Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

77. GRACIAS A LA VIDA (Nani Canovaca)

Este fin de semana hemos ido al pueblo a desalojar la casa que fue de los abuelos. Se la ha quedado el primo Luis para restaurarla y hacer de ella, una casa rural. Nos encontramos multitud de cosas cargadas de valor sentimental y escaso valor material. Entre ellas, el viejo acordeón del abuelo. Ha sido inevitable recordar las fiestas y verbenas los días del patrón, tocando a veces en la era junto a sus amigos, Juan (percusión) y Lolo (trompeta). Las navidades, en las que no se cansaba de tocar villancicos para que todos le acompañáramos cantando. No hemos podido evitar sentarnos junto a la chimenea y quedarnos evocando recuerdos y momentos entre aquellas paredes. Crecimos alrededor de aquel hombre noble que nos enseñó que la felicidad estaba en los sencillo, que lo grande e importante estaba en todo lo que encerraba las palabras de su querida y admirada Violeta Parra cuando cantaba: «Gracias a la vida que me ha dado tanto…» y sin querer, hemos coincidido que todo ello, fue la semilla de nuestra existencia, la que nos enseñó a amar la vida, respetar a todos los nuestros, caminando por el sendero que él nos marcó.

76. CON LA MÚSICA A OTRA PARTE Y A OTRO TIEMPO (Isidro Moreno)

Me tocó ser guía de un extravagante cuarteto de músicos del XVIII que, aún no sé cómo, se presentaron en Madrid en plena primavera de 2019. No me lo podía creer.

Mis clientes deseaban verificar la posteridad de sus nombres y su obra musical. Les guié a la Biblioteca Nacional, al Teatro Real, visitamos algunas importantes tiendas de música y quedaron atónitos con esos mágicos discos que contenían sus obras interpretadas por grandes orquestas de nuestro tiempo.

Concluidas las visitas oficiales, les animé a cambiar su atuendo para dejar de ser el centro de miradas. Los llevé a tomar unas cervezas por los bulliciosos barrios madrileños. Pasmados quedaron con los «carros de metal que inundan las calles y, desde sus ventanillas, arrojan un reiterativo, atum sim pam; atum sim pam, que sienes, tripas y cristales remueven».  Mientras asimilaban aquellos ritmos, les expliqué que eso era la música de moda. Después, entramos en un restaurante con magníficas vistas del Palacio Real y que por música de ambiente sonaba reguetón. Mozart reía nervioso, Beethoven con su trompetilla en el oído no daba crédito, Bach y Häendel, casi ciegos, lloraban.

Los cuatro genios me rogaron encarecidamente que los devolviera a su tiempo.

75. Ite missa est

Con el órgano de la iglesia un tanto desafinado y cantando el “Salve Regina mater misericordiae”, despidió el satírico de Don Abilio su homilía con un “podéis ir en paz”.

Hacía mucho calor aquel domingo, diecinueve de julio del 36

74. La chica del violín y el joven Corleone

El preludio sonó en Austria, la ciudad de la música. Ella tocaba el violín en la Filarmónica de Viena, y el trataba de hacerse un hueco como gestor internacional en una organización emergente.

En un concierto, sus ojos se cruzaron para después fundirse en un adagio tan lento como majestuoso del que se dejaron llevar sin más.

Su interludio los llevó por media Europa, guiados por un allegro endulzado con tonos de prestissimo, en el que alguna vez se descolgaba algún acorde desafinado que ella intentaba corregir.

El tempo rubato llegó entre notas, algunas ordenadas y otras a las que simplemente hicieron oídos sordos, rehuyendo un final que ninguno de los dos quería tocar.

En su funeral, junto a toda la familia, ella le dedicó un réquiem, aunque en su mente siempre sonó el “Hallelujah”.

73. Tócala otra vez, Sam (Javier Puchades)

Cuando el inspector llegó al escenario del crimen, la forense y su equipo llevaban horas procesándolo todo. Observó a los pies de la víctima un martillo y preguntó: «¿Es esa el arma?»

La forense contestó: «No. Pese al aspecto, no recibió ningún golpe. El cuerpo se encontraba desnudo y atado de pies y manos a esa silla. En la cabeza, tenía unos auriculares de gran tamaño sujetos con cinta americana, la misma con la que le habían tapado la boca. Fue un trabajo profesional. No encontramos huellas dactilares. El color amoratado del cadáver lo causó el estallido de los capilares, debido a un estrés nervioso prolongado y extremo. La muerte fue lenta, dolorosa. El asesino grabó una única canción, que sonaba en bucle a un volumen elevadísimo. Esa fue el arma asesina. Creemos que la tortura pudo durar unos tres días».

El inspector interrogó: «¿Qué música puede causar eso? ¿Hardcore? ¿Trap? ¿Heavy metal

—«No, inspector, algo más cruel. La víctima escuchó durante todo ese tiempo la ‘Macarena’, de Los del Río».

72. Caprichos

Entró en el local una tarde lluviosa. Parecía un mirón intentando evitar mojarse. Pero cuando sus manos me tocaron, una descarga nos recorrió por dentro. De allí salimos juntos, convencidos de convertirnos en la mejor pareja del mundo. Cuando cantaba «Canción al elegido» o «Unicornio» conmigo acurrucada sobre su regazo, pulsaba partes de mi interior que nadie me había descubierto; entonces emitía emociones que ignoraba que existieran. Pasábamos horas y horas juntos. Pero poco a poco lo nuestro se fue apagando. Ya no me tocaba y si lo hacía era rápido, mal y con desgana; y al final acababa malhumorado. Pasaba días abandonada sin saber nada de él. Pero peor era cuando llegaba excitado, con los ojos rojos desorbitados y me negaba a seguir sus instintos cada vez más salvajes. Como sospechaba ocurrió lo inevitable, y me reemplazó, en aquella misma tienda de segunda mano donde nos conocimos, por quien podía ofrecele aquellas brutales sensaciones. Ahora no creo que nadie se fije en mí, una guitarra con solo tres cuerdas desafinadas, el mástil torcido y perdido el brillo de su barniz. Solo me queda el consuelo de la mala vida que le dará esa mesa de mezclas de grandes platos.

71. La más bella de las codas

Dicen que cuando nació, en los pasillos del hospital resonaron durante horas las más hermosas nanas. Así, la infancia de Cecilia, como tuvieron a bien llamarla, transcurrió cual allegretto, con el desenfado de un jovial estribillo. La coctelera explosiva de la juventud hizo que surcase sus venas un caudal de ritmos electrónicos, desembocando, con su entrada en la universidad, en la psicodelia roquera que la llevaría a conocer a su futuro marido. Por supuesto que en su boda sonaría un vals, y en su luna de miel en Nueva York un coro góspel haría las delicias de ambos. Pero a veces el infortunio se ceba con el amor, y lo que en tiempos fue un bolero puede llegar a convertirse, trágicamente, en un inconsolable réquiem. Aseguran, que desde que él no está, las horas de Cecilia discurren con la ingravidez de un jazz de esos que parecen no llegar nunca a ninguna parte, aunque si le preguntas te dirá que sus pasos la conducen a la más bella de las codas: reencontrarse con él. Tal vez sea verdad, o tal vez no. Pero ese es otro cantar.

70. Resistiré (La Marca Amarilla)

Cuando decretaron el confinamiento de la población, Amadeo decidió coger su vieja guitarra y buscar un buen sitio entre los pasillos del Metro de la ciudad. Allí amenizaría el trasiego de trabajadores esenciales como él, convencido de que cualquier artista era vital para este mundo.

Amadeo tocaba su versión particular del Concierto de Aranjuez, un poquito de Triana, algo parecido a Pink Floyd y bastante de Sabina, que era cuando más monedas caían en el sombrero que ponía delante suyo. Sí, también el “Resistiré”…

Los primeros días regresaba a casa para descansar pero empezó a quedarse a dormir en un banco del andén. Amadeo hacía todo esto por su publico, notaba las miradas de gratitud por encima de las mascarillas.

De vez en cuando salía a comprar algo de comer y de beber, pero un mal día que no se encontró muy fino dejó de salir, y nunca más volvió a comer. Sólo tocaba y tocaba… A pesar de que ya casi nadie pasaba por el suburbano, apenas algún vagabundo, hasta que llegó el día en que Amadeo interpretaba solo para él.

Pero no le importaba, estaba seguro de que con su música esta pandemia la íbamos a vencer.

69. Virtuosa

Las clases particulares de piano finalizaron el día en el que mi profesor metió sus manos bajo mi falda. Mis padres inevitablemente se enteraron y, tras unos meses, me internaron en un prestigioso conservatorio. Aquello fue lo más parecido a una cárcel, pero con música a todas horas. Cuando llegaba la noche dejaba que mi compañera de habitación hablara y hablara, mientras yo alzaba mis manos al aire y las hacía danzar al son de una partitura libre. Como si de una nana se tratara. El día que salí nadie me esperaba. Acudí al primer McDonald’s que vi; pedí un Happy Meal y un empleo. Compartí piso con los compañeros de turno y, milagrosamente, proseguí con mis estudios.

Cada vez que me subo a un escenario no puedo evitar pensar en aquella chica, en mi falda, el profesor y sus ágiles dedos. Y que el precio que he pagado por la música ha sido demasiado alto: cuando observo al adolescente que acompaña a mis padres en el palco, a los que no llama abuelos. Y los tres aplauden orgullosos, y yo lloro de emoción y de rabia. Y vuelvo sola a casa.

68. Ceguera -Calamanda Nevado-

El coreógrafo me miró de arriba abajo y preguntó si podía darle el nombre completo. Gregorio Adrián, le contesté. Un momento, por favor, y pasó el dedo por varias páginas comenzando por detrás, mientras murmuraba: Gregorio… Gregorio… Se detuvo y me espetó ¿Seguro que ha tocado aquí antes? Por supuesto, hace años.   Dije, decidido.  Sin hacer comentarios    siguió  buscando en siete páginas más. Entonces cerró la carpeta. Aquí no figuran  sus datos como violinista. En aquella ocasión   la secretaria me dio esta etiqueta de inscripción, afirmé alzando la voz para que me creyera. Disculpe, este modelo de tarjeta lo retiraron cuando usted era adolescente. Bajé los brazos,   me  despedí, y fui a  sentarme al sofá más alejado del vestíbulo. Ahí recordé  mi Alzheimer incipiente ¡Era  un estúpido descuidado!, mira que   no recordar el nombre falso que  he utilizado para inscribirme y entrar en esta orquesta.

No sabía qué hacer cuando de repente el coreógrafo se acercó.  Gregorio creo que lo tengo; apuesto a que se  apuntó con otra referencia. Puede… Acompáñeme ¿Es él?,  preguntó al director, tras recorrer varios pasillos. Sí, gracias.

Gregorio creí que no vendrías.

Yo que no me reconocerías, me equivoqué.

Nos equivocamos. Qué tal la cárcel.

67. La matrioska è finita

Empeñado desde la niñez en crear una opereta matrioska, el gran Tramezzini encontró la inspiración tras asistir al estreno de una famosísima ópera cuyo libreto narra cómo una compañía de actores representa en un pueblo una inocente comedieta en la que el gruñón payaso Polichinela descubre que su dulce esposa Colombina se la está pegando con el apuesto Arlequín.

Ocurriendo la coincidencia de que la bella actriz Nedda, que hace de Colombina, anda en amores furtivos con el galán Silvio (Arlequín) a espaldas de su marido Canio (Polichinela). Teatro dentro del teatro.

Tramezzini fusiló este argumento añadiendo dos niveles más. En un tercer plano, situó a los cantantes de la ópera que encarnan a los actores que encarnan a los payasos. El tenor Pandolfini, la robusta mezzosoprano Inglheri, que además es su consorte, y el tenorino Scappatini, algo melifluo y que chichisbea con la primadonna en cuanto tiene un rato libre. Idéntico lío amoroso, pues.

Y en el cuarto plano, quién sino el propio Tramezzini que, a insistente petición de su encantadora esposa Begum, aceptó invitar a la ópera a su hermoso amigo Félix.

Así dispuso nuestro genio los cuatro finales:
Comedieta: Bastonazos
Actores: Cuchilladas
Cantantes: Gallitos
Tramezzini: Onanismo.

66. Soltando lastre

Fue el propio director de la orquesta quien decidió ir quitando elementos para la Novena Sinfonía. Primero se deshizo de la percusión, “por redundante”, según aseguró literalmente. Luego hizo desaparecer las voces (Coro masculino, coro femenino, barítono, tenor, soprano y contra alto) Después prescindió del timbal del Segundo Movimiento y a continuación de los instrumentos de cuerda. Por fin, eliminó los de viento, una decisión que le costó más de lo esperado.

Ahora interpreta cada martes su pieza musical en el teatro. Se sube al escenario, frunce el ceño, ensancha los hombros, da dos toquecitos con la batuta en el filo del atril y comienza a agitar los brazos. El único sonido que se percibe en la sala es el de sus mangas cuando chocan violentamente contra los botones del frac. El público sólo tiene que acomodarse en sus butacas e imaginar, nota a nota, la fantástica pieza de Beethoven.

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