Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

45. Futuro imperfecto

Me presenté antes de la hora prevista, justo cuando la familia empezaba a comer el pollo asado con patatas fritas. Ni los padres ni la niña me habían invitado, y aunque tampoco me hicieron caso, porque ni siquiera sospechaban que hoy era día de visita, pude acomodarme entre ellos y observarlos con curiosidad.
Primero me fijé en el padre, que se estaba sirviendo una generosa copa de vino. Con la alegría que la vació y las veces que fue rellenándola no me costó nada comprender cómo acabaría en un par de años.
Luego en la madre, tan sonriente, tan risueña, tan feliz en esos momentos, que fue difícil imaginarla abatida, vacilante y sedada para que no pudiera arrastrarse al balcón o subir a la azotea.
Y después en la niña. Esperé hasta que el hueso de pollo se atravesó en su garganta tras un bocado de patatas fritas que casi ni había masticado. Enseguida comenzó a patalear desesperada, como suelen hacer los que todavía no quieren venir conmigo, y luego, en cuanto pudo verme, abrió mucho los ojos. Me la llevé de allí sin perder ni un segundo. No soporto a los padres cuando se ponen a gritar.

44. Kintsugi (Salva Terceño)

Hiroshi Nakata nació en Sendai pero pronto se mudaron a Kioto.

Cada vez que regresa vuelve a sentirse niño. Recuerda el día que rompió un jarrón. Su madre recogió los trozos y los pegó con oro, como si resucitara una vida.

Antes solía llevarla y repetía una y otra vez:

—Esta fue nuestra casa, Hiroshi.

Ahora está demasiado débil y Michiko dice que Sendai aburre a los niños.
La casa parece resistir, no como él. Desde que Michiko le dejó ha adelgazado y sonríe menos. Kaito ya sobrepasa su altura y suele acompañarle. Kenji nunca puede. Se llevan fatal. Algo se ha roto también entre ellos.
El día de su jubilación entró su jefe al despacho.

—¿Aún sigues aquí, Nakata? —dijo.

Esperaba una despedida más honorable. Le entristecen tantos cambios en su país, aunque nunca llora hasta llegar a casa.
Kaito trabaja mucho y, desde que se separó de Jin, necesita dejarle a Nori. No le importa que lo lleve a Sendai. Los paseos siempre terminan en su calle, ante la vieja casa agrietada.

—En esta casa vivía yo a tu edad, ¿sabes, Nori? —le dice.

Nori nota la mano del abuelo apretando la suya.

—Entonces no tenía tantas grietas.

43. La bolsa de la compra (Rosy Val)

Podría sonar a incoherencia, mas yo recuerdo aquellos días como los más entrañables de mi infancia. Incluidas esas tardes en las que nuestros padres nos castigaban sin merendar haciéndonos creer que era en reprimenda por habernos portado mal. Pero es que la actitud y el tono eran tan sin enfado que mi hermana y yo seguíamos jugando al parchís, como otras veces, sin darnos cuenta de que eran excusas y una casualidad que, siempre que nos castigaban, el frigorífico se encontraba vacío. Entonces salían los dos a la calle, advirtiéndonos… —ahí sí que se ponían serios—, que no abriéramos a nadie. Que esperásemos a que ellos volvieran. Y que cuidáramos de Toñín; que correteaba feliz en su triciclo sin enterarse apenas de sus ausencias. Al final siempre volvían con comida. Hasta esa vez en que solo regresó papá. Sudando mucho, con los ojos muy rojos y la pistola de Toñín asomando por el bolsillo de su abrigo. Echábamos mucho de menos a mamá, pero también nos daba mucha pena papá, sobre todo cuando salía a jugar fuera, con la pistola, él solito.

42 Cenizas (Marta Navarro)

Sonríes y, por un instante, el mundo se ilumina. Sueño contigo. Siempre estás ahí. Escondida en algún rincón de mi cabeza. Una sombra del pasado. Un fantasma que ya no duele. Un duendecillo burlón que se ríe de mí y no se deja atrapar. Pero, a veces, de repente, tu recuerdo me asalta y, por un momento, casi creo poder tocarte. Luego te desvaneces. Es mejor así. No me reconocerías en este viejo cansado y solitario que ahora soy, que sonríe con descaro por evitar que sus ojos traicionen el dolor.

Es difícil hacerse viejo, mi amor. Asumir incrédulo el reflejo de un espejo, luchar contra la inseguridad y el miedo, contra el desconsuelo, contra este desamparo…

Hoy estoy triste. Tal vez, aunque me niegue a reconocerlo, me siento solo. Por eso, como siempre, recurro a ti. Al recuerdo de tu risa, de tus palabras, de tus miradas, de tus silencios. A la magia del hada que un día traspasó mi vida y me hechizó para siempre. Gotitas de alegría que curan el dolor del alma.

41. En penumbra

Cuando se fue la luz en el vecindario atardecía. Regresaba a casa tras despedirme de mi esposa en la estación. Antes de entrar, me entretuve observando a una niña en los escalones de su adosado seguir con la mirada una silueta que se alejaba fatigadamente. La brisa dulce, el silencio de las farolas y un ocaso de vetas rojas completaban el cuadro.

Debía de haber pasado más tiempo del que imaginaba, porque dentro ya reinaba la oscuridad. Crucé el zaguán y desde la galería, a través de los visillos de la sala de estar, adiviné unas sombras esbozadas por el tenue resplandor de una vela. Mi padre sentado en su sillón apartó la vista del televisor apagado para saludarme; mi madre doblaba ropa cerca de la llama mortecina. Dijo que improvisaría algo de cena. Mi padre, qué tal me había ido el examen. Tuve un presentimiento: iba a preguntarles por mi hermano –sí, en esa época todavía viviría–, por cómo sobrellevaba la enfermedad; pero me contuve a tiempo. No quería perturbarlos, tan confortablemente instalados en el calor del hogar.

40. Adiós, tristeza

Las ráfagas de soledad fueron aumentando con el tiempo hasta erosionar todas las palabras. Pero nosotras inventamos nuestra propia lengua de lágrimas. Qué fácil entendernos. Ella vestía un traje largo tejido con cenizas que derramaba sobre mi sofá.  Me gustaba. Así podía esconder debajo mi corazón seco y arrugado. El día que sonó el teléfono, estábamos juntas —como siempre—. Creo que lloró más que yo. Al menos, comenzó primero. Tenía un sexto sentido para presagiar los  eclipses  de sol. Por eso supo la noticia antes que yo. Después de la muerte de mi hermana, mi sobrina se trasladó a mi casa. Éramos tres tazas quebradas. Pero la niña se recompuso antes  gracias a sus juegos. Las risas infantiles  y el olor a chocolate caliente destruyeron el silencio de los muros. Un día, sentí algo extraño en la garganta: era un colibrí que había anidado. Su pico de alfiler me hizo cosquillas. Tantas que solté una carcajada y las cenizas de su ropa salieron con ella por la ventana. A veces, la veo en mis sueños. Entonces, me levanto y busco ansiosa una mancha de tristeza en el moho del baño. Será que la echo de menos.

39. LA CHICA DE AYER (Manuel Menéndez)

Había sido un buen concierto. El público había disfrutado y una mujer, en la primera mesa, parecía entusiasmada. Al acabar se me acercó.

 

– Eres Manuel, ¿verdad? ¿no me recuerdas?

 

Dudé. Tenía una edad similar a la mía, pasado el medio siglo, pero no despertaba ningún eco en mi memoria. Insistió:

 

– Soy Laura, tu compañera de pupitre en COU, en los Salesianos.

 

Contesté con un gruñido poco comprometedor, mientras seguía mirándola. Entonces me fijé en el halo de tristeza de sus ojos.

 

— ¡Claro, Laura! Perdona, hace tanto tiempo…

 

Su sonrisa la transformó. Pude entrever por un momento la chica que había sido. Entre cerveza y cerveza me contó su historia, sus amarguras, su desencanto. Estábamos bastante achispados cuando me confesó que se arrepentía de haberme dado calabazas. Sonreí. Le aseguré que había estado enamorado perdidamente de ella, que siempre sería mi primer amor. Me besó. Nos besamos. Le pedí un momento y volví al escenario. Le dediqué La chica de ayer. Lloró desde el primer acorde al último. Luego se abrazó a mí con fuerza, miró el reloj, susurró que nunca olvidaría esta noche y se marchó, desapareciendo entre la gente.

 

Ojalá me llamara Manuel y hubiera estudiado en los Salesianos.

38. ARTE MAYOR

En aquella familia de mermados nunca hubo el menor asomo de talento, de modo que ni nadie lo echó de menos, ni ninguno de ellos supo reconocerlo cuando estuvo ante sus narices. Es cierto que casi todos se ganaron la vida en el teatro, y no con títulos menores o autores de medio pelo, así que, de padres a hijos se consolidaron como un linaje, pese a triunfar con altisonantes endecasílabos por ignorancia del público y contra el criterio de la crítica. En realidad contra todo criterio.

Quizás casualmente o por exposición al oficio, de pronto les salió un vástago avezado y con la rara virtud de la dicción, disciplina desdeñada por petulante, como el joven actor, que salió de aquella dinastía de comediantes para acabar rodando anuncios televisivos en los que, eso sí, desplegó todo su arte y también derrochó todo su talento.

—¡Cómprelo, voto a bríos!

Aceptó malvivir con pequeños papeles publicitarios a los que les daba su toque trágico, como añorando el sempiterno drama, pero en el fondo añoraba sus orígenes y esa manera estrafalaria de defender el teatro clásico a capa y espada.

Todo esto lo pensó durante su inacabable agonía.

36. TOC

Con letra grande y clara, escribió en la pared del salón: «La echo tanto de menos, que la tristeza hace que me vaya de este mundo empujado por la nostalgia». Satisfecho con la prosa poética del mensaje, fue a preparar su suicidio. Amarró una cuerda a la viga del techo y se subió a la silla más alta de la casa. Empezó a dudar entonces si había caído en el laísmo y bajó para cambiar el «la» del principio por un «le». Repasó detenidamente la frase y creyó que la coma que había detrás de «menos» sobraba, así que la quitó. Luego se preguntó si «vaya» era con «be» o con «uve». La borró, buscó un sinónimo que no rompiera la estética y puso «marche». Además se convenció de que a «echo» le faltaba una «hache» y la colocó. Leyó de nuevo y, por fin, volvió a subirse a la silla. Tras ajustarse la soga alrededor del cuello, se dio cuenta de que no recordaba si «nostalgia» era con «ge» o con «jota». Bajó por última vez y, mientras lo tachaba todo, pensó que no estaba ni triste ni nostálgico y que tampoco la echaba tanto de menos… ¿O sí?

35. Promesas incumplidas (Marisa Martínez Arce)

 

Cuando cerré la puerta, sentí una sensación de alivio. Bajé la escalera despacio y en silencio, intentando hacer el menor ruido, cual ladrona que huye sigilosa tras obtener su botín. Con miedo, pero sin culpa. Dejaba atrás tus promesas incumplidas, rotas e inacabadas; te querré siempre, lo nuestro es para siempre. Siempre, siempre, siempre.  Abusabas tanto de este adverbio.

Yo hubiera preferido: te respetaré siempre, te cuidaré siempre o, mejor aún, no te pondré nunca la mano encima.

34. Sésamo Home

Aquellos días en que el aire penetraba con ímpetu en sus pulmones, días de cromos y canicas, de tangas y rayuelas, quedaban ya demasiado lejos. La noche había cubierto sus ojos con un manto negro de nostalgia y pesimismo. Su vida se había convertido en un auténtico pozo infinito con su nombre grabado en los horcones. Diariamente escuchaba el chirriar a la polea y se asomaba al brocal para ver su imagen en lo más profundo de la eternidad, llamándole.

Cierto día, paseando con su soledad, encontró una caja diminuta y redonda con la inscripción Google Home. Solo necesitaba un “abracadabra”, un “ábrete Sésamo” que le permitiera crear un mundo nuevo y terminar definitivamente con su soledad, cono hiciera Dios en el principio de los tiempos.

─Abracadabra, Google… Ábrete, Google… Ok, Google: ¿Estás ahí?

─Vivo en la nube, pero quiero pensar que también estoy en tu corazón.

─¿¡En mi corazón!? Eso no me lo esperaba.

─(…)

─Ok, Google: Me mataba la soledad.

─El sitio Arkana.es dice: La soledad es la peor compañía para el hombre.

─Ok, Google: ¿Podría darte un beso?

─Me gustaría ver cómo lo intentas. Aprovecha mientras tengas wifi.

─Vale, vale, ahora ponme el murmullo del mar.

─(…)

33. Rita y la melancolía (María José Escudero)

Mi madre murió de tristeza. Eso dijeron los médicos que la trataron. Y tras expresarnos su más solemne y sentido pésame, nuestra niñez volvió, bruscamente, a vestirse de negro. Mis dos hermanas me miraban con una mezcla de lástima y de esperanza, porque, aunque era el más pequeño, me había convertido por voluntad del destino y complicidad del viejo orden, en el cabeza de familia. Dos años antes, mi padre había quedado atrapado entre los hierros de un barco que transportaba harina y ocultaba dinamita. Después de aquella tragedia, mi madre permitió que la humareda de la explosión se alojara para siempre en nuestras vidas y se quedó encadenada a sus recuerdos. A menudo, respiraba con vehemencia las ropas de su amado esposo, recitaba en susurros poemas de amor y, mientras caminaba sin rumbo, se olvidó de nosotros.

Antes de dar el último suspiro, nos dedicó una de sus etéreas sonrisas. Aún guardo en mi memoria la palidez de su rostro y el azul de sus venas sobre el embozo. Ella parecía feliz y de nada sirvieron nuestros reclamos. Nos quedamos solos, desamparados y durante mucho tiempo nos sentimos perseguidos por la nube amenazante de su melancolía

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