Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

96. SACRIFICIO

Frente al espejo miraba cómo su vida dejaba la plenitud del verano para adentrarse en su otoño.

Todo adquiría ese color característico del olor del café o del chocolate caliente que embadurna los recuerdos con barniz cálido y reconfortante. Como en esa época se busca el calor de la hoguera o los rayos de sol, ella añoraba su hogar, su refugio. Llegaban tiempos de reencontrarse consigo misma, de recogerse, de asar castañas en la candela con olor a madera seca, de mirar viejas fotografías o leer libros amarilleados por el tiempo.

Ella, a esa altura de su vida, apostaba por volver a la tierra, al instinto, a todo lo que la mantenía en pie cuando lo demás fallaba, porque eso la hacía fuerte, como el tronco de un árbol centenario, lleno de experiencias y sabiduría.

Pero no, aún no podía hacerlo. Por su hijo, todavía no.

Secó sus lágrimas. Se maquilló. Se colocó las medias de rejilla, el body de satén y los zapatos de tacón de aguja. Entornó despacio la puerta a su espalda, cerró los ojos y suspiró. Contoneándose, salió al ruidoso salón donde la esperaba la madame para conducirla hasta el que había preguntado por ella.

95. Western crepuscular

Mi padre mascaba tabaco y lo escupía en un orinal oxidado. Lo había visto en una película del oeste en la que el malo mostraba un inquietante carisma y adquirió ese hábito. El malo al final moría, pero eso no parecía afectarle.

A menudo intento recordar el título de aquella película de poblados y arquetipos polvorientos, pero no logro recordarlo. Si lo supiera, la buscaría para verla, para intentar comprender. Aunque, es posible que ni me lo dijera, porque él andaba en sus cosas: el subsidio, las peonadas en el puerto, la sangre coagulada en los nudillos.

Cuando juntaba pagas le gustaba cambiarlas por un billete de veinte duros para tocarlo, para disfrutar el terso y rotundo tacto del dinero. Luego, en la base militar, intentaba comprar tabaco americano. Al volver, se bajaba del autobús con andares de forajido, mascando exageradamente, y uno podía sospechar que él creía ser otro hombre diferente al que era.

Luego, en casa, tiraba sobre la mesa del comedor un puñado de monedas de cobre, que mi madre convertía en alambre de tanto estirarlas. Lentejas aguadas, puré de sobras.

Y hoy día, años después, cuando escupo, solo quiero recordar el título de aquella película…

94. CUESTIÓN DE PELOTAS (Toribios)

Los zapatos Gorila de entonces eran marrones y con cordones, porque aún no existía el velcro. Dicen que lo inventaron para Armstromg y los otros cuando fueron a la luna, aunque hay quien se empeña en que  todo fue un montaje de los americanos. El caso es que los zapatos eran duraderos y por ello los preferidos de nuestras madres. A nosotros no nos gustaban porque eran duros, pesados y, sobre todo, feos. Las chicas los llevábamos con aquellos uniformes de faldas tableadas, tan marrones como ellos, y tan poco favorecedores. Lo único bueno eran las pelotas, aquellas  tan compactas que parecían macizas, que regalaban en la zapatería. Una de ellas cambió mi vida, porque jugando le di sin querer a Ernesto. Han sido treinta años de dicha. Tan trabajador, tan sensato, siempre con aquellos trajes marrones. Igual que esta pelota, agazapada en un cajón, que lanzo ahora con rabia por la ventana abierta. Al carajo el marrón, hoy me voy a poner ese vestido de colores chillones que te horrorizaba. Y, lo siento Ernesto, los zapatos rojos de tacón de aguja.  Esos que te hacían sentir tan poca cosa.

92. LAS BATALLAS DEL ABUELO

A Nicolás hay días que sus muertos le pesan tanto que no le dejan caminar. Son días oscuros, con el barro del pasado cubriéndole las botas, salpicándole los pantalones, llenándole la cara y la mirada de fango y miedo. Y tiene que elegir entre avanzar o dejarse caer bajo su peso, vencido por los vencidos. Sus muertos siguen igual de callados, lívidas las bocas, agarrotados los miembros, el espanto y la sorpresa tatuados en el semblante. Es en días así cuando más pesan, en los días de lluvia,  aunque con el asfalto ya no se forma el barrizal marrón y pegajoso, son acero sobre su alma y le gustaría ser uno de ellos para no tener que mentir a sus nietos cuando le pregunten qué le pasa, que por qué no quiere jugar a las batallas.

91. El marrón (Anna López Artiaga / Relatos de Arena)

Acepté el trabajo a sabiendas de que era una mierda. El contrato era temporal y no se especificaba horario. Tranquilo, dijo el de recursos humanos, usted solo tiene que estar disponible para cuando surja algún marrón. No debí poner buena cara porque añadió: ¿Usted quiere trabajar, verdad?
Firmé el contrato.
Esa noche, al ducharme, advertí una mancha en mi mano. La froté. Debía ser un lunar.

Pasé tres días en un despacho jugando al solitario, pero al fin, requirieron mis servicios. Gutiérrez, un cincuentón tembloroso, entró con los ojos enrojecidos. Yo le tendí un paquete de pañuelos y unos papeles que debía firmar. Le aseguré que aquello era una gran oportunidad: ahora podría hacer realidad sus sueños. Después le acompañé hasta la puerta. Cuando iba a estrechar su mano me percaté de que el lunar había crecido y, con gesto avergonzado, oculté la mía en el bolsillo.

Un mes después, cuando ya empezaba a aburrirme, me trajeron un dosier en el que se leía: Plan de Reestructuración. Lo abrí. Había doscientos veintidós nombres.
Una semana tardé en liquidar el expediente. La mancha ya me asomaba por el cuello blanco de la camisa.
Al día siguiente, me llamaron de recursos humanos.

90. November rain

La lluvia, inusualmente contundente, empapaba personas, oraciones y la tierra del cementerio. Hubiera deseado llorar, pero solo era capaz de permitir que el agua, tantas veces ansiada, le traspasara ahora sin hacer nada por impedirlo.

En su cabeza se sucedían recuerdos y culpas: toda una vida con ella y tantas cosas que ahora ya era tarde para lamentar no haber dicho. Había asumido con mansedumbre la certeza de que aquel momento llegaría. La enfermedad lenta, el decaimiento progresivo, irreversible, la infinita ternura por ella que no sabía cómo expresar… Como él, su madre callaba. Si acaso, frecuentaba recuerdos de cincuenta años atrás: el pueblo lleno de gente, la ilusión con la que su padre y ella hicieron la casa en la que vivieron toda la vida, la niñez de Venancio… Era consciente de que se iba, y él lo supo con certeza una semana antes, cuando al terminar de comer se iba a levantar, y ella le agarró la mano, sin decir nada, con la mirada de quien asume su destino en paz, pero no oculta su dolor y su miedo.

El ataúd, al bajar, se fundió con la tierra en una metáfora marrón de soledad y añoranza.

89. Dátil (Alberto Jesús Vargas)

Otra vez la misma pesadilla. Voy subiendo las escaleras con el pedido de Doña Paulina. Cuando llego ante su puerta enorme de casa antigua, hago sonar la voz cascada del timbre. Ella me abre y pide que deposite mi carga en el suelo del comedor. La casa huele a naftalina y a orines de gato. A continuación, con sus manos de vieja que parecen hechas con la piel de un pollo, abre el cajón del aparador y saca un dátil y unos cuantos billetes que yo acepto sabiendo que su valor excede en mucho al importe del encargo. Sin pedirme permiso, introduce el dátil en mi boca que lo recibe con repugnancia y sumisión.  Mi saliva se hiela con el frío que sus dedos han dejado en el fruto ambarino y blando. Empiezo a masticarlo con lentitud y desgana. Su textura pastosa se desangra dulzona en mi lengua y llega a confundirse con la lengua invasora con la que ella juega a arrebatarme la semilla, entre pequeños desencajes de dentadura postiza. Es entonces cuando sobresaltado, despierto en una penumbra de persianas bajadas. A mi lado, su roncar satisfecho y en el aire, el olor de su aliento pegajoso y marrón.

88. Tarde (Marta Navarro)

El creciente movimiento en el andén, las idas y venidas de los mozos, la precipitada llegada de viajeros, le indicó la proximidad del tren. Como cada tarde, más por costumbre que esperanza, fiel pese a los años a su antigua promesa, ella lo esperaba paciente. Sabía que las malas lenguas murmuraban en el pueblo sus amores, que le tenían lástima, que la creían loca… No le importaba. Hacía mucho que había relegado al ensueño su pasión y convertido en rutina aquella espera. Adoraba sentarse en la estación, pasar entre baúles y pertrechos las horas, espiar a distancia risas o llantos. A nadie debía explicaciones y a nadie las daría.
Una voz que gritaba su nombre la sobresaltó de pronto. El tren se había detenido. Ya descendían los primeros pasajeros. Buscó entre ellos si alguno la llamaba y entonces… ¡No! ¡Imposible! ¡No podía ser! Aunque… ¡No! ¡No, no, no! ¡Si aquel hombre era un anciano, por amor de Dios! Tragó la decepción que atenazaba su garganta, se colgó al hombro su gastado bolso de piel marrón y aferrada a él, sin mirar atrás, echó a correr.
A la velocidad del rayo, extinguía su carrera el eco de un lamento: «¡Penélopeeee!»

87. LADRÓN

Estaba echado sobre la arena de la playa, medio dormido pensando en algo que como de costumbre no me acuerdo, cuando un mapache apareció entre la maleza de los árboles que adornaban el paradisiaco lugar. El animal tenía que formar parte del mismo, ya lo había visto merodear con toda su familia por los alrededores del pequeño bar donde había pasado para tomar un delicioso café con leche cerca de la playa. Sus tonos marrones lo hacían ver más feroz, que no lo era en absoluto; su instinto de supervivencia por la presión humana hacia todo lo que inspira naturaleza los está obligando a alterar sus costumbres y, lo que es peor, peligrar su futuro. No puedo seguir escribiendo porque, buscando algo que llevarse a la boca, de entre mi mochila vino a gustarle mi inseparable block de notas y el lápiz. Ojalá no se los coma, y escriba en él lo harto que están de nuestro insostenible comportamiento.

86. Falsas esperanzas

De las ruinas solo brotan rencores, asegura su madre mientras contempla el paisaje desolado. La joven no le hace caso, en el fondo sigue siendo aquella niña que perseguía el vuelo de los pájaros como si fuera posible alcanzarlos. Ayer lo vio en una azotea y está segura de que el muchacho, a su vez, también se fijó en ella. Desea encontrarse de nuevo con él y necesita un vestido apropiado. Consigue uno demasiado ligero para el tiempo que hace, pero mejor que los harapos de cada día, ennegrecidos de hurgar entre los escombros. Se planta en medio de lo que en algún momento fue una plaza donde las parejas se daban la mano por primera vez y divisa en una ventana ese uniforme marrón que tan bien le sienta al joven militar. No puede distinguir su rostro con claridad, pero imagina cómo sus ojos la observan con interés, cómo la buscan tras la mira telescópica, justo antes de que se le llene la boca del estómago con un dolor punzante, de aquellos que anuncian amores no correspondidos.

 

85. Condicionamiento natural

Yo tenía siete años cuando mis padres reformaron la casa para dotarla de baño. Tal hecho puso fin a nuestra ancestral contribución a la cadena trófica, realizada mediante regulares visitas a los campos circundantes, además de permitir que subiéramos a un tren del progreso en el que como mínimo tendríamos derecho a asiento. No evitaría sin embargo que el canto de los petirrojos en invierno, por poner un solo ejemplo, me evocara por siempre aquel frío en la piel desnuda, así como el vapor de mis orines cayendo sobre la escarcha de un suelo minado de excrementos.

Marta y yo hacíamos nuestras necesidades matinales muy cerca el uno del otro, aunque separados por una barrera de saucos que impedía que nos viésemos. Nunca nos habíamos hablado, pero ocurrió que un día la oí gritar y corrí a ver qué pasaba. No he visto jamás una imagen más pura que la suya entonces, llorando de pie junto a una flamante deposición. Enseguida comprendí todo, e intenté tranquilizarla diciéndole que yo había pasado por lo mismo, y que las infusiones de nogal me habían curado. Una vez superado el miedo, huyó avergonzada. Amor y lombrices: he aquí otra de mis inevitables asociaciones.

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