Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

10. SALUD Y TRABAJO (Ángel Saiz Mora)

Los ruidos extraños del ascensor coincidieron con las octavillas anónimas dentro de los buzones, que invitaban a elegir las escaleras como actividad física suave, integrable de forma sencilla en la vida cotidiana.

Problemas de apertura de la puerta, llamadas no atendidas, detenciones en plantas no solicitadas, o los frecuentes avisos a los bomberos para liberar a personas atrapadas, acentuaron el comportamiento irregular del elevador, al tiempo que proseguían los mensajes favorables a la actividad física.

Muchos propietarios e inquilinos ya optaban por subir y bajar a pie, persuadidos de los beneficios para su organismo, mientras sentían los peldaños como una extensión de su cuerpo. Para las personas con movilidad reducida la comunidad de vecinos decidió contratar a otra empresa de reparación. Poco tardó el gerente de la anterior en ser destituido por los directivos, tras hacerle responsable de la caída de ingresos. En una estrategia errónea de ahorro de costes había prescindido de los mejores técnicos, entre los que me cuento.

La primera decisión del nuevo encargado fue la de readmitirnos. Solo entonces, mis compañeros y yo interrumpimos nuestra campaña secreta, aplicada en varios edificios: recomendaciones de ejercicio saludable, combinadas con inofensivos, aunque molestos, sabotajes.

09. La rueda

Subí. Topé con el techo de cristal. Tuve que bajar dos escalones para encajar en el arquetipo. En mi peldaño recién estrenado, me la tenían jurada. Sufrí el acoso de los altos. Me creí las patrañas y confié en el sistema. Me devoraron porque yo no era la víctima perfecta. Bajé otros dos escalones. Salí en los papeles. Me encumbraron y escalé la cima en décimas de segundo, bastante más allá de las estrellas. Jugué bien el papel. Lo absorbí. Se me atragantó, casi me mata.

A la vez que vomitaba, bajé hasta el punto de partida.

Empecé de nuevo con otro rol, mucho más maduro, certero, resignado. Poquito a poco fui ascendiendo. En esta ocasión, bien calladita. Social. Adecuada.

Alcancé la cima en el otoño de mi vida: bien fundado el escaño; muy bien asentada. Me convertí en una urraca, blanca y negra, con cadáveres en el armario. Plumas azules de las que no quiero hablar.

Eliminé la conciencia, el espíritu, las babas nocturnas.

Ahora miro por encima del hombro a mis congéneres y les lanzo canicas desde lo alto de la escalera.

Sonrío.

O8. ESCALERAS DE MI MEMORIA (Jesús Alfonso Redondo Lavín)

Reconozco mi adicción por las escaleras de caracol. No hay almena de castillo ni torre de campanario, aun albarrana, que no me tiente y aunque últimamente por edad y por andorga termino echando el bofe no me resisto a su llamada.

Me dicen que a la edad de dos y pico, me pillaron trepando, agarrado a la parte externa de la barandilla de la escalera, también de caracol, que subía desde el patio hasta un primer piso. Decía mi madre que Don Ramón, el médico con consulta en la plata baja, en silencio para no asustarme, me seguía brazos abiertos para recogerme en mi posible caída.

Siempre he vivido en casas con escalera. Fueron castigo: “vete a la escalera”; fueron deporte, cronometrando el tiempo de subirlas hasta mi tercer piso o apostar por cuántas bajar de un salto. También fueron causa de tropezones, esguinces y morradas. Gracias a dios las de color fueron para mí solo un juego, que no un vicio.

Me gustaría subir la imposible escalera espiral de Santa Fe de Méjico, hecha por un misterioso San José carpintero, que sin clavos ni coste une sus treinta y tres peldaños, edad de Cristo, hasta el coro sin soportes.

07. Terror en el hipermercado

Siento auténtico pavor a las escaleras mecánicas desde que, de niño, mi madre me advirtiera sobre el peligro de no evitar a tiempo la fatal rendija dentada que engulle con ansia los escalones. Mi mujer e hijos se burlan tachándome de crédulo e infantil. Pero cuando los operarios de mantenimiento descubren el foso que se abre a los píes, puedo adivinar en sus rostros de espanto lo que se oculta ahí abajo.

06. FOTO 22

Buscaba habitación tranquila de alquiler para el curso de agronomía. Escogí la aislada mansión. Salió al desastrado porche la anciana, sonriente, cariñosa. Me enseñó el cuarto. Le pregunté por el corcho en la pared con fotografías de jóvenes numeradas del 1 al 21. Son los estudiantes que han estado aquí. ¿Puedo hacerte el retrato? Claro. Tenía preparada la cámara y el taburete. Me dijo, querida jamás subas esta escalera. Se refería a la vertical del pasillo en lamentable estado que terminaba en una trampilla. Por las noches oía ruidos y susurros encima de mí, a veces algún roce metálico. Esperé a que mi casera fuera a la compra. Trepé por los peldaños. Con el corazón desbocado abrí el portillo. En la absoluta oscuridad me pareció percibir el brillo en el filo de la hoz y el siseo cortando el aire. Mi cabeza cayó rebanada limpiamente al igual que mi desmadejado cuerpo. La Bicha descendió lentamente. Recogió con cuidado los despojos encaramándose de nuevo a su guarida cerrando el portón. Al poco rato unas añosas manos limpiaron pulcramente la sangre dejándolo todo impoluto, las mismas manos que a continuación colocaron en el corcho la foto, mi foto, con el número 22.

05 Arriba y abajo

El cuarto apagón de esta semana me sorprendió en medio del tramo de escalera que conduce a mi piso, el segundo. Regresaba del cine, de ver una de Batman de hace unos años. Seguía impresionado por la prisión donde se desarrolla la trama. Me recordaba con exactitud la situación que estaba viviendo ahora: inmóvil, en la oscuridad y sin posibilidades de escapatoria. Para evitar males mayores me acomodé en el rellano a la espera de iluminación, cuando me llegó un tufillo desagradable y un resplandor lejano.

La vecina del tercero tiene la mala costumbre de bajar la basura en pijama, con esas babuchas rosas que alguien debería prohibir. Se alumbra con la linterna del móvil, aunque se juega el cuello en cada descenso. Tras un tropiezo, el teléfono cayó escaleras abajo lanzando fogonazos luminosos antes de apagarse por completo. Ella apenas rodó unos escalones porque chocó contra mí y allí permanecimos sentados hasta que a tientas conseguimos llegar a mi casa.

Los efluvios de la bolsa de basura empiezan a molestar. Han pasado varios días y el suministro eléctrico se ha restablecido, pero ni ella ni yo tenemos ninguna prisa por que regrese a su domicilio.

04. Descensos y ascensos

Salía de casa a las seis de la mañana, y puedo asegurar que mi vida era mejor gracias a la claustrofobia. Sin ella no habría conocido a Don José, el del cuarto, que me esperaba en el rellano para invitarme a café y tostadas. Ni a Felipe, el ingeniero divorciado del tercero, que me proponía, antes de meterse al ascensor, algún plan para la tarde. Y qué decir de Margarita la del segundo, que preparaba dos fiambreras idénticas de comida, para su marido y para mí. Con Luisa, la del primero, desde que puso el felpudo de BIENVENIDO, estaba hasta las ocho. Abandonaba su piso recién duchado y con una sonrisa. Cuando llegaba al bajo salía Alfredo con los niños, y, de camino al cole, me acercaba en coche al trabajo para que no tuviera que coger el metro abarrotado. Menos mal que yo ocupaba un despacho en las amplias oficinas de la segunda planta: solo tenía que detenerme en la primera para asegurarme de que López no había intentado ganar terreno con algún agasajo al jefe más valioso que los míos y que Verónica, su secretaria, aparte de mantenerme informado, seguía estando dispuesta a hacer cualquier cosa por mí.

3. RECURSOS POR NECESIDAD (Edita)

Felisa lleva dos días de parto, asistida por una vecina. Está agotada. El único lugareño que posee motocicleta va a buscar al médico comarcal. Este, rendido, propone el quirófano como solución. Pero queda lejos y es caro. El motorista avisa a un taxi de la villa, que espera en la carretera, a medio kilómetro de la vivienda. José, el marido, pide a un vecino algún dinero prestado y una escalera manual grande para usar de parihuela. Entre los dos hombres la trasladan hasta el coche. A su paso, las mujeres rezan; temen lo peor.

Milagrosamente sobreviven ambas, madre y criatura. Regresan al hogar en idénticos medios de transporte. José, convencido de que la escala protegió sus vidas, desea conservarla. Ofrece a cambio jornadas de trabajos agrícolas sin retribución. El dueño rechaza el trato: se la regala. Le prometen agradecimiento eterno.

Con los años y otras penurias, la escalera acaba arrinconada. Felisa sufre dolores  propios y demencia severa del esposo. Avejenta a besos una fotografía de su hija emigrante. Cavila. Recurre a Salvadora, así la llamaba. Consigue acomodarla en posición vertical. Empieza a escalar. Porta una cuerda con nudo corredizo. Ruega a Dios que los peldaños apolillados resistan hasta el final.

02 . INVENTARIO (Puri Rodríguez)

Ya desde niña era algo rara, muy aficionada a ir mirando al cielo y, por tanto, a tropezar o torcerse algún tobillo, incluso yendo descalza, y luego caerse, claro.
Besaba el suelo con tanta frecuencia que, al cabo de los años, ya lo hacía hasta con estilo.
En una aburrida tarde de holganza, decidió hacer inventario de los involuntarios aterrizajes que recordaba, con sus lesiones asociadas.
Y escribió:
6 tropezones en aceras defectuosas=3 esguinces y 1 fractura ósea.
3 topetazos con alfombras infames=2 esguinces y 1 férula.
2 resbalones en pasarelas chungas sobre zanjas=1 esguince y 1 fractura ósea.
2 patinazos en nieve mutada en hielo=2 esguinces y 1 fisura ósea.
Y, finalmente, la trompada campeona:
Caída máxima tras rodada por escaleras de bajada al Metro, con las gafas empañadas por contraste con el frío de la calle, y las dos manos, heladas, metidas en los bolsillos del abrigo.
Tras aquel golpazo recordó que, sentada en el último escalón, se juró dos cosas:
1/ Operarse la miopía para ver bien el suelo sin gafas, y
2/ No volver, jamás, a bajar escaleras con las manos en los bolsillos.
Y cumplió las dos.

01. ALTA TENSIÓN

La fotografía no fue tomada en blanco y negro, en realidad es de los años ochenta, aunque irradie ese destello apolillado de los retratos antiguos. Un niño con la mano apoyada en el rostro hace muecas y su hermana pequeña le observa con divertida admiración. La madre vuelve a elegir esa imagen para su perfil del whatsap, lo hace año tras año en fechas navideñas. Recordar para sellar heridas que nunca cicatrizan del todo, que siguen supurando eléctricas descargas.

Y luego está la pregunta sin respuesta, la pregunta que desgarra, la pregunta quizás tan absurda como las escaleras que trepan a ningún sitio en los relatos de Borges. Cómo sería su vida de no haber existido esa otra escalera, esa torre de alta tensión de veinte metros, esa noche de luna llena. En qué se habría convertido el niño sonriente de la fotografía, joven de mueca quebrada que trepa fuera de sí por los peldaños metálicos de aquella torre.

Pero la vida nunca ofrece respuestas a los saltos premeditados al vacío, acaso descoloridas imágenes, donde el tiempo se detiene como una escalera imposible en ascenso hacia el eterno descanso en los pechos de la Madre Luna.

 

 

81. SOTTOVOCE

Todo empezó cuando acudí a revisar las luces, poco antes de comenzar la obra de Shakespeare. El actor principal estaba nervioso y desorientado. Era el estreno de la compañía, así que hice lo acostumbrado: ofrecerle una copa de whisky para relajarse. Se tranquilizó y minutos después aseguraba que interpretar a Hamlet “estaba chupado”. Me pidió otro whisky, claro. Le dije que no debía beber más. Soy casi abstemio, me respondió “sottovoce”, aunque hoy…, ya sabe, se tienen días. Congregué a todos los actores y abrimos una botella de Rioja para todos. Pero, al rato me dolía la mano de descorchar botellas. De pronto, ¡Riiing, a escena! Le sorprendió en pleno sorbo. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Jamás se había visto una representación de Hamlet tan horrible. El patio de butacas estaba a rebosar y la bronca fue monumental, lanzándole incluso algunos objetos. Apesadumbrado, corrí en busca del regidor. También él estaba rabioso, decía que olía a alcohol que se mataba. Sonaba sin fuerza, casi balbuceaba  cuando recitó el “ser o no ser, esa es la cuestión” del tercer acto. Estaba claro que no se lo creía. Lo siento, jefe, me dijo que era casi abstemio…

80. FELICIDAD INSTANTÁNEA

Desde que se aficionó a la fotografía, mi madre está obsesionada con captar el instante perfecto. Este verano bajaba todas las tardes a la playa cargada de bártulos, pero en el último momento siempre se interponía algo entre su cámara y el sol poniente.

Más tarde decidió centrarse en el universo minúsculo de los insectos, hasta que se frustró porque las hormigas nunca desfilaban a su gusto y las moscas decidían aparearse en cuanto las enfocaba.

Lleva semanas planificando al detalle la cena de Nochevieja: la vajilla buena, el mantel bordado y la cristalería reluciente. De repente, surge la magia. La abuela, con su mejor collar, hablándonos como si todavía nos reconociera. Papá descorchando el cava, aún sobrio. Los gemelos, por primera vez desde que empezaron las fiestas, sentados con aspecto angelical. Yo, junto al árbol, acariciando feliz mi barriguita de primeriza. Mi novio, guapísimo con chaqueta y pajarita, pelándome las uvas como un auténtico enamorado. Mamá, previsora, lo  coloca en el margen de la derecha, por si en un futuro fuera necesario editar la foto para recortarlo. Luego ajusta los parámetros de la cámara para aumentar la calidez de la escena, cruza los dedos y dispara.

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