Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

53. EL HUEVO DE COLÓN

  • Es el Cola-Cao desayuno y merienda, es el…

Sobre el pedrusco de granito que estaba delante del cerezo, quedaban abandonados la cuerda de saltar a la comba, los billetes de cartón de tren de jugar a las chapas y los huesos de taba coloreados.

Eran las seis de la tarde, radiaban los cuentos del Cola-Cao. Al grito de mi madre desde la ventana, como cabras montesas subíamos a la cocina de casa y nos sentábamos en las sillas con la mirada puesta en aquella radio Telefunken de baquelita marrón que mi padre regaló a mi madre el mismo día que yo nací.

  • …Y si es el boxeador…

Ahora tocaba decir pun, pun;  levantábamos medio culo de la silla y soltábamos una pedorreta hecha con la boca o un sonoro cuesco el afortunado que lo había podido reservar para el momento. Y rompíamos a reír. Y con media sonrisa mi madre nos llamaba cochinos.

¿Qué darán hoy? ¿El mono titiritero que perdía el corazón en las ramas de un árbol? ¿La ratita presumida? ¿Cara sucia? ¿Garbancito?  O mi favorito: La gallina Marcelina.

  • Clo-Clo-Clo, cantemos hijos míos; no le temáis al frío… pues era de mi abuela el huevo de Colón chin-pon.

52. Variaciones (Cristina Requejo)

 

Observo la cama. Las lágrimas acumuladas en el colchón, las noches de insomnio calculando cómo llegar a fin de mes y la soledad endulzada con algún polvo desafortunado, no deben acompañarnos. Sí, la cama se queda. En la radio, las Variaciones Goldberg versionadas por Glenn Gould, anudan mi garganta.

Intento no llorar al respirar el aroma que dejamos las familias. Salgo de la habitación con la radio en mis manos,  apretando el nudo hasta la asfixia. Cierro la puerta del cuarto, cerrando así, como en un juego ilusorio, una parte de mi vida.

Abajo, sentados en el rellano de la escalera, los niños me esperan rodeados de cajas y maletas. Al verme salir, sonríen. El juez no tardará en llegar con la orden de desahucio, así que me apresuro a meterlo todo en la furgoneta de alquiler. Nos vamos.

Conduzco en silencio en dirección a casa de mi madre, mientras pienso que existen días extraños, sin verbo, sin acción. Los niños duermen en el asiento trasero, y me pregunto con qué estarán soñando.

“Los sueños son mentira» –me digo-, y presiento, entonces, que pasaré unas cuantas noches sin dormir, en un balcón con luna, buscando a Venus en el cielo.

51. Buscando refugio (María Rojas)

Mi tío Luis tenía una radio transoceánica. Cerrada, parecía un maletín de viajante siempre a punto de emprender el camino. Abierta, era el universo. La había canjeado por un libro de Dostoievski a un capitán que, de tanto oír el rugir del mar y el trepidar de las calderas, había ensordecido y mimaba su alma leyendo.

En la parte superior de la radio se aplanaba la tierra en azul y plata.  Abajo, solitaria, abría los pétalos triangulados la rosa de los vientos que, desde Plinio el Viejo, está empeñada en señalar los rumbos que rompen el horizonte.

Mas cuando verdaderamente caíamos en el hechizo de la transoceánica era los sábados, día en que nos permitían quedarnos hasta tarde oyendo salir de su caparazón metálico voces y músicas babélicas, entrecortadas por ventiscas furiosas.

Nos reíamos alborotando. El tío pedía silencio y, con las pestañas humedecidas de melancolía, huía, rastreando en lejanías las coordenadas de su fracaso.

 

50. El video mató a la estrella de radio

Mi madre y yo vivíamos en una casa en cuyas paredes rebotaba el sonido constante de una radio y la ausencia de padre.
A ella le gustaban las telenovelas y por eso, y por estar juntos, todas las tardes oíamos alguna, ella con la costura en las manos y yo jugando con algo.
Después, al poco de empezar la emisión, llegaban a mis oídos sus suspiros, sus susurros y hasta las lágrimas, mientras las agujas y los hilos descansaban inertes en su regazo; sonidos que se mezclaban con el ruido del viento, de la lluvia, de un caballo, de un beso o de un disparo que yo oía en un segundo plano, que daban a la insufrible telenovela realismo y magia, y con los que soñaba poder ganarme la vida en cuanto pasasen algunos años.
Después, y en este orden, llegó su muerte, Vietnam, el hospital de campaña, la televisión y esos vídeos musicales que no puedo oír, que miro sin parar y contra los que peleo con suspiros, susurros y lágrimas, como mi madre hacía, mientras la vida continúa varada y muda en mi regazo.

48. Recuerdos que no viran a sepia…

7:00 A.M., la radio, como cada día, encendida dando las noticias, como susurrándolas diría yo, y el mercado desperezándose. Era tenue todavía la luz del alba pero ya todo estaba en marcha. Sólo otro ruido, el de las persianas aún por abrir, cortaban estruendosas el silencio como un desagradable pero rutinario despertador.

Uno de ellos el de mi viejo frutero, iniciaba así su liturgia matutina, primero encender su polvorienta radio, después descargar la fruta fresca para colocarla en los mostradores. Aquello era un ritual como digo, cargado de monotonía pero de una belleza sublime, como una acuarela lo recuerdo, con aquellos colores y olores.

Y poco después, el bullicio se abría camino, se hacia cada vez más audible. Comenzaba como leve zumbido a lo lejos, para ir subiendo poco a poco, hasta llegar a ser un mar de sonidos diluidos los unos en los otros.

Agazapado, casi imperceptible, allí seguía ese primario susurro, el de aquel aparatucho que seguía acompañando, incansable. Nadie le echaba cuentas ya, o si, quien sabe, pero allí siempre estaba. Y perdurará entre tantos otros ruidos, los cotidianos, los nuevos y los que vendrán seguro, pero siempre la radio encendida, latiendo, con vida.

47. RADIO LONDRES (Ginette Gilart)

Pon pon pon ponnnn, en código morse tres puntos y una raya representan la V de victoria. También son las primeras notas de la sinfonía nº5 de Beethoven y con ellas empezaba el programa de la BBC. Aquel mes de junio de 1940 los cinco amigos nos reunimos en mi casa para escuchar la emisora prohibida, sobre las 20: 00 horas el propio general de Gaulle, desde el exilio en Londres, incitaría a la rebelión: “la llama de la resistencia francesa no debe apagarse y no se apagará”. A partir de ese día y durante años la radio sería nuestra compañera, amiga y apoyo moral dándonos noticias del exterior y estimulándonos a seguir luchando.
A través de ella nos enteramos del desembarco de los aliados en Normandía. Luego prepararíamos la liberación de París. Pero no todos conseguimos llegar a desfilar por los Campos Elíseos celebrando la victoria, de los cinco amigos sólo quedamos Fernando, el español, y yo.
Con el tiempo Fernando regresaría a España. Yo seguí viviendo en la misma casa, con la misma radio que escucho a diario haciendo especial hincapié en el programa de las 20:00 horas.

46. Radio Ga-Ga

En casa de mis padres lo más parecido a una mascota que tuvimos mis hermanos y yo fue la radio. Encendida desde la primera hora del día en que abría los ojos, mis tímpanos sintonizaban esa música de fondo eterna en casa. No importaba si había gente para escucharla o no, siempre estaba puesta. Recuerdo que antes de ir al colegio oía aquella saga entrañable tan nuestra “La Saga de los Porretas”. Y aquellas tardes contadas por mi madre con Elena Francis.
Ahora los programas han cambiado pero mi madre sigue fiel a las frecuencias que le dan noticias, alegrías, tristezas, los fines de semana deportivos, los lunes de los “grandes relatos” como dice ella. Yo a veces intento “Ser” entre todos ellos pero de momento no he tenido suerte; la única vez que mi voz ha salido en las ondas fue para pedir una marquesina de autobús porque estaba hasta el moño de mojarme en la parada cuando iba al trabajo. Que aparato tan hermoso que te deja soñar poniendo caras guapas a esas voces tan bonitas. La televisión siempre tuvo la virtud de tirar por tierra aquellas ensoñaciones.

45. Sin despedida (Blanca Oteiza)

Cuando era niña, un hombre llamó a la puerta casi a la hora de la cena. Mi madre regresó a la cocina con llanto en el rostro y encendió la radio. Yo no quise preguntar nada. Aquella noche se enfrió la sopa en el puchero y nos acostamos pronto, aunque escuché sus sollozos hasta quedarme dormida.
A la mañana siguiente, la radio nos acompañó de nuevo mientras el vaso de leche se vaciaba, como los ojos de mi madre que seguía enmudecida.
Unos días más tarde llegó mi tía del pueblo con la maleta hecha para una larga temporada. Una noche desde mi cuarto, aunque habían sintonizado la radio para mitigar sus voces, pude escucharlas que mi padre ya no iba a volver, ni siquiera para poder despedirlo entre flores y tierra húmeda.

44. Simplemente María

Fui destronado en el verano del 72, con el nacimiento de mi hermano Gerardo. Todas las atenciones y mimos cambiaron de protagonista, y yo me sentí –por primera vez en mi vida– como un mueble. María me había dicho que ya era mayorcito para limpiarme el culo, y que no me cantaría más nanas. Aunque llorara sin desconsuelo hasta desgañitarme, ella solo atendería al nuevo príncipe.

 

No sabía si odiar más a Gerardo o a María.

 

Pero, ¡oh, sorpresa!, descubrí que todos los días, a las cuatro y media de la tarde, se olvidaba también de Gerardo. Encendía la radio y escuchaba embelesada las aventuras y desventuras de… ¡Simplemente María!

 

Entonces comprendí que ella, una humilde chica de Santander que trabajaba en casa de mis abuelos, escondía un terrible secreto que la radio se encargaba de airear cada tarde. Adopté la firme determinación de no permitir jamás que nadie la volviera a hacer daño. Ideé romper la radio, pero deduje que sería inútil: me ganaría una buena regañina y comprarían otra. Así que me conformé con escucharla abrazado a ella mientras me acariciaba el cabello.

 

Cuando la radionovela acabó, a finales de 1973, yo ya me había hecho mayor.

43. Transmitiendo

Una lección que, sin querer, me enseñó mi padre es que no importa que pierdas algún tornillo mientras sigas funcionando. Llevaba su radio cuando iba a pescar. Un transistor que conectaba a la batería del coche con un cable y que apagaba momentáneamente a las doce, la hora del Ángelus. Fuese por el traqueteo del camino, por un exceso de voltaje, por la humedad del río o simplemente por viejo, el aparato se estropeaba a menudo, por lo que no era raro ver a mi padre desmontándolo. Tras los arreglos, aunque siempre sobraba alguna tuerca, seguía poniendo la banda sonora a las tardes de domingo en una época en que la jornada liguera se reducía al fin de semana y en lugar de las «noticias» se escuchaba el “parte”.

42. Noticias mediodía


El universo puede estar  en un metro cuadrado y el tiempo en dos segundos. La locutora decía con una seguridad aplastante: noticias mediodía en onda cero, en la cocina se estaban quemando dos huevos cocidos a los que ya se les había evaporado todo el agua. La cortina de voz de la locutora se mezclaba con el reguero de humo negro con olor a quemado. Fuera el viento soplaba con tal intensidad que acababa de tirar el geranio de la ventana. Seguirá la tormenta y rachas de viento de 180 kilómetros por hora decía la mujer. El frigorífico se quejaba renqueante de que  ya tenía demasiados años para estar funcionado y se hacía oír tras el geranio roto. Una puerta se cerró repentinamente y los cristales cayeron al suelo. Los huevos se revolvían ya negros contra  las paredes de la olla. Voces, olores y frío sentía Lucía Rodríguez, la apacible vecina del 5ºC. Demasiado frío en aquel suelo de mármol para estar todavía viva.

41. La lluvia es una cosa que sucede en el pasado.

Una de las cosas que más recuerdo de mi abuela era su radio. Recuerdo que mis padres me dejaban los domingos por la mañana y me recogían ya tarde. Recuerdo que me reñía si olvidaba apagar la luz de la cocina, o me atraía hacia ella y se frotaba contra mi cuerpo como una gata: en la radio cantaba la Piquer o tal vez era que llovía todo el tiempo en aquellos años. La radio, hermosa, antigua, reina en su anaquel, era herencia de mi abuelo, que fue miliciano en la guerra, y sonaba oscura, como aquella casa. Luego me enteré que se pasó los últimos días del abuelo en el frente pegada al aparato.

 

No se lo he dicho a nadie. Ni a mi mujer ni a mis hijos. Pero los domingos de lluvia, bajo al garaje y enciendo tu vieja radio, abuela, y casi sin volumen, pego mi oreja.

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