Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

77. A CURRITO, MUERTO PREMATURAMENTE A LOS SIETE AÑOS (PURIFICACIÓN RODRÍGUEZ)

 Tu abuela te llevó a la colina del castillo para que jugaras con tu cometa, como tantas otras veces pero, esa tarde, el viento impulsó el bello pájaro de papel en la dirección equivocada y, al retroceder de espaldas para acompañar su vuelo, caíste por el precipicio.

Tu abuela ya sólo pudo ver tu pequeño cuerpo junto a la cometa, rotos y en silencio, cien metros más abajo.

Hoy, hay en ese lugar un niño menos y una valla de madera más.

 

(Currito está enterrado en el bello cementerio del pueblo segoviano de Pedraza. Descanse en paz).

76. e-pitafio (Javier Ximens)

Es el colmo, me he muerto y al entrar al cementerio me han dicho que si estoy dado de alta como finado que teclee el nombre y el RIP del nicho; si, por el contrario, era la primera vez debía registrarme, y que en el caso de haber perdido la contraseña respondiera al epitafio clave «¡Levántate, pájaro!» y me enviarían un recordatorio a mi correo póstumo. Me da rabia pues siempre he sido muy ordenado, aquí tengo la carpeta Windows con el certificado de defunción, acta de últimas voluntades, póliza del seguro de fallecimiento —por fin podré cobrarla— y los impresos para que mi mujer tramite la viudedad que tanto temía no llegar a disfrutar, pero la clave de acceso al camposanto no aparece. Soy miedoso en esto de darme de alta en las web de empresas desconocidas, temo que me entre un virus, también me amedrenta entrar en el cementerio y que me llene de troyanos y gusanos. En el servicio militar nos enseñaron aquello del «santo y seña» para las guardias, y que si no se respondía correctamente disparáramos a matar, pues eso deberían hacer aquí, si desconoces la contraseña: ¡que te disparen a resucitar!

75. LA MADAME (Rafa Olivares)

Carmeliña llegó a la posguerra sin familia, ni techo, ni trabajo, pero con diecinueve años y un cuerpo en el que Doña Patro descubrió cualidades para ejercer en su casa -de «modistilla», para curiosos indiscretos-. A partir de entonces pasó a ser La Carmela.

Sabía complacer a los clientes y recordaba sus gustos para dispensarles, la siguiente vez, un trato personalizado que cautivara su fidelidad comercial.

Cuando la edad empezó a matizarle encantos y reducir ingresos, compró un caserón en el Barrio de Salamanca y se convirtió en Doña Carmen. Llegó a tener una veintena de pupilas y por sus alcobas pasó lo mejor de la época: autoridades, banqueros, aristócratas, militares, clérigos… Duro a duro, fue reuniendo un importante capital de incierto destino.

Se entristecía Doña Carmen pensando que, cuando falleciera, nadie visitara su tumba y dedicó su fortuna a la construcción de un atractivo mausoleo en el que reposaran sus restos.

En sus enormes muros de mármol negro, hizo grabar a cincel los nombres de todos los clientes que, bien La Carmela, bien Doña Carmen, atendieron en vida.

En la lápida, tras el nombre, destaca su lema de siempre: «Memoria y discreción hasta la muerte».

Y nunca faltan visitas.

74. FOSA COMÚN Virtudes Torres (Servitud)

 

Buscaba incansable una frase que hubiera servido de epitafio. Quizás una palabra o, al menos unas iniciales. Ni siquiera encontró la fecha de su nacimiento, ni la de su defunción. Aún así sabía que estaba muerto, que su hálito quedó suspendido en el tiempo, que se volvió etéreo, que se fundía con el aire, con la lluvia…

Dio de nuevo otra vuelta, se sentía atraído hacia ese cementerio. Pero no encontraba el lugar donde reposaba su maltrecho cuerpo.

En un rincón alejado de las elegantes tumbas, vio a unas mujeres enlutadas que lloraban y depositaban flores en el suelo. Como una ráfaga llegó hasta ellas. Las reconoció. Eran las madres  y esposas de sus compañeros y entre ellas la suya.

Él estaba ahí, en esa cárcava, junto a docenas de cuerpos sin nombre y esto le enfureció. Recuperó su rebeldía y se convirtió en torbellino arrancando crucifijos, angelitos y centros de flores de las otras tumbas.

Ya desfogado, se acercó hasta su viuda e intentó rozar su cara. Ella sonrió llevándose la mano a la mejilla. Ese gesto le dio la paz deseada y deslizándose entre una madreselva se esfumó.

73. TODO ES…

“TODO”
A pesar de la enfermedad sus manos agarraban firmemente el cincel y el martillo.
Había comenzado a escribirlo.
El epitafio.
Su epitafio.
“LO QUE ME”
Labraba la piedra.
Lo había hecho cientos de veces. Miles de veces.
Epitafios para otros seres que habían traspasado la línea del no retorno.
Epitafios tristes, alegres, enigmáticos; algunos llenos de esperanza.
Esta vez era el suyo.
“HA DADO”
Agotado, pero decidido, el martillo golpeaba suavemente el cincel.
Su larga enfermedad lo había consumido.
Una paz profunda lo inundaba.
“LA VIDA”
Ella, que lo había acompañado durante sus últimos años, lo observaba con infinito cariño.
Sentada, oía el rítmico sonido metálico, un adagio que le transportaba al camino recorrido junto a él.
“ES”
Le costó tallar estas dos letras.
Un cansancio astral le hizo dejar cincel y martillo sobre el blanco mármol.
Apoyó la cara en la palma de la mano.
Cerró los ojos.
Para siempre.
Ella se levantó despacio.
Dulcemente le bajó la cabeza hasta depositarla con dulzura en la piedra tallada.
Le cogió la mano. Se la besó.
El mármol decía: “TODO LO QUE ME HA DADO LA VIDA ES”
Ella susurró el final no escrito.
Con una sonrisa, mirándolo, pronunció:
“BELLO”

72. MIRANDO AL MAR

Esperaba ser el primero que un día inaugurase el Cementerio que años atrás, en su amada Fisterra, había inaugurado el insigne arquitecto, César Portela.
No entendía como sus paisanos se negaban a ser sepultados en tan hermoso lugar, a la vera del mar, rodeados de una frondosa vegetación.
Quizás su inusual forma, unos cubos desperdigados entre la vegetación de pinos y retamas, les hiciera descartar la idea.
O quién sabe, quizás el hecho de que estuviera más lejano y apartado de la Iglesia románica donde se situaba el cementerio habitual en el que reposaban sus antepasados. O tal vez el miedo a que sus allegados no acudieran con la suficiente frecuencia a depositar flores sobre sus tumbas.
Todo ello no me impedía desear, que alguno de mis hijos ordenara que sepultaran allí mi maltrecho cuerpo, cubierto por una lápida donde se leyera: «Quiso ser feliz e intentó ser siempre honesto».

71. Mía, solo mía

Nunca te diste cuenta de cómo te miraban, de cómo te adoraban.

Repartías sonrisas ajena al efecto que causabas. Sin proponértelo hacías feliz a cualquiera a tu alrededor. Era tu don.

Cómo aquel primer día de colegio. Peinada con dos coletas sonreías en el patio con tu mochila al hombro. Al ver mis lágrimas te acercaste y sin decir ni una palabra cogiste mi mano y entramos juntas.

Desde entonces mi nube gris se esfumaba cada vez que tú aparecías.

Durante años iluminaste mis días, más tarde mis solitarias noches. Cómo dolía tu ausencia entonces, pero más dolía verte crecer e iluminar al resto.

Nunca te diste cuenta de cómo te miraba, de cómo te adoraba.

¿Sabes? Después de lo que hice no conseguí que fueras solo mía ni por un instante, por más que lo intenté. Ni tan siquiera cuando tu confusa mirada descubrió lo que durante años no supo ver, antes de apagarse lentamente.

Y ahora ya sé que nunca lo serás. Porque ellos siguen adorándote, aun cuando bonitas palabras coronan tu tumba.

70. LAS VIUDAS DE DON PABLO (Inés Z.)

Clemencia Torres regentaba un pequeño negocio de lápidas del que se hizo cargo al morir su abuelo. Era una mujer extraña, a la que muchos consideraban bella y que nunca tuvo un hombre a su lado. Siempre sola, su nombre corrió de boca en boca, intentando en vano desentrañar el misterio.

Cuando una mañana de abril una mujer vestida de negro traspasó el umbral de su establecimiento a Clemencia se le encogió el estómago. Aquella clienta a la que conocía tan bien quería un epitafio sencillo y escueto.

-No hubo palabras de amor en vida, tampoco las habrá en la muerte- manifestó la viuda. Y tras dar unas cuantas indicaciones abandonó el local, dejando a Clemencia junto al mostrador, inmovil, hasta que el viejo reloj de cuco le recordó que debía cerrar su negocio.

Una semana después el comportamiento de Magdalena Torres, la viuda de Pablo de la Vega, conmocionó al pueblo. Nadie entendió que se dejara las uñas intentando arrancar la lápida de la tumba de su marido. En su inútil intento destrozó sus dedos, manchando de sangre las palabras de amor que allí había escritas. Palabras que, interceptadas por los oídos de otra mujer, jamás llegaron a los suyos.

69. Genio y figura…

Todos tenemos una zona yerma en el corazón, que ni siente ni padece. Lo que nos diferencia es su dimensión y la calidad sensible del resto.

A Juancar, en la autopsia, ni siquiera se la encontraron a simple vista, era tan diminuta que no pudo ni llegar a utilizarla.

Sufría, sufría mucho por todo y por todos, pero no se permitía a si mismo que los demás lo percibiéramos, y por eso siempre lo recordaremos sonriente y optimista ante los desfalcos de alegrías que la vida acumula.

Bueno, hasta aquí, humildemente y sin permiso expreso, ha sido cosa mía. Ahora lo que Juancar me encargó para este momento.

Según él, y en cuanto a mi se refiere no le faltaba razón, mientras caminamos por un cementerio tenemos una tendencia innata, morbosa o curiosa, a ir leyendo las lápidas de seres que nunca conocimos, así que me pidió encarecidamente, que en la suya como epitafio, o vete a saber qué, pusiéramos simple y llanamente, por si podía arrancar una sonrisa a tantos que pasarán ante la suya, “Tonto el que lo lea”, sin más.

68. Aquel silencio (Calamanda Nevado)

Allá en ese sitio, mayor  que el  patio del colegio  y el parque juntos, caminaba mordiéndome las uñas y sin fuerzas, mi madre levantó las cejas y me  cogió de una mano.  Los otros dedos  los guardé entre el ramo de flores blancas.  Me habría gustado contarle a papá como molaba rozarlos con los de Laura,  pero se marchó sin decirme ni adiós, y donde nos paramos a dejar el florero mirando su foto me daba vergüenza hablar de eso.

Intenté leer en aquellas  paredes y piedras sin  entender nada, había  mayúsculas,  minúsculas, algunos números,  y nombres de la familia. Parecido  me ocurrió aquel día en el hospital cuando mamá contaba como la salvó su sino,   y que el horóscopo  de papá  hablaba de muerte. Le besé la cara entre las sábanas y  le brillaba una lágrima en el ojo izquierdo,   no la interrumpí, se me agolpó toda la sangre en la cara y pensé: Otro día le pregunto por qué dice la abuela que   dio ella ese volantazo hacia el precipicio,  si papá conducía muy bien.

Al despedirmos le dije:

-Papá pásalo aquí tan bien como nosotros en la casa nueva, ahora nos reímos mucho.

67. Como estar en el cielo

“Tu cielo no era lo que parecía, ahora serás el que no fuiste, en otro cielo distinto” Leímos labrado en la lápida de la pulcra tumba que intentaban abrazar las ramas de la engañosa adelfa. La anciana, perfumada y vestida con suma elegancia, nos contó. La tumba ni estaba hundida ni la cubría el musgo. Tampoco flotaba la bruma en el jardín exultante ni el cementerio era un lugar sombrío. El día sugería alegría y, cegados por el intenso sol, pensamos que aquello no parecía Galicia. Todo funcionaba a contrapelo, con retorcida avidez el mundo nos engañaba. De hecho, la mujer nos previno como un ángel: “De engaño y fracaso se puede deshilar una vida titilante. Una luz celestial lo confundió y le hizo volar adonde no creía volar. Fue un cándido entusiasmo el que lo nublaba, en la fosa de su infancia, un juego de amigos, una plenitud que nosotros no comprendíamos, que lo consumió extraño y feliz durante una década y que terminó buscando como un casto anacoreta, despojado y ascético, lejos de sí mismo, bebedor sibarita de la muerte. La heroína fue su paradoja, su triste y gozoso cielo”.

Marcos Santos Gómez

66. El último consejo (Juana Mª Igarreta)

Entró en el cementerio en actitud vigilante, disparando con sus inquietos ojos miradas por doquier, como temiendo ser reconocido por alguno de los escasos vivos que en esos momentos se hallaban en el lugar.
Mientras se dirigía al panteón familiar, los pensamientos bullían en su cabeza preguntándose el verdadero motivo que le había llevado hasta allí. Recordó el carácter despótico de su padre y su especial habilidad para hacer de los consejos órdenes: “No hagas Bellas Artes, no tiene salida”, “no salgas con esa chica, no te conviene…”. Así había dirigido su vida, haciendo anidar en él la frustración y el miedo a tomar decisiones. La aversión a su progenitor fue creciendo en su interior como una mancha de petróleo en el mar. No asistió a su funeral y tampoco hizo nada por verlo durante los tres años que estuvo ingresado en un geriátrico. ¿Hasta qué punto fue injusto con él?
Sin apenas darse cuenta se encontró ante la lápida marmórea rotulada con el nombre de su padre. Al leer el epitafio, no pudo evitar escuchar de nuevo su voz, diciendo:
“Si en vida no quisiste honrarme con tu presencia, vanos serán tus intentos de hacerlo en mi ausencia”.

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