Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

60. Otra forma de mirar (Ginette Gilart)

No hay nada más bello que un atardecer de verano en el mar. A menudo lo decía Guido a sus compañeros de trabajo. Destinado a la fría Noruega echaba de menos el sol de su tierra natal, en el sur de Europa. Cuando llegaba el invierno, los días eran tan cortos y las noches eternas, le atacaba una especie de depresión —la llamaremos melancolía—.
Un año por Navidad los amigos de su pueblo le mandaron un paquete: era una gran lámpara que emitía unos rayos parecidos a los solares. Se exponía el rostro a aquel sol artificial y los inviernos se hacían más llevaderos.
Cuando, por fin, pudo regresar a su país regaló la lámpara al recién llegado que, un tanto extrañado, aceptó el obsequio.
De vuelta a casa, a menudo recordaba con cierta nostalgia los paisajes agrestes de Noruega, sus fiordos profundos y las mágicas luces de sus auroras boreales.

59. Belleza Salvaje (Jesús García Caurel)

En cuánto te vi supe que no debías de estar enjaulado.

El firme golpetear de tus cascos; tu galope fuerte y poderoso; tu blanca y soberbia crin… No eran dignos de estar encerrados en aquel diminuto establo.

Así que decidí abrir aquella puerta que te separaba de tu libertad.

Nunca olvidaré la mirada que me dedicaste al pasar a mi lado. Esa mezcla de orgullo y agradecimiento…

Ahora estoy aquí sentado en mi celda, esperando la justicia del hombre blanco. Pero no me preocupa. Hay otras justicias que son mucho más altas y poderosas que la de los rostros pálidos…

58. El centinela

Sobre nosotros nunca se abatió el hambre ni la guerra ni nos alcanzaron terremotos, inundaciones, sequías ni otras catástrofes naturales. Tampoco caíamos enfermos. La Muerte era incapaz de encontrarnos porque nuestro centinela se encargaba de anunciar su llegada, tocando la campana desde su torre vigía, para que pudiéramos escondernos. Pasado el peligro volvía a tañerla, salíamos de nuestros refugios y regresábamos a nuestra vida cotidiana.

Un día, la Muerte vistió sus mejores ropajes, y engalanada y maquillada como no lo había hecho antes intentó un nuevo acercamiento. Al centinela no consiguió engañarlo, pero tampoco fue capaz de librarse de su encanto ni de las promesas que implicaba su sumisión. Nunca había visto nada tan hermoso como la Muerte. Seducido y entregado se arrojó a sus brazos desde lo alto de la torre, y ella, tras yacer con él, pudo satisfacer su frustración contra nosotros con la saña que solo fermenta una venganza aplazada.

Aunque desde entonces sigue diezmándonos según su costumbre, a veces salimos en su busca para acabar con ella, pero sabemos que consigue huir cuando escuchamos el tañido de una campana. Ahora tiene al centinela de su lado. Aún así, no nos resignamos. Algún día vengaremos al traidor.

57. Autorretrato (Marian Ramos)

En las noches de insomnio Andrè Moury deseaba, por encima de todo, ser capaz de capturar con sus trazos la vida hasta el último matiz de belleza. Una mañana, de repente, los pinceles parecieron volar sobre el lienzo, plasmando unos lirios inmarcesibles, mientras los auténticos se marchitaban en la sofocante sala de pintura.
Eufórico, comenzó a trabajar en obras cada vez más complejas, hasta atreverse con un cuadro de su amante en medio de un Fouetté en Tournant. El giro perfecto parecía a punto de continuar. Los pómulos de la bailarina sonrosados, los músculos tensos, el brillo de minúsculas gotas de sudor sobre la piel tersa. Su musa, por contra, envejecía a cada nuevo trazo, aquejada al parecer de una rara dolencia: los dedos como sarmientos, el pelo canoso, los ojos apagados y bordeados de arrugas, las manos cubiertas de manchas.
El día del entierro, arropado en el dolor por amigos y admiradores, Andrè declaró su determinación de convertirse en el pintor de los invisibles y olvidados: prostitutas, ancianos, mendigos, dementes, desahuciados.
Finalmente, reconocido en todo el mundo por el gran realismo de sus pinturas de denuncia social, se sentó frente al espejo, dispuesto a trabajar en su última obra.

56-Misión especial ( Paz Monserrat Revillo)

Una nueva remesa de Ángeles de la Guarda se encuentra en estos momentos aterrizando con mucha discreción en los principales aeródromos poco frecuentados del planeta.

Los espíritus alados −seleccionados entre las cohortes celestiales con mejores pedigríes y rigurosamente formados en Ingeniería, Literatura y Bellas Artes− son especialistas en frenado y desaceleración. Están entrenados para fomentar la lentitud y la cautela entre los habitantes de esta sociedad de niños que corren hacia sus actividades extraescolares, mujeres que estrenan climaterio a los cuarenta, velocistas entrajados, siniestros emoticonos, partos prematuros, jefes cafeínicos y estridentes despertadores.

Difícil cometido. Sus voces vibran en una frecuencia inaudible en las grandes urbes, son muy sensibles a los metales pesados y poca gente recuerda que la función de los Custodios no es decirle a la gente lo que debe hacer sino avisarles del peligro propinándoles un toque con su ala en el mismísmimo centro de la intuición.

Esta vez traen todos los permisos para pintar puestas de sol, diseminar musas entre escritores y pintores, fecundar la primavera con nueva clorofila, baldear música y abonar los cultivos de amistad.

Sabedores del efecto paralizante que provoca la Belleza, esponjan sus plumas de cachemir deseando ponerse sin demora, volando, en acción.

55. CUANDO LA BELLEZA ESTÁ EN EL INTERIOR

Abrumado por su insultante belleza, el joven no se atrevía a acercarse a ella en clase.
Rosa, sin embargo, odiaba ser el centro de atención de aquellos moscones que le acechaban en cuanto se acercaba a la universidad.
Por eso, sin que él lo supiera se había fijado en aquel joven grueso, desgarbado y tímido, que se situaba al fondo del aula y no hablaba con nadie.
Solo se notaba su presencia cuando intervenía en la hora de Relaciones Internacionales. Entonces se transformaba, se convertía en un gigante de sabiduría singular, cuando desplegaba sus acertados e interesantes análisis de geopolítica.
Sus ideas, llenas de coherencia, dejaban entrever que se trataba de una persona cultivada, con una gran vida interior, preocupada por todo lo que le rodeaba.
Rosa, lo contemplaba desde lejos como quién observa una obra de arte digna de ser admirada, pero también como la mujer que sabe que se encuentra ante la persona con la que desearía compartir su vida.
Fiel a sus impulsos, impidió que las normas sociales socavaran la oportunidad de conocerlo mejor, y sin esperar a que nadie lo hiciese, se presentó:
Hola, soy Rosa, ¿puedo sentarme contigo?

54. Reflejo (Blanca Oteiza)

Las imágenes vuelven cada vez que me subo al coche.
Desde el día del accidente, el espejo me recuerda que la belleza se esfumó de mi rostro, junto a aquel semáforo en rojo.

53. SUSPENSO. (Paloma Hidalgo)

Rompe la foto que se sacaron en el fotomatón que hay al lado del colegio, esa en la que quiso robarle un beso. Luego vuelve a partir por la mitad cada trozo y lo mete en una papelera. A la mierda. Si no fuera imposible, mandaría al mismo sitio el aparato de ortodoncia, y las lágrimas de cocodrilo de Andrea, bien sabe ella quién prendió el pelo de la Barbie. Y la casa canija en la que vive ahora su padre, donde solo puede dormir en el sillón. A la mierda la sonrisa de mamá cuando su nuevo novio habla de deportes durante la cena. Que se vayan allí también la lengua y el violín. Y sobre todo el maldito profesor de gimnasia. Él, sus labios, y su cuerpo sudoroso en la cabina estrecha del fotomatón, y sus palabras al despedirse, eso de los sobresalientes que pueden llegar a tener en su asignatura los niños guapos, a los que la madre naturaleza les regala, además de unos ojos bonitos, el don de la belleza de permanecer bien calladitos. Entonces recuerda que tiene tutoría a las tres, que lleva celofán en el estuche, y vuelve a la papelera saboreando el suspenso.

52. ¿Nos conocemos? (Rosy Val)

Conseguir su sueño y con él su felicidad tenía un precio, y con esa seguridad que proporciona el dinero le entregó al especialista varias fotografías informándole tajante, qué quería y cómo lo quería.

Tras seis meses de reformas concluyó la obra. Admiraba sus ojos, ahora verdes, dominando en esa explanada, tersa y ausente ya de bolsas, zanjas y patas de ave. Y donde antes había una napia aquilina oteando permanentemente sus pies, hoy asomaba una naricilla respingona protegida por un vigoroso pómulo a cada lado. Qué decir de esos rollizos labios y ese mentón fino y altivo, compañero otrora de una extinta papada, coronando su rostro. Se centró después en dos parejas. Por un lado la del frente, desafiante, generosa, lozana y sin miedo a la gravedad. Y por otro, la de la retaguardia, descollando rumbosa, firme y dura, tal y como lucía su actriz favorita en las fotografías que entregó a ese reputado mago del bisturí.

No sabe cuánto tiempo permaneció así, contemplándose extasiada, cuando inexplicable y repentinamente se liberó de su embeleso y dirigiéndose a la imagen que reflejaba el espejo se le encaró malhumorada… 

«¡Y tú quién coño eres!»

51. El don de la belleza (Alberto Jesús Vargas)

El cielo le otorgó el privilegio de la alcurnia, pero le negó por completo el don de la belleza. Criada con atenciones de hija única, sus padres la protegieron de la burla de otras niñas dándole una educación solitaria con los profesores más notables. Desarrolló así un espíritu sensible unido a un gusto exquisito por el arte y cuando heredó fortuna y títulos, tuvo el capricho de ser plasmada con la hermosura de la que carecía, por un pintor de talento que se ganaba a duras penas la vida en el bulevar de los bohemios.

En los días de posado, el trato entre ambos se fue haciendo afable y mientras ella compartía confidencias, él transformaba con hábil pincelada un cabello sin gracia, en ondulada melena, unos ojos hundidos y mínimos, en luminosa mirada y hasta una tez cetrina de pómulos marcados, en tersas mejillas de porcelana fina.

Cuando el retrato estuvo acabado, la dama deslumbrada lloró ante él la amarga soledad de sus noches mientras el artista, que había salvado la verdad de aquel rosto en otro lienzo pintado en la intimidad de su buhardilla, lloraba su impotencia de pobre diablo que nunca podría aspirar al amor de la marquesa.

50. WINTER

Tenía yo 14 años cuando entró en mi casa el tocadiscos. En el camino al colegio había una tienda de música donde me paraba muchas veces con la nariz pegada al escaparate. Me gustaban las portadas de las cajas con varios vinilos, sobre todo la Flauta Mágica. Entré en el local donde una señora muy mayor me miró sonriente desde detrás del mostrador. Le calculé 40 años. Dije que quería un disco de música clásica pero que al no haber oído nunca nada de ello me ponía en sus manos. Extrajo de la estantería uno con nubes bajo un reluciente cielo azul, afirmando cariñosamente que me gustaría. En casa lo analicé: The Four Seasons. En el colegio nos enseñaban francés por lo que no entendí su significado. Vivaldi leí en grande. Con cuidado coloqué la aguja y comencé la maravillosa audición hasta que llegó el segundo largo del Winter (posteriormente conocí su traducción). Quedé extasiado. A ese primer disco siguieron muchos otros. Después de tantos años, hoy es el día en que, para mí, esa segunda parte del Invierno de las Cuatro Estaciones de Vivaldi es la pura y sencilla definición de la belleza.

49. MATICES (Sandra Sánchez)

La belleza a la que yo me refiero es ese tipo de belleza extraña como de flor muerta. Le nacía justo en mitad de la frente. Simétrica como el corazón de una manzana y, de ahí, se extendía a todo el cuerpo. Una auténtica catarata de belleza que resbalaba adaptándose a cada pliegue, a cada curva, inundando huecos, bañando orillas…
Sólo yo -que la trataba a diario- era capaz de captarla. El resto la rehuía tachándola simplemente de fea sin molestarse siquiera en buscar  adjetivos que matizaran esa fealdad, cosa que me ofendía sobremanera.
Pensaba que ella nunca había llegado a percatarse ni de la belleza extraña que yo le otorgaba, ni de la fealdad simplona con la que la tildaba el resto; igual que yo no había llegado nunca a discernir si me había enamorado o si la admiraba como quien admira una obra de arte.
Hace poco me enteré de su muerte. Justo a los dos meses de mi partida, me dijeron. Muerte repentina, por lo visto. Pero ahora sé que, matizando el asunto, fue una muerte natural, tan natural como la muerte de esas plantas que encontramos en nuestra casa al regresar de una larga ausencia.

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