Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

WABI SABI

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta cuarta propuesta es el concepto japonés del WABI SABI. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
4
1
horas
0
9
minutos
3
1
Segundos
3
8
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE JUNIO

Relatos

76. La tristeza del payaso

Abren la puerta. Olor mezclado de cafés, hamburguesas y soledad.

Me ciega el inmortal flash de una cámara.

Ruidos de máquinas trabajando, palabras enredadas entre conversaciones y el tiempo hundiéndose en cada baldosa del suelo.

Me bebo el café que empieza a apagarse como mi sonrisa y la de ellos.

Todos miran a la nada, al vacío, al hastío de lo cotidiano.

Nadie se fija en un triste arlequín de calle. ¿Importamos a alguien?

Las cafeterías son oasis, paréntesis de nuestro día a día. Descansos a los que solemos acudir para desconectar de las realidades externas.

Un instante y el mundo cambiará para ellos y para mí.

Lugares de preguntas y reflexiones de vida. Lugares dónde se inician historias y se acaban amores.

Dejo el precio del café en la barra y me levanto. Una señora me observa disgustada. Mi hedor.

La puerta se cierra y miradas externas dudan sobre la conveniencia de entrar, recuentan monedas o siguen su curso.

Nadie desconfía de un payaso, salvo un niño asustado y sensible.

Camareros, camareras, siervos de nuestro afortunado descanso recorren el local con sonrisas comunitarias y globales.

Presiono el detonador oculto en mi traje. Todo desaparece engullido por la explosión.

Sonrío.

75. Cabo de vara (Javier Ximens)

Entiéndelo hijo, si no lo hubiese hecho yo, lo hubiese realizado otro. Fue mi manera de sobrevivir. Cuando se llenaba la capacidad del campo, debíamos purgarlos, había que hacer sitio para los nuevos. Los colocábamos cara a la pared, así, como ves a esos en la barra de la cafetería, de espaldas, serios, preocupados, sin hablarse los unos a los otros, lo mismo que allí. Si hablaban les podía costar la vida. Lo llamaban diezmar, pero yo no siempre contaba de diez en diez, así evitaba que ellos se pelearan por las posiciones, no quería problemas. Unos días era cada ocho, otros cada doce. No se me olvidan las expresiones de aquellos rostros, las que ponían cuando posaba la mano sobre el hombro del elegido, se volvían espantados, con la cara blanca, como la que ponía el payaso listo asombrado de la idiotez del tonto, ¿te acuerdas? Ese era uno de mis trabajos, alguien tenía que hacerlo, y me proporcionaba la seguridad de que ninguna mano se posara en mi hombro. Los fusilamientos casi siempre corrían a cargo de los soldados. Yo tengo la conciencia tranquila, ¿sabes?, salvaba a nueve de cada diez. Además, gracias a eso, tú vives.

74. LO DE SIEMPRE, POR FAVOR.

No sé qué pasa hoy. No reconozco a casi nadie. Todos los días, a la sacrosanta hora del café, nos reunimos en este bar unos cien parroquianos agitados como el oleaje que se estrella contra la barra. Es un bullicio cacofónico: Los de la escuela universitaria, los del banco de la esquina, mi compañero del Price que habitualmente exige su sol y sombra. Siempre ha sido uno de los mejores momentos del día.

En el fondo alguien se fija en mí y sonríe. Es Miguel, el de la farmacia. Está raro. Se acerca.

-¡Hombre Juan, cuánto tiempo! ¡Me alegra verte de nuevo! ¡Y vienes con el uniforme! ¿Vuelves al Price? ¡Qué espíritu! Mira que hace años…

Una sonrisa, dos palmadas en la espalda y un hasta luego. Y mi chaqueta queda sin color. Veo que las coderas están gastadas y el forro cuelga de un lado. Desde el espejo, al otro lado del mostrador, un hombre mayor y pasmado con la cara pintada de blanco como el gran Charlie me observa.

«¡Maldita cabeza! No debería estar aquí –pienso- Hace años que no trabajo, tantos que no recuerdo cuándo fue la última vez. Debo volver, en la residencia estarán preocupados».

73. La burbuja

Al comparar estadísticas desde que se tienen datos fiables, la Organización Mundial de la Diversión concluyó que las tardes de los domingos de invierno eran las más aburridas del año. Como el tedio genera desencanto y este induce a la tristeza y al fracaso decidieron eliminarlas del calendario. Fue el inicio de un ambicioso plan que llevó a suprimir la primera hora de trabajo de los lunes además del tiempo que transcurre tras las despedidas, el que llega después de hacer el amor y el que provoca la rutina. También se animó a la población para que no dejase de gastar bromas ni de contar chistes con cualquier motivo y en cualquier lugar, y todos obedecimos como si fuésemos auténticos payasos.

Y aunque con estas disposiciones se logró disminuir el porcentaje de suicidios a la vez que la alegría y el optimismo alcanzaban niveles inusuales, absurdos, incontestables, hubo muchos que desconfiaron y se los vio reservar otras tardes y otros momentos para sentirse tristes y acumular desilusiones, incluso detrás de una nariz roja. Fueron ellos los que se anticiparon a la catástrofe, los únicos supervivientes cuando la presión ejercida por el tiempo consiguió recuperar la realidad.

72. One meat ball

Percibes que los parroquianos no dejan de mirarte en tu lento caminar hasta el taburete libre, al final de la barra. Te sientas, palpas el bolsillo y extraes de él lo reunido a lo largo de la mañana. Tan solo quince centavos en la palma de la mano.

Distingues las risitas que tu traje de mimo y tu cara pintada suscitan mientras buscas en la carta algo que tomar con esos quince centavos. Le pides al camarero lo único que puedes permitirte.

Te sirve, al poco, una albóndiga en un minúsculo plato de postre. Comprendes que también está de guasa cuando deja, junto al plato, un tenedor y un cuchillo. Le preguntas si podría ponerte una rebanada de pan y te responde, con una sonrisa torcida, que tus quince centavos no dan para más. Clavas los ojos en la albóndiga, notas cómo se te humedecen, y vuelves a oír las bromas de los clientes. Son las mismas personas que, hace nada, pasaron por tu lado en la calle y te ignoraron.

¡Corten!, vocifera el director, satisfecho con la toma. Y tú, todavía con la mirada fija en la albóndiga, te arremangas, con parsimonia, buscas el cuchillo a tientas y obedeces.

71. Indiferencia

ACTO PRIMERO

Escena única. Alguien con bastón pone dinero en la gorra del clown cuando este finaliza su solidario número callejero.

ACTO SEGUNDO

Escena primera. Un cliente con bastón entra en la cafetería y el clown, ya dentro, le hace notar la indiferencia de la gente:

Cliente: Qué frío hacía ahí fuera, brrr…

Clown: ¿Puede cerrar la puerta?

Cliente: Perdón, plic…

Clown: Dele más fuerte.

Cliente: ¡Cataploc! Camarero…

Clown: ¿Pero qué le pasa? Llame más fuerte, hombre. Oiga… ¿necesita ayuda?

Cliente: No, gracias. ¡Camarero!

Clown: Vale, pero sepa que a la gente le interesa más el café que si usted se parte la cabeza contra la columna de enfrente.

 

Escena segunda. El camarero sale de la cocina y atiende al cliente como a uno más.

Camarero: ¿Turkey dinner, sir?

Cliente: Only coffe, please. Disculpe, ¿podría buscarme un sitio libre?

Camarero: Mire uno, ¿ve?, junto al que va de colorines hasta la gorra.

Cliente: ¿El clown, verdad? Mirar, ver… están fuera de mi alcance.

Camarero: Perdone, no sabía… espere que…

Cliente: No me coja. Deme el codo, que el ciego soy yo.

Camarero: Oiga… ¿cómo sabe que el clon está ahí?

Cliente: Tengo poderes, como Daredevil.

Camarero: Ah.

Cliente: Eso.

70. RIDI PAGLIACCIO (M.Carme Marí)

Nadie mira a un payaso triste.

Aquí estoy, con un café, cuando el cuerpo me pide un whisky. Aunque no sé si en el bar de un hospital infantil tendrían.

Hoy le tocaba a Jaime. Ayer quería adelantarse y, después de su compañero de habitación, tocar el órgano para acompañar mi «Canción del buen humor». Yo les enseño dónde colocar los dedos para los cuatro acordes, añado la melodía con mi armónica y vamos intercalando la letra y los gestos. Tanto si sale bien a la primera como si hemos de repetirla mil veces, nos reímos mucho. Cada día tengo un acompañante distinto para formar el dúo de la actuación, aún así Jaime insistía en formar un segundo dúo hasta que la hora de la cena nos obligó a dejarlo para hoy. Pero la operación que tenía prevista la semana que viene se ha reprogramado a esta mañana.

Cuando empiezas el voluntariado te previenen de estas situaciones, pero nunca estás lo suficientemente preparado para afrontarlas.

69. Performances

Para qué negarlo: disfrazado de payaso mi atractivo se resiente bastante. Lo pienso a cada instante mientras contemplo a Hanna realizar su fantástica Gilda, en perfecto blanco y negro si no fuera por esa rosada e incauta lengua que a veces asoma entre sus labios. El caso es que el personaje me funciona mejor que ninguno hasta ahora. Suelen ser los niños quienes frenan a sus padres para observarme, aunque también hay adultos que lo hacen por propia voluntad, riendo como los más pequeños con los malabarismos, traspiés, despropósitos y bromas de mi restringido repertorio. Cariblanco, patoso, inocente, vulnerable…, está claro que así lo tengo mal para provocar en Hanna nada de lo que yo quisiera. En las horas de poca gente me acerco a darle un cigarrillo y hablamos un rato. Suele escuchar con gusto mis cosas, por simples que sean, y se ríe mucho con las ocurrencias y los chistes que de natural me salen, pero sobre todo, y ese es el asunto, de mi insistencia en quedar para vernos después. El jueves pasado se fue a dormir con Poseidón, y anoche la vieron besándose con el Discóbolo. Hoy no le quita ojo a Conan, el Bárbaro.

68. ODIO A STEVE JOBS (TON PEDRAZ)

El circo corre por mis venas. Mi abuela era la mujer barbuda, papá fue trapecista hasta que se jubiló, mamá quiere morir junto a sus leones, y mis hermanos levitan de allá para acá sobre el alambre. A mí, me tocó ser el payaso. Desde pequeño me dediqué a hacer reír a todo aquel que se cruzara en mi camino, dentro y fuera de la carpa, con mi semblante tristón, mis zapatones de charol, y mi traje de arlequín.

Pero ahora el circo agoniza y a nadie parece importarle. Algo me dice que, a pesar de mi esfuerzo por hacerles felices, nada volverá a ser como antes, nadie es capaz de prestarme su atención un instante, ninguno sabe vivir sin despegar la vista del teléfono móvil.

67. En el circo de la vida, perdemos la mirada (Yashira)

Comencé en esta profesión pensando que haría felices a los niños, pero la mayoría se asustan.

Los padres me contratan, y al llegar a la fiesta, he de explicar a los más pequeños que no deben llorar, que vengo a hacerles reír. Claro, ellos saben, te miran a los ojos y saben que tú no eres lo que aparentas. Por eso, cuando salgo del trabajo procuro rodearme de adultos, así puedo pasar desapercibido.

– Ah, que mi indumentaria te hacía pensar otra cosa ¿verdad? – Pues no, así vestido nadie se fija en mí.

Ya en casa, cuando me desprendo de pinturas, ropas y demás, me muestro. Con los años he aprendido a vivirme, aceptarme y disfrutarme, tal cual.

¿Y tú cuándo te quitas la máscara? ¿O has crecido tanto que ya nunca te miras a los ojos?

65. Condiciones intrínsecas (Salvador Terceño)

Mi abuelo murió diciendo que ningún payaso reía de verdad.

–Son intrínsecamente tristes –dijo. Y expiró.

Él siempre los había considerado grandes profesionales. Era su tema recurrente. Incluso así, nos costaba creerle, pero lo encajaba bien.

–Seguid a uno tras una función y observad su comportamiento –decía.

Pero era solo una niña y ningún circo frecuentaba nuestro pueblo.

Luego el tiempo lo devoró todo.

Cuando crecí, emigramos a una ciudad sucia, bastante miserable. Papá apenas trabajaba. Bebía demasiado y mamá y yo acabamos buscándonos la vida. Mamá conseguía dinero fácil pero cada día envejecía un mes. Yo robaba lo que podía.

Mamá murió de repente de una meningitis y me quedé sola. No pensaba meterme ninguna polla en la boca, así que compré un abrigo y una pistola. Me sentaban de fábula. Habitualmente, subsistía a base de monederos y carteras. Cuando debía meses de alquiler, me acercaba a alguna barra, asomaba el revólver y pedía con educación el dinero de la caja.

El día de acción de gracias me acerqué a la barra del Harry’s de Lincoln Avenue y, cuando iba a sacar mi pistola, tropecé con aquel payaso. Tenía la cara más triste que había visto en mi vida.

64. A las cinco, café con pastas (Juana Mª Igarreta)

El sábado que Osman inauguró el restaurante, invitó a los vecinos a tomar café con pastas. Y puntuales acudieron a la cita de las cinco, incluida doña Remigia, la octogenaria del tercero, a pesar de que “el turco” no era santo de su devoción.
Osman se lo había currado. Él mismo se encargó de elaborar las tarjetas que anunciaban la apertura del local, para luego depositarlas en los correspondientes buzones. Además convenció a Urko, con quien había entablado amistad hacía poco tiempo, para que se vistiera de payaso y amenizara un poco la tarde. Después de la actuación, seguro que serían muchas las monedas tintineando en su sombrero.
Urko fue alternando los números que mejor se le daban. Pero las risas que consiguió arrancar en un principio, al tiempo que la gente le daba la espalda, enmudecieron.

¿Habrían reconocido bajo aquel raído disfraz y aquella voz distorsionada al viejo cerrajero? ¿Sería capaz de retener a los vecinos de Osman el tiempo suficiente para que su “socio” terminara el trabajo puerta a puerta?

Lo sentía por Osman, que era un buen muchacho. Pero ¿un parado de larga duración puede vivir de hacer el payaso?

Nuestras publicaciones