Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
1
2
horas
0
9
minutos
0
1
Segundos
2
4
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

75. TESOROS LÍQUIDOS (Rosalía Guerrero Jordán)

Carlitos mira ensimismado el licor favorito de su padre. Con su cuerpo ovalado, rematado por una esfera cristalina, la botella reposa adormecida entre los libros polvorientos del despacho. La luz del atardecer entra por el ventanal y le araña reflejos dorados. Le recuerda el frasco de perfume de mamá que conserva, escondido en el fondo del ropero. Ése que le adormece los sentidos cuando lo acerca a su nariz y la trae de vuelta.

Se sube a la mecedora y, como un equilibrista sin público, alcanza la botella y salta a la mullida alfombra con una pirueta circense. Abraza su tesoro y sonríe.

Justo antes de que su compungida abuela lo arrastre delante de toda esa gente triste vestida de negro, Carlitos tiene tiempo de esconder la botella debajo del escritorio.

Esa noche, cuando todos duerman, volverá a por ella. Después, en su habitación, aspirará el aroma de papá y lo esconderá junto al de mamá para tenerlos siempre a su lado.

74. Recetario para la melancolía

Mi abuelo, Don Enrique, como solían llamarlo en el pueblo que le vio nacer, dejó atrás Aracena, acompañado de su esposa, para abrir una librería en Madrid.
Cuentan que a mi abuela Soledad la consumía la nostalgia de su tierra, y él, no sabiendo cómo consolar su pesar, mandó trasladar una encina desde la antigua finca hasta el patio del nuevo domicilio, junto con un gorrino que comía las bellotas que de esta caían. Mas tan titánico trasplante no bastó, pues, en las tardes de lectura, ella seguía regando con lágrimas de añoranza las raíces del árbol con cuyos frutos engordaba el cerdo.
Quiso mi abuelo, cuando llegó San Martín, agasajar a los amigos con los torreznos provenientes del animal. Dicen que las intensas emociones que aderezaron este manjar, aliñado de llanto y versos, le confirieron un peculiar sabor, y que todo el que lo probaba se veía embargado por una inmensa tristeza y abandonaba emocionado la casa familiar. Desde aquel momento, ese lugar se convirtió  en un templo de nostalgias y del buen yantar, y tal efecto aún perdura, a lo largo de los años, en la pluma  y en el recetario de las mujeres de nuestro linaje.

73. ENTRE LAS HERIDAS Y EL MIEDO UN RAMITO DE ORQUÍDEAS (Belén Mateos)

Rebeca se viste cada noche con un oscurecido camisón, con el recuerdo de las sábanas suspendidas en su piel, con el aliento sonrosado y la mirada al techo de su imperfección.

Se inventa amantes, se imagina entre las aguas de sus brazos, en el límite insensato de la discreción, en la serenidad de sus enaguas y en el decoro de su vecindad.

Aurelio, cada día le envía flores, mensajes manuscritos en una tarjeta con aroma a orquídeas, con el membrete sellado en la saliva de una promesa y el deseo de ser correspondido tras su luto.

Ella cuelga en el tendedor sus heridas, la soledad, el ansia de un nuevo comienzo, la sangre de saberse fértil todavía, los recuerdos entre sus muslos, la savia de una nueva hombría.

Él le deja en su buzón sus miedos, sus intenciones, el calibre lacrado en la oferta de un nuevo comienzo.

Rebeca frunce el ceño, es alérgica a las orquídeas, a los nuevos inicios, a esa letra que le invita a volver a sentir la vida, a las cartas furtivas de su vecino.

Destiende la ropa, la clasifica según la humedad de sus recuerdos, después, pliega su silencio, vuelve a imaginar y tiembla.

 

72. Nuestra casa

Después del entierro del papá he vuelto a nuestra casa, donde ha vivido él, solo, desde que murió la mamá. En el piso destacan las baldosas de Nolla, diseñadas por el bisabuelo, que trabajaba allí. A la derecha, la que fue mi habitación durante tantos años. A la izquierda, el dormitorio de matrimonio, con su gran lámpara de techo, regalo de mi tío, dueño de una  fábrica en Manises. El cuarto interior era el que ocupaba mi abuelo. De niño, me refugiaba bajo la cama, impregnada de su olor a viejo, muerto de miedo por los truenos, que me daban auténtico pavor.  La televisión de la salita me recuerda  la primera que compramos, el año que llegó el hombre a la Luna: mi padre y yo lo vimos en directo. La cocina, que ahora me parece pequeña, en aquellos años, con mi madre trajinando, era como una gran sala de operaciones donde pasaba la mayor parte de su tiempo. En el patio de atrás tuvimos que cortar el limonero  para construir el garaje donde guardábamos el Seiscientos.  En fin, recojo cuatro papeles y algunos libros y dejo la casa, lista para su venta.

71. SIGNOS (Rafa Olivares)

La encontré mientras ordenaba una vieja estantería, entre las hojas de un libro de poesía. La fotografía, que ya amarilleaba, tenía más de treinta años y en ella estábamos los cuatro juntos una tarde de otoño. Probablemente una de las últimas veces. Sentados en un prado, Javito, mi hermano pequeño, con el mohín de disgusto típico de los Tauro, intentaba apartarme del arrullo cariñoso de mamá para ocuparlo él. Yo, genuina Piscis, le dedicaba una mirada desafiante y de fastidio. Papá la observaba con esa mezcla de fervor y melancolía propia de los Acuario. Ella, en actitud tierna, con su nueva melena que le quedaba tan bien, parecía tratar de alejar una sombra de temor. Cáncer era el de mamá.

69. AMOR SIN BARRERAS (IsidroMoreno)

Ya desde mi infancia tuve desengaños amorosos, quizás fuera mi físico poco agraciado o tal vez mi falta de tacto con ellas, el caso es que mi corazón aún no ha encallecido por los mil desaires.  Luego, me hice militar, fui de duro por la vida y así me mostraba ante mi única novia, mi gran amor al que sigo añorando y que me abandonó por la maestra del pueblo.

Algunas noches, abatido por la nostalgia y la prolongada soledad, lloro en silencio, con vergüenza y temor de ser descubierto por mis compañeros de cuartel.

Hoy será mi última noche triste. No estoy dispuesto a perder a mi nuevo amor. Aun en la oscuridad la reconozco; agarro su mano y huimos. Su peso liviano me facilita tirar de ella. Como buen novio y buen legionario, he planificado esta fuga nocturna tratando de evitar tapias y grandes obstáculos, por lo que he dejado la verja entornada.  Antes de abandonar el recinto, la abrazo y observo que en la carrera, sorteando cruces y tumbas, ha perdido algunos huesos, sin embargo su otra mano sigue aferrada a la guadaña, y bajo la negra capucha percibo su mirada profunda y su perenne sonrisa.

68. ARTISTAS DE RUA

El guerrero huno soportaba impávido las miradas curiosas de los niños, sólo las fotos parecían incomodarle. Hacía la estatua en una calle poco concurrida cerca de la plaza del Comercio. De su robusto cuello colgaba una tablilla con una inscripción, decía que le habían maldecido a mendigar durante siglos por profanar un templo romano en Tracia. Estirándose, me dijo que permanecer inmóvil era lo más duro para un nómada. Con ojos húmedos, recordó cuando galopaba libre por la estepa, arrasando poblados y rebanando pescuezos, cosas de hunos. La maldición estaba a punto de acabar y necesitaba un caballo, porque en su tierra, un hombre nada vale sin su montura. Sólo así podría llegar a las verdes praderas del más allá, donde le esperaban sus feroces antepasados. Divertido con la imaginación de los lisboetas, dejé una moneda en su yelmo y le deseé suerte. Cuando, días después, volví a pasar por su calle, había en su lugar un Mozart de peluca empolvada ensimismado con su partitura. En una terraza del Chiado vi la noticia en el periódico. Un friki a punta de lanza había robado el mejor pura sangre de Portugal. La policía no tenía pistas.

 

 

 

 

67. INERTE

Despierta, flotan los sentidos en el aire. Grita con todas sus fuerzas, nadie le oye, ni siquiera él se oye. Quizá sea una horrible pesadilla.

Cayó súbitamente en la inconsciencia. Una muerte clínica, el oxigeno se negó a irrigar su cerebro, mas la cuchilla de muerte, no fue del todo certera.

Despierta, oye susurros ahogados en lamentos. Mira, ve en los rostros de los seres queridos, pánico mal disimulado. Manotea, patalea, ningún musculo obedece.

Mente, vista, oído, el resto del ser, quieto, eternamente quieto.

El trigo de sus cabellos se torna gris ceniza, la silueta de su esqueleto va ganando terreno.

Su esposa, su dulce rosa, lo cuida. En casi once años, ni una sola llaga. Lo acaricia, lo besa tiernamente, él la sigue con la mirada, solo puede sentir su aroma. ¡Joder,  lo que daría por sentir sus manos, aunque sea solo un minuto, poder decirle —cuanto te amo — Los pétalos de su rosa amada, también se marchita con él.

Finalmente, la guadaña lo visita. No es ella quien lo atrapa, es él quien a ella se aferra.

Por fin escapa del miedo, de la tristeza, de la melancolía.

Vuela, vuela, vuela, ya tu alma es libre, eternamente libre.

 

 

66. El correo

 

Otro día más baja por el sendero a paso lento, el pelo recogido, las manos cruzadas bajo el pecho, con su abrigo largo y las botas altas llenas de barro. Esta semana la niebla no ha dado tregua. Como siempre se para delante del buzón. Ahí se queda mirando al infinito con sus grandes y tristes ojos, recordando voces, risas, suspiros y hasta olores. Con suavidad acaricia la oxidada superficie que el tiempo ha maltratado igual que a ella. Vuelve a casa sin abrir el buzón, no sabe si podrá hacerlo, sabe que hoy hay algo. Ha visto las nítidas e inconfundibles huellas marcadas en el barro. Creía querer saber, pero ahora no está segura, al menos antes le quedaba la incertidumbre, la esperanza.
Ahora tendrá que empezar de cero, cerrar el capítulo y perdonarse como madre, por no haberlo sabido hacer mejor, pero hoy no. No tiene fuerzas, solo quiere llorar como la niebla y diluirse en ella.

65. Despedida

Cuando escuché en alguna parte que aquel hombre había muerto de nostalgia, no fue exactamente dolor lo que sentí. Más bien fue esa tristeza exigua, casi intangible, que trae consigo el fallecimiento prematuro de alguien a quien has conocido en persona, aunque no hayas tenido mucho trato con él.
Siempre se mostró atento y respetuoso. Si me veía sentada junto a la puerta del supermercado, me saludaba con una tímida sonrisa y, al salir, me daba comida o algo de dinero. Incluso hubo un día, cuando se acercaba el invierno, en que me trajo un abrigo usado. «Ya nadie lo utiliza», me dijo. «Tú lo podrás aprovechar, te queda como un guante».
Recuerdo muy bien la última vez que lo vi porque ahora, de algún modo, creo que aquel encuentro resultó premonitorio. Caminaba con la prisa de los que huyen de algo, o de alguien, y su mirada era distinta. Sus ojos, mustios, parecían decirme adiós mientras tiraba de la mano de su hijo y la voz del pequeño se reducía a un susurro, cada vez más lejano, que dejaba entrever la palabra «mamá».

64. FONDO DE NOSTALGIA (Mercedes Marín del Valle)

Siempre tuve mi propia idea sobre el significado de la expresión, fondo de armario.  Un baúl enorme, de buena madera y herrajes metálicos. Porteado por hombres robustos y diligentes. Baúles envueltos en un mágico halo de misterio, contenedores de prendas de sedoso paño y extraordinario calzado. Anchos, profundos, infinitos.

Haciendo balance, perdida entre mis vestidos y abalorios, descubrí, atrapada detrás de una balda, una caja que no reconocí de inmediato. La miré unos segundos conteniendo el aliento, mientras trataba de recordar su procedencia.

¡Mis zapatos de color marrón con filigranas talladas, brazalete tobillero y tacones de vértigo!

Me pregunté,  cómo pude olvidarlos si, cuando los vi la primera vez, llenaron mis ojos de lujuria y dotaron a mis pies de ritmo. Sabía con certeza que nunca podría lucirlos como merecían en este lugar de polvo y piedra. Tú, anticipándote a mis deseos, me los compraste sin cuestionar mi manifiesta adicción.

Esa noche los estrenamos, con tu música y mi luz.

Añoré, entonces,  los fondos de baúl de mis sueños adolescentes, los vestidos sedosos y los zapatos de tacón de aguja.

Cuando abriste la puerta, tus ojos se agrandaron.

Sonreí cómplice y susurré: nunca te arrepentirás de entrar en una zapatería.

Nuestras publicaciones