros —a los que había conocido esa misma tarde—, y asomando justo detrás, mi más lamentable versión. Creo que nunca he bebido tanto como aquella noche. La cámara captó un chorro de saliva escapando de entre mis dientes, como un ectoplasma, con dirección al cuello de mi suegra. El que ella me diese un bofetón acto seguido fue algo que todos encontraron desproporcionado. Los demás ocupan el lugar que el pesado de Luis —finalmente en primer plano y con los brazos abiertos— quiso otorgarles. Mi mujer aparece en un extremo —quién lo habría dicho— con un bello y afortunado «patatas» en su sonrisa; demasiado lejos de mí para que el culo que estuve palpando en la cuenta atrás del disparador fuera el suyo.

81. Vuelta al cole (Jerónimo Hernández de Castro)

Las botas le aprietan y pesan demasiado, e intenta no arrastrar los pies tal como le apremian todos los días. Ya no percibe el latido de sus sienes palpitantes, apagado por el zumbido instalado en sus oídos desde la primera detonación. Una sinfonía absurda donde se fusionan sonidos cotidianos: el rechinar de las patas de mesas y sillas arrastradas, los cristales que se rompen y los susurros tras las puertas. Sobre ellos se imponen los gritos y las carreras y el crujido inquietante de la piel y los huesos acribillados.

Él sigue avanzando por el pasillo dirigiendo su arma automática por doquier, decidido y sereno, como expresa su último post, hasta la penúltima bala. Entonces, ya en silencio, la oscuridad y la vergüenza regresan como siempre desde que empezó el curso, antes de que se escuche un último disparo.

80. Terremoto

La tierra tiembla al lado de la charca. Elena cae sobre mi pecho, entre mis piernas, aunque evita que choquen nuestras caras. Me pongo rojo, muy rojo, como un tómate hubieran dicho nuestras madres. Otra sacudida agita nuestros cuerpos; se agarra a mí por miedo más que por deseo y noto al rubor convertir mi cuerpo en el infierno. Entonces miro el agua del lavajo, su aliento agónico que otras veces apaga mis hogueras, la voz de las vecinas convertida en un coro de fantasmas que repite una y otra vez lo buena pareja que siempre hemos hecho. Han pasado apenas diez segundos y me han llenado más que tantas noches sin luna entre el cieno ensangrentado. Elena se levanta y corre hacia donde se han quedado los demás. El filo de su falda choca con la parte trasera de sus muslos, mientras mis manos lloran por no haberse atrevido a profanar el mismo templo. Me levanto y corro también, aunque perseguido por el aura mártir de la culpa. Cuando la alcanzo ya estamos con el grupo. Bromean: «¿Teníais condones?», «¿Para cuándo es la boda?»,« ¡Daros un besito!». Noto que el bochorno me atenaza, ella sin embargo responde: «Es inofensivo».

79. La vergüenza del odio (Salvador Esteve)

Pateo al maldito negro con saña, sus dientes y un trozo de labio ensucian la acera, su cuerpo sanguinolento se retuerce de dolor.

Con agua caliente y estropajo intento arrancar el tufo rancio que me ha dejado el anciano negrata. Cuando el vaho se desvanece, veo ennegrecido mi dedo pulgar del pie, quizá se ha entumecido un poco.

Con el tiempo observo, incrédulo, cómo la oscuridad trepa por mis extremidades, la noche se cierne sobre mi blanca piel y paraliza mi vida. La ropa oculta mi vergüenza hasta que la maldición cubre mi rostro, me he convertido en un despreciable afroamericano.

Humillado, dejo mi barrio y me adentro en los suburbios de los negroides. Pese a mi odio, me voy integrando. Mi animadversión se atenúa a medida que conozco sus miserias y grandezas, el tiempo me los muestra como iguales.

La vergüenza da paso al orgullo; soy otra persona. Mi enfermizo racismo hacia los negros ha saltado de mi mente, precipitándose al olvido para jamás volver.

 

Al girar la esquina tropiezo con un individuo que nerviosamente me pide perdón. Es un maldito amarillo, un asqueroso japo, le digo que se largue a su puto país mientras le pateo con saña.

 

78. Juan Sin Vergüenza (Tomás del Rey)

Érase que se era un niño, llamado Juan, que no conocía la vergüenza. Daba besos y hacía sus monerías a quien sus padres le pusieran por delante. Luego, ya adolescente, disfrutaba cuando su mamá iba a verlo a la puerta del instituto, le hacía mimitos y le arreglaba el pelo delante de sus amigos.

Un especialista sentenció que la ausencia de determinada hormona le impediría avergonzarse para siempre.

Juan peregrinó durante años en busca de soluciones: visitó un convento de madres ursulinas y, salvo espantarlas a todas, no obtuvo ningún avance; localizó a los payasos callejeros y a los mimos más lamentables, pero no logró ruborizarse ni como espectador ni reproduciendo él mismo los números que perpetraban. Finalmente, puso un cartel en el recibidor de su casa para recordar que no debía abrir la puerta sin ponerse al menos unos calzoncillos.

Le dijeron que tenía talento para la política. Su ascenso meteórico en el partido le llevó hasta la cúpula donde se fijaban estrategias y pactos. Al poco tiempo, notó cómo una quemazón desconocida le nacía desde las tripas y le hacía enrojecer por dentro y por fuera. Junto con su dimisión, dejó también una carta de agradecimiento.

77. Tiovivo vital (Pablo Cavero)

La boca seca. Las palabras ensayadas se encogen cobardes. Incapaces de asomarse en este escenario. El pánico se ha adueñado de sus cuerdas vocales. Su rostro ruborizado le delata. Los primeros balbuceos apenas los escucha el cuello de su camisa. Por suerte para él, esos susurros llegan a oídos de este jubilado, que se siente reflejado en ese calvario de pedir en un vagón del metro. En su época de vacas flacas se vio obligado a mendigar. Se le acerca y le rescata de una de las mayores deshonras de un ser humano. Le lleva a un almacén, él es un organizador el banco de alimentos del barrio, aquí sin dejar la tarea todos saludan a Quique. Le hace gracia, así era conocido su padre, al que siempre dio por muerto sin estarlo, del que nunca habló con nadie, de quien siempre renegó. Remangados ambos para aligerar la cola del hambre. Se queda estupefacto al ver tatuado en el brazo de su ángel de la guarda el apodo cariñoso de su madre.

76. La trayectoria

Para suicidarte desde lo alto de un edificio, lo importante es saber caer. Parece mentira que a estas alturas tengamos que recordar algo tan obvio, pero es que cada vez la gente cae peor. Antes, los suicidas de nuestro edificio subían a la azotea, se lanzaban y en 4 o 5 segundos se estampaban contra el suelo, que es lo que se espera de ellos. Nosotros correspondíamos con unos aplausos de protocolo y a esperar al siguiente. Pero ahora no. Yo no sé si es que estos suicidas modernos no saben calcular la trayectoria, pero el caso es que entre que se golpean con los alféizares y rebotan en las cuerdas de tender o en las cornisas, tardan una eternidad en llegar al suelo. Y se pierde en espontaneidad. Al último, un tal Clarence, le dio por descender zigzagueando. Y claro, como tardaba casi un minuto en atravesar cada ventana, los vecinos aprovechamos para echarle en cara todo lo que nos habíamos callado de él durante tantos años. Se posó en el suelo, rojo como un tomate, se sacudió el polvo y desapareció por la primera esquina. Hubo abucheo, por supuesto. Y no hemos vuelto a saber de él.

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