Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

116. UNIVERSO MARVEL: Walkiria 2 (Yoya M. Alonso)

EL hombre de color que ocupa el despacho de director financiero de una multinacional sueca, no lo tuvo fácil.  Llegó como becario de contabilidad un año atrás y en los rostros de piel clara, ojos azules y cabellos rubios, ya se adivinaba rechazo.
Acaba de llegar la noticia: Björn y Erika han sido padres recientemente. Se les espera durante semanas, pero no dan señales. Se comenta que les hicieron una oferta económica irrechazable en unas oficinas que la empresa tiene en Barcelona. Ahora el blanco de todas las miradas apuntan en la misma dirección.
Una bella walkiria, bien morena, crecerá a la sombra de La Sagrada Familia.

115. 3 de marzo de 1938

En esta tierra abandonada de Dios ya no descienden ángeles del cielo. En esta tierra de seca carne y frío en los huesos las nubes ocultan demonios que cada cierto tiempo siembran de escombros y espanto las antiguas calles.

Cuando el niño era niño…

«Siempre es lo mismo» Pensó el miliciano que abrazaba con mimo el envoltorio inmaculado de blanca tela y vasta urdimbre. De entre los pliegues dos pequeños pies descalzos que se negaban a jugar al escondite llevan el compás solemne. Con paso quedo, como para no despertarle, y con el uniforme del silencio se acercó a la madre que esperaba aferrando con fuerza la mano de su hija mayor. La cara de piedra, el llanto amortajado.

El crío escapó de la vida como una liebre cuando al salir de la escuela señaló el sol. Y sus compañeros de juego, asombrados, le siguieron con la mirada.

Sólo queda la memoria.

Aún se repiten las escenas del bombardeo en las pesadillas de las oscuras noches. Al despertar los que hoy ya son mayores recuerdan que esa mañana no abrirá la escuela y como en una ventolera un sentimiento les barre el alma y echan de menos a su maestra.

114. Noches en blanco (Sara Nieto)

Silba una ventisca y la luz es cegadora en este cementerio de tumbas abiertas. A mi lado, el perro fiel que no ladra y siempre me acompaña espera a que termine la ceremonia. Alrededor todo es blancura helada y atroz. Tiro la última palada de nieve y despierto temblando de frío.

Maldigo una vez más este dormir a trozos en el que se ha convertido mi vida desde que estoy sola, vacía, pero llena de los fantasmas pálidos de los abrazos por venir. Cierro los ojos para volver al territorio blando de la irrealidad, pero el entierro de una mariposa con cara de niño se repite en mi cabeza manteniéndome insoportablemente despierta. Entonces me siento, abro mi libreta y escribo cosas sin sentido: azúcar, seda, hueso, hilo, leche, espuma.

Así hasta que los dedos se me duermen de tanto dibujar las palabras: cuna, dormir, nana, palabras que conjuran un sopor dulce que sube por las manos, por los codos. Pero que se detiene en los hombros. Y aquí me quedo una noche más, con los brazos insomnes, huérfanos. Y toda yo helada, inmóvil frente a esta hoja en blanco plagada de los recuerdos de las vidas que no pudieron ser.

113. Un bosque todavía en el desierto

Pisaba un suelo de celofán que emitía un sonido que llegaba a mis oídos como si el amanecer no fuera mudo.

Caía sobre sus hombros una cascada fluorescente que tan solo se atrevería a peinar el tridente de Neptuno en un día especial.

A la altura correcta, estaban las montañas mágicas que a mi edad tal vez no debiera mirar y mucho menos describir.

El aroma que desprendía a la canela del arroz con leche de mi abuela solo era para mí, los demás estaban en otra cosa.

Dos torres de mármol de Carrara la sustentaban mientras esa parte donde confluían se bamboleaba como olas yendo y viniendo de derecha a izquierda en un mar que me obnubilaba sin remisión.

Las notas de un piano, en una melodía robada a la hierba cuando el viento la agita, se fueron hacia mí.

–Ya ha acabado el tiempo.

Le entregué mi folio en blanco.

–¿No se te ha ocurrido nada sobre la soledad?

Sorprendentemente, una ráfaga nacida en los albores de la conciencia pronunció lo que podía atenuar  la situación.

– Viene a ser algo así como una metáfora –y tragué más saliva de la que habita en una piscina pública veraniega.

112. La nada

Era un IB8360, otro Valencia-Vigo persiguiendo mi inalcanzable bonus semanal, y yo tenía asiento de ventanilla y una monja de hábito níveo a mi lado. En cuanto alcanzamos la velocidad de crucero, encendí el portátil para revisar mi plan de visitas y fue entonces cuando sucedió por primera vez: justo al bajar mi bandeja, el avión comenzó a caer en picado. Tenía que concentrarme en la posición de «brace, brace», pero yo solo pensaba en devolver aquel rectángulo plástico a su posición original. Morir con la conciencia tranquila. Recuperamos la horizontalidad en cuanto lo conseguí y ahora la pestaña de seguridad apuntaba hacia algún lugar entre Valencia y Vigo. O hacia el cielo, según se mirase. Comenzamos a ganar altitud mientras las azafatas intentaban poner orden; yo recogí mi portátil del suelo, probé de nuevo y esta vez la caída fue breve —porque empezaba a captar la lógica y cerré la bandeja rápidamente—, pero, aun así, la monja no paraba de rezar. Sus dedos temblorosos acariciaban su rosario cuando, endiosado, decidí ayudarla, aunque creo que no lo he conseguido porque, desde el impacto, desde que aquí todo es blanco —y solo blanco—, se la ve aún más asustada.

111. Libre albedrío

La mujer se encontraba en ese momento de la vida en que cuerpo y mente dejan de hablarse y van cada uno por su lado. La fragilidad había domesticado sus ambiciones, que en aquellos días se limitaban a acabar un libro en cuyo argumento se reconocía a sí misma y que le devolvía recuerdos aparentemente olvidados. Lo había ido paladeando poco a poco hasta esa tarde, cuando convencida de haber llegado al final encontró varias páginas en blanco, como si quedara algo por explicar. Aunque a la mañana siguiente ya estaban llenas de texto, pronto descubrió más páginas sin escribir. El libro estaba dotado de una molesta resiliencia confrontada con su deseo por terminarlo y los días transcurrían en medio de un brote incesante de párrafos siempre acompañados de nuevas hojas en blanco. Una noche, cansada de prolongar lo que ya parecía una agonía, decidió que esa historia iba a tener un final antes del amanecer.

Hallaron a la mujer con su diario entre las manos. Sus ojos, aún abiertos, evocaban la mirada de quien aspira a escribir su propio desenlace, de llegar a ser, siquiera por un último instante, el autor de su propia vida.

 

110. Microclima

Las montañas de Aribia son, en apariencia, frías. Es posible que el cambio climático agudice en invierno precipitaciones de nieve que se originaban ya hace más de treinta años. En las zonas altas, de cumbres escarpadas, las necesidades básicas se cubrieron con dificultad como en una aldea de habitantes de temporada, cuando el hielo permite el acceso a los valles a través de peñascos y meandros que esconden trincheras difusas. Los caminos se señalan con pasos marcados de soldados de otro tiempo, de otros combates y refriegas. La vegetación es escasa y atraviesa el valle configurando en las especies boscosas formas singulares apaisadas, entre las que muchos aventurados han perdido el norte y la cabeza.

Con el deshielo, la nieve descubre con lentitud huesos en los que crecen flores de estación, realmente únicas. Y otras, entre reflejos lunares, crecen perennes. Por ello, querida Aribia, tú eres la geografía de mi deseo, y yo el hombre del tiempo en tu cama, el que nunca se cansará de desvelar los paisajes insólitos de tu cuerpo.

109. ANOCHE (María Jesús Briones Arreba)

Anoche, el cielo resplandeció con poderosas luminarias de pirotecnia creando un sugestivo espectáculo de luz y sonido.

Hoy, los escombros sepultan miles de esqueletos calcinados por el efecto del fósforo blanco.

108. ULTIMA SESIÓN (Toribios)

Se hacía de noche y mi madre decía aquello de “¿vamos al cine?”. Y, enseguida, chafando mi ilusión, se respondía a sí misma con un “sí, al de las sábanas blancas”. No por repetida la escena mermaba en mí esa efusión que se frenaba en seco, como la leche que se aparta del fuego cuando está próxima a rebasar el cazo. Entonces yo apenas sí había ido al cine seis o siete veces. Traspasar la puerta era el inicio de una cascada creciente de emociones. El ambigú, las cortinas, el acomodador con su linterna y, por fin, la pantalla blanca al fondo. Esa pantalla mágica de donde surgiría Tarzán, con su grito estentóreo.

Blanco era el vestido de Elvirita el día de nuestra boda. Blanco roto, matizaba su madre. Y blancas las sábanas, con las cenefas bordadas con su nombre. Blanco de noches ardientes y felices, y también de otras de dolor y miedo. La luna, con su blancura de payaso digno, lo observaba todo desde arriba. Así hasta hoy, noche de batas blancas, en que una sábana sobre mi cara fue el soporte de la última película. Era una de risa.

107. Te observé en el funeral.

Te observé en el funeral con discreción. Sonreías de forma extraña, como se sonríe cuando la muerte pasa por tu lado y no se fija en ti. Contemplabas al muerto, inmóvil en su féretro forrado de seda blanca, con esa trémula luz cenital en su pálido rostro, ese  mismo muerto que hace unos años se coló entre nosotros dos. El mismo muerto que cambió mi vida cuando te enamoraste de él. Mirabas al cadáver de la forma más altiva que nunca había visto, porque la muerte no se detuvo en ti.

La enfermedad llego sin avisar, se instaló en vuestra casa y ocupó su cuerpo. Sin embargo, tenías miedo que la muerte escapara de él y ocupara el tuyo. Por ese motivo pintaste de blanco toda la casa, como un tentador  sepulcro, y a partir de ese día, tus conversaciones con el enfermo fueron siempre en pasado.

Os observé a ti y al muerto en su blanco féretro. Me esforcé en  sentirme triste pero no lo conseguí.

 

106. PURGATORIO (Belén Sáenz)

En Bahía Blanca los días discurren con cadencia de punteo de guitarra. Van y vienen repletos de silencio y a nosotros nos parece bien. Nada nos perturba si desde el alba permanecemos tumbados sobre la arena para que nos cubra un velo de sal crujiente. Ni hacemos ni decimos. Las ventanas nos miran ciegas de estores y visillos, y a veces pasa una nave a la deriva con las velas flácidas. Ondean en los puestos del mercadillo sábanas que un día fueron multicolores y han quedado blanqueadas por un sol encanecido. Las nubes fueron tormentas aclaradas en lejía. Los viejos caldean sus huesos al sol, los niños muestran cándidos sus dientes de leche.

Pero es la suya una sonrisa sin labios, de calavera. O eso nos parece, quizás nuestros sentidos adormecidos nos llevan a engaño. Así transitamos esta pequeña vida que nos ha asignado el santo de las llaves. Una eternidad sin umbrales, sin el peso de decisiones equivocadas. Con el único lastre de pecados níveos cometidos sin malicia, por arrogancia, con torpeza. Y nada nos es dado padecer ni anhelar salvo acogernos a la sombra fresca de los ropajes de la verdadera Muerte.

105. La blancura del sol

Al salir de la iglesia, el sol les esperaba con su bolsita de arroz. Descendieron las escaleras con parsimonia bajo los placenteros picotazos de aquella lluvia albina y se alejaron, aún granulosos,  por la calle empedrada hacia el hogar. En el camino la esposa dio a luz a la niña Clara. Comérsela a besos fue lo más parecido a una tarta de bodas. Continuaron calle abajo, la niña columpiándose en volandas asida por sus manitas lechosas hasta que sus piernas, de tanto crecer, toparon con el suelo. Tres callejuelas más allá, camino del río, alcanzaron su casa. Clara cruzó el umbral, se despojó de sus ropas y se puso un vestido para ir a la escuela. El padre marchó a sembrar trigo, lo llevó al molino en fardos y amasó el pan; la madre ordeñó una oveja y preparó queso, mientras Clara regresaba del horizonte en un automóvil que iba dejando reflejos a su paso como una serpiente. Le acompañaba un joven, y llevaba en sus brazos a la niña Clarita. Se sentaron todos a la mesa. La  tarde comenzaba a caer, el tímido sol recogía las calles, y a los pies de las casas de cal cuchicheaban las sombras.

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