Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

85. Agua de limón

Pegado al cristal de mi ventana curiosea la estancia un frondoso limonero. Con el sol más intenso la inunda de un alegre color amarillo. Sus frutos semejan ojos de algún dios vigía, brillan como si estuviesen barnizados y cada uno de ellos me muestra el reflejo de lo que observan. En los claroscuros del día saltan desde los huecos de las hojas sombras que  invaden mi aposento, lo curiosean todo, bailan sobre mi cama y acaban  transformándose  en formas  que me divierte adivinar.

Mamá deja todas las mañanas una jarra llena de agua de limón con unas ramitas de romero. Me siento incapaz de beberlo, ¿cómo voy a beberme el jugo de tan brillantes luceros? Tengo que decirle que si no me trae solamente agua dejaré de beber, habrá bronca, pero no seré el culpable de su oscuridad total.

Hoy a media noche, he visto sentada sobre una rama a una niña blanca como la luna y con cabellos que parecen rayos de luz, es hermosa. Hizo señas para que saliese a jugar;  iré, ya estoy harto de entretenerme solo en esta cama.

“Mamá, entre limones te espero, te quiero”,  le he dejado escrito en una nota a mamá.

 

 

84. El amanecer que dejé de amar a todas las rubias del mundo

El día que se separaron mis padres yo había amanecido empapado por un sueño erótico donde Kim Basinger y yo follábamos enloquecidos y Kim descubría que era multiorgásmica. Aquella paradoja debió condicionar mi debilidad por las rubias. Se sucedieron entonces novias rubias, amantes rubias y putas rubias. Gordas, flacas, musculosas, pero siempre recubiertas por ese fuego dorado.
Una noche, persiguiendo a una belga, terminé en un tablao flamenco. Una gitana jugueteaba con el aire como un ángel chamuscado. Se movía con furia, con una sensualidad ruda, ajena a convencionalismos físicos.
Muy próxima a mí, contemplaba el espectáculo una mujer oriental. Japonesa, supuse. No me interesó a primera vista, pero aquella mujer aplaudía, sacudía el cabello y zapateaba. Su delgado cuerpo era un junco bajo una tormenta. Los ojos rasgados lloraban, humedeciendo el rostro cetrino.
-¿Cuándo te vas?
-Mañana… ¡Nunca!
-Tú, poco español -sonreí.
-Vamos hotel -respondió.
En el ascensor su lengua buscó la mía y abracé su culo fibroso. Su habitación absorbió nuestra fricción tambaleante, nuestro enroscamiento bicolor, nuestra húmeda premonición gutural. Había una terrible premura en nuestro deseo, cierta furia inesperada. Recuerdo las paredes rojas, las sábanas negras, y nuestro jadear inflamado, como un cálido e imparable sol naciente.

83. Recuerdos (Marian Ramos)

Observo sus dedos, ennegrecidos de tanto doblar, desdoblar, planchar y volver a doblar la hoja de periódico.

Yo sé hacer muy bien pajaritas de papel. Me ha enseñado mi mamá. Las hacemos en cartulina, de todos los colores. Mis favoritas son las amarillas. ¿Quieres que te enseñe? Es muy fácil.

A su alrededor, varios papeles arrugados desmienten su destreza. El sol de la tarde arranca pequeños destellos de su pelo rubio platino y mira por la ventana, ceñuda:

Ya es muy tarde, me tendría que ir a casa. Seguro que mis papás están preocupados. Me van a regañar si llego cuando esté oscuro. Se van a preocupar y me van a regañar, mis papás ‒ repite, retorciendo ansiosa la hoja de periódico.

No te preocupes, yo les aviso, seguro que lo entienden cuanto les diga que aquí tienes tu cena favorita ‒ la tranquilizo, mientras muerdo y trago la palabra “mamá”. ¿Cómo dirigirme así a ella sin derrumbar su pequeño universo?

Me mira suspicaz, sin saber quién soy. Hace tiempo que el olvido me borró de su mente, como la imagen de una foto abandonada al sol.

82. El elegido (Josep Maria Arnau)

Con un angustiado clic, cierra el mensaje intruso en la pantalla del ordenador. Ningún texto, solo un emoticono. El mismo con el que le bombardean el móvil por las noches. Durante el día todo el mundo lo evita. Han dejado de hablarle y no paran de cuchichear.

Echa una ojeada a su alrededor, pero nadie lo está mirando. Cuando recupera la posición ve la pantalla teñida de amarillo. Una infinidad de emoticonos idénticos la han invadido por completo. Algunas risitas soterradas interrumpen el tenue ruido del aire acondicionado, mientras su corazón acelera sin remedio.

Hace tiempo que ha renunciado a saber sus motivos. Se levanta y observa las cien mesas alineadas que lo alejan de la salida. Todos siguen sin apartar los ojos de los ordenadores. Él calcula las distancias. Sin duda, la que lo separa de la ventana es la más corta.

81. EL PÁJARO AMARILLO (Fuera de concurso)

Llegaban a la mesa la ración de rabas doradas y los dobles de cerveza como heraldo e invitación. «Here I am», saludaba siempre antes de tomar asiento. Entonces nos disponíamos a viajar al 14 de junio de 1929. Arrullados entre compases de una Marsellesa a ritmo de pasodoble a cargo de la banda de Comillas, escuchábamos el capricho de sus recuerdos desordenados. Muchas veces se perdía en los entresijos técnicos del avión y sus prestaciones. Si había suerte, nos deleitaba con anécdotas de su aventura trasatlántica: que pretendían arrojarle al océano, la camaradería del lagarto Rufus, esa primera visión de Oyambre al atardecer como una pista balizada de oro. Le decían impostor o tontuco; estaba claro que no podía tratarse del mismo polizón norteamericano que aterrizó con los aviadores hacía noventa años. Pero ni a él ni a nosotros nos importaba. Un aperitivo era la tarifa única de sus narraciones fabulosas. Y cuando estaba cansado se quedaba un rato callado, desplegaba los brazos en cruz e, imitando el petardeo del motor con los carrillos hinchados, se alejaba por la playa. El viento bajo del litoral dibujaba volutas iluminadas por el sol y borraba enseguida sus huellas sobre la arena.

80. Ictericia o la enfermedad del amor

Tumbados en la playa, el sol nos acariciaba la piel con cierta delicadeza. Cuando quisimos darnos cuenta, estábamos tan calientes que tuvimos que salir corriendo a refugiarnos en el hotel, dejando un reguero de bermudas y bikinis por la escalera de incendios. Aquel verano el destino nos cruzó como a perros y el verbo amar por fin se hizo carne. Lo conjugamos en todos los tiempos, en todas las personas, en todas las posturas. Yo la amé y ella también me amó y dejamos colgado el cartel de no molestar del picaporte del dormitorio durante el resto de las vacaciones. Encerrados en la habitación, nos olvidamos de comer y beber, alimentándonos solo de nuestros cuerpos. Exhaustos por el esfuerzo, deshidratados, acabamos vomitando mariposas sobre las sábanas y fuimos perdiendo peso. Empezamos a palidecer. Poco a poco, el tono dorado de nuestra piel se fue decolorando, hasta perder definitivamente todo el moreno que habíamos cogido durante los primeros días. Aquel verano estiramos tanto el verbo amar que nos volvimos amarillos.

79. Perdido en la razón

Amanecía de pie sobre la silla, incapaz de realizar ningún movimiento. Mientras, en la radio un tipo sostenía que el suicidio era la máxima expresión de libertad. Quizás fuera por la falta de oxígeno o de autoestima, pero en cualquier caso, he de admitir que, durante un tiempo, estuve de acuerdo con él; desechando aquella idea adolescente donde había simplificado este hecho a una dicotomía entre valentía y cobardía; pueril reducción ante el desconocimiento del verdadero alcance y fundamento de la expresión de libertad: poder elegir. Una situación a la que nunca podría retornar si cumplía con mi determinación.

Y ensimismado en estas cavilaciones me encontró el alba. Esta vez, aferrado a la barandilla del balcón: un quinto con unas vistas estupendas. Decidiendo, al fin, corregir la posición de las piernas, disponiéndolas dentro del suelo embaldosado en un amarillo que se me revelaba inclemente. Sin embargo, tanto el sol de julio como el destino escrito en la concentración de litio en el agua debieron estimarlo bastante luminoso para que siguiera mi camino.

Y, como nunca había sido un hombre razonable, concluí que, para poder ejercer ese arbitrio, requería, sin duda, de una condición indispensable: estar vivo.

78. Ni ya le importa

Zapatos, calcetines, pantalón, chaqueta, camisa, corbata. Todo amarillo.

Cuando se bajó en una parada del metro, olvidé a cual iba yo y comencé a seguirlo.

No sé ni por donde fuimos, yo solo le miraba a él, que acabó en la orilla en la playa.

Se quitó todo y comprobé que también sus calzoncillos eran del mismo color. Comenzó a nadar mar adentro.

Esperé horas, pero no regresó, y ya a la noche cogí sus ropas y volví a casa.

La talla me iba, así que hoy me la he puesto y me he subido a un vagón cualquiera a cualquier parte.

Tampoco sé donde me he bajado, pero iba mirando siempre hacia atrás para ver quien me seguía. Nadie.

No sé que me ha dado, yo pensaba que esto era una rueda de esas que están predestinadas sin remisión, así que en un parque me he desnudado y me he sentado en un banco a pensar.

Mientras lo he hecho, ya estaban los móviles haciéndome videos, y no sabría decir cuantas fotos.

Ahora escucho una sirena y sé que mañana estaré por todos lados con algún primer plano de mi deprimida polla. De él no se sabrá nada.

 

 

77. FRÍO

Regreso a casa consternada y furiosa. Esta mezcla de sentimientos, sin embargo, parece proporcionarme suficiente determinación para atajar el problema de raíz. Cuando Mateo me mostró una extraña versión de mi cuento inconcluso, arteramente publicada en cierta página web, no podía creerlo: incluso le habían imprimido un inesperado giro final, en el que el asesino aniquila a su propia autora. ¡A mí, nada menos! Daban ganas de hacerle lo mismo al desconocido plagiador de mi escrito. ¿Cómo había sido capaz?

Ya en casa, por más que reviso mi relato ante la pantalla, no consigo reconocer casi nada de lo que tenía escrito. Donde debía aparecer el protagonista, armado con su ominoso acero de matarife, hay significativos espacios en blanco, terribles, descarnados. Descripciones de paisajes, intrusiones de otros personajes, acciones laterales… Vuelvo a iniciar la lectura, totalmente anonadada y sobrepasada por los acontecimientos. Cuando estoy a punto de leer el último párrafo, siento un leve rumor de pasos a mi espalda. Antes de girarme del todo, acierto a ver por el rabillo del ojo mi perfil distorsionado en la hoja metálica. Un tacto de dedos que me atenazan la nuca. Frío en la garganta.

76. Matices

 

Matices

Nuevamente en la habitación de un hospital por segunda vez en un mes, le ha dado la bienvenida a sus noventa y un años enganchado a un suero y esperando que la dichosa pancreatitis remita llevándose ese color amarillento de su cada vez más delgado y arrugado cuerpo. Todo el personal está encantado con él, lo miman tanto… temo que no quiera irse de aquí (dormir a su lado en un sillón desvencijado tantas noches ya pasa factura a su abnegado hijo).

Es mi turno. Cuando llego, él está durmiendo la siesta. Por un momento cierro los ojos…el escenario es tan distinto…un vestido amarillo que dejaba al aire toda la espalda se ceñía a mi juventud en una explosión de vida que daba vueltas en la noria de una  feria.

            ¿Ha pasado tan rápido? Ayer arriba en la montaña rusa  plagado el cielo de ilusiones, hoy abajo,  anegado el suelo de preocupaciones.

Abro los ojos de golpe, el hospital….Se ha despertado , quiere pasear, lo agarro del brazo y hacemos una excursión hasta los ascensores, ¿la esperanza es de color verde? Tíñela del color que quieras, sólo ella te aferrará a la vida.

75. Promesas de juventud

Mientras ajusto el objetivo recuerdo aquellos largos paseos de verano junto a los campos de girasoles, y los infinitos tonos de amarillo que alcanzamos a memorizar.

Éramos jóvenes, y ni el sopor de la canícula conseguía adormecer nuestras ansias de vivir hasta el último segundo de nuestras vidas.

Aun sin quererlo, el tiempo fue pasando, y la vida fue haciéndonos un hueco a cada uno de nosotros.

Andrés y Juan emigraron a Francia. Allí había más trabajo, y un trato menos inmisericorde con los de su condición.

Bea se quedó en el pueblo, cuidando de su madre, como todos sospechamos.  Y mi querida Elena fue subiendo escalones con el éxito que da la unión del talento y la constancia, algo que ya habíamos vaticinado en aquellos largos corrillos de las noches de agosto en la plaza.

Lo que nunca habría adivinado es que el mismo día en que mi amor platónico daba su primer discurso presidencial, yo estaría en la azotea del edificio de en frente, con el dedo puesto en el gatillo.

Cada uno, a su manera, prometimos hacer historia.

74. Sueño en colores

Despego mis ojos. Despierto.

Paseaba por la montaña canturreando: Amarillo el submarino es…Cuando frente a mí, un campo de margaritas me regalan su recuerdo. Las preferidas de una amiga amarilla. Esa persona especial que un día la vida puso en mi camino.

 Me acerco. Las miro. Quiero coger una, pedir un deseo y desojarla. Pero ya es demasiado tarde.

 Respiro profundamente. Un olor a miel-limón me transporta a  momentos vividos con ella.

Susurro su nombre y una lágrima cargada de sentimientos perdidos se precipita al vacío cayendo en el amarillo corazón de una flor.

 Pienso en ese otro corazón, el que se ahogaba y oscurecía perdiendo su brillo por esa sombra que le crecía dentro, y que aun así, luchó sacando fuerzas sin tenerlas, ofreciendo a todos su mejor sonrisa.

Hasta que un día, dando gracias a Dios, cerró los ojos a la vida.

Llega la noche, y, el Amarillo Diazepan corre asustando a esos fantasmas sin rostro que pasean por mi cabeza, con sus sábanas amarillentas y carcomidas por el paso del tiempo.

Mis ojos se cierran. Sólo me da tiempo a pensar…

El Amarillo es mucho más que un color.

Y vuelvo a soñar en colores.

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