Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
0
7
horas
2
1
minutos
5
9
Segundos
1
5
Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

11. EL HARÉN

Claire se sentó frente a aquellos hombres. Ella había encontrado el cuerpo y la carta. Ellos ya bebían. Empezó a leer. “Nunca dejé de amar a ningún hombre. Nunca desconfiaste de mí porque mi amor por ti siempre fue sincero. Nunca he dejado de hacer el amor contigo. Tu olor, tu sabor y tu voz está en mi memoria. Míralos a tu alrededor, todos forman parte de mí. No puedo sino conservarlos, necesito una parte de cada uno. Tu ligera sonrisa, su andar apresurado, los besos de él, tu culo y las manos de mi marido. Ahora que todos estáis delante de quien en realidad soy, espero que podáis entenderlo y no odiarme por haberos compartido en esta vida”.

Se miraron entre ellos. La carta seguía, pero sólo para Claire “Claire, tú entenderás entonces que debes hacerlo. Tráelos a todos a casa cuando me encuentres. Siempre me he enamorado del mismo hombre, una y otra vez. Todos son truhanes y tahúres. Dales whisky. Los sigo necesitando.Encuentra un lugar amplio, con vistas al mar y al desierto, seremos muy felices allí”.

Claire supo qué debía poner en los vasos y en el epitafio de su hermana.

www.albasabina.com

10. Te fuiste, socio.

Pedían mayoría de edad, el Graduado en ESO y residir en el municipio. Puntuaba la experiencia en esteticismo, escayolista o composición floral. Era imprescindible disponer de un traje gris, de corbata, y debían abstenerse depresivos e hipocondriacos. Las pruebas se celebrarían el sábado por la mañana y consistirían en redactar una esquela, recitar un epitafio y sellar una tumba. Las dos primeras se realizarían in situ, en la sala de espera de la empresa, y la tercera in otro situ, en el camposanto municipal. Y así fue. Lo de la esquela lo resolvió en diez minutos, pues llevaba bien aprendido aquello de “…tíos, primos y demás familiares…”. Como epitafio declamó un “Te fuiste, socio” fácilmente  adaptable al sexo femenino cambiando la o por la a. Para el sellado de la tumba vertió media bolsa de yeso en un balde con agua, colocó la tapa del nicho, y lo enfoscó todo en un santiamén. Observó gestos de conformidad, recibió tres palmaditas en el hombro y le dieron el puesto. Un mes de prueba, le dijeron. ¡Ah!, y que mañana tenían el servicio de Rafael Tarta Ruibarbo, Felo el pastelero, para más señas. Que Dios lo tenga en su gloria.

9. Desencuentros

Sus cenizas volaron, jugando con el viento y recorriendo el mundo sumergidas en las corrientes atmosféricas. Pero  mi cuerpo se quedó enganchado a un valle de intenso verde, al pie de las montañas infinitas; cerca del hielo eterno, que congeló su aliento mientras perseguía otra pasión.

 

8. QEPD Sordo

TUS AMIGOS QUE TE RECUERDAN.

Quedó parado, trataba de adivinar que le gritaban…

Lo asustó ese que corría hacia él.

Miró hacia sus lados, al voltear hacia la derecha, ya era tarde.

El tren estaba allí…

7. El té de las cinco (Susana Revuelta)

A Frida le tiembla la jarrita de leche y derrama unas gotas sobre el azucarero. Le desagrada muchísimo que el nuevo pasatiempo de Otto, su marido, coincida con la hora del té. A su lado, la pequeña Ingrid golpea con sus dedotes las teclas del piano. ¿Wagner?

Entre ofendido y asqueado, Otto pega un ojo a la mira del fusil, apoya la culata en el hombro… y vuelve a errar el tiro. El cabrón de rayas ha desaparecido del objetivo. Irritado, lanza el cenicero contra la pared de la terraza. Vaya, otro desconchón, reniega Frida mientras barre los añicos.

Impaciente, mira el reloj; casi las cinco y media. No hay nada que le disguste más que el té frío. Cruzada de brazos espera a Otto, que escupe el cigarrillo antes de apuntar de nuevo. Afortunadamente esta vez, la bala revienta la cabeza del prisionero, que cae desplomado salpicando de sesos la alambrada del patio.

Otto entra relamiéndose al salón, directo a la bandeja de pastelillos; por fin Frida puede echar las cortinas. Antes, contempla con orgullo el letrero herrumbroso que preside la verja de la entrada, «ARBEIT MACHT FREI».

Y duda entre una galleta de jengibre y otra de anís.

04. EL SONETO (Paloma Casado)

Serán cenizas, mas tendrán sentido,

polvo serán, mas polvo enamorado”.

 

Enterré sus cenizas junto con los versos que son ahora su epitafio, al pie del árbol en donde nos besamos por primera vez. Recorro con el dedo la corteza herida por dos corazones entrelazados y me parece escuchar su voz: “Ni siquiera la muerte podrá separarnos”. Entonces no comprendió la verdadera dimensión de sus palabras, por eso el espanto.

Recuerdo sus pupilas dilatadas, su sonrisa mudada en una mueca y sus manos impotentes para resistirse a la fascinación de mi arrebato.

Bajo la sombra longeva, voy evocándole con todos los sentidos: en mi olfato, el olor a pan caliente de su cuerpo y dentro de mi paladar el sabor de su piel, cuando lamía sin prisas su pecho y su vientre. Un sabor levemente salado, mucho más tenue que el de la carne de sus músculos o el agreste de sus vísceras violáceas descubiertas. Cierro los ojos y vuelvo a sentir la materia deliciosamente grasienta de sus médulas resbalando por las comisuras de mi boca. Su cuerpo es ya parte de mi cuerpo. Un amor más allá de la muerte.

03. La noche de los ciervos volantes (Eva García)

Era uno de esos anocheceres mágicos del verano en los que, mientras la luz se diluye en violetas y naranjas, el calor por fin agoniza. La banda sonora, a cargo de la familia Gryllidae, acompañaba el impactante vuelo de decenas de Lucanus cervus entre los Quercus robur ; las siluetas de silenciosos quirópteros y Caprimulgus , daban vida al resplandor de la luna.
Resultaba sorprendente la naturalidad con la que brotaban aquellos latinajos de mi cerebro, dado que ni siquiera recordaba mi propio nombre, ni sabía por qué me encontraba a esas horas en un bosque. No era menos intrigante el hecho de que mis manos sostuvieran una caja chorreando sangre y una pala.
Levanté la tapa y vi un hermoso persa azul degollado… ¿Sería mío? ¿Sería de un vecino? ¿Sería la víctima de algún sacrificio?
Lo que parecía indudable era mi propósito de deshacerme del cadáver. Así que, bajo una Castanea sativa centenaria, enterré al gato, arranqué una hoja de un cuaderno de campo que llevaba y, tratando de dignificar su tumba, escribí: “Al Felis silvestris catus desconocido”.
Después busqué otras pistas en los bolsillos que esclarecieran si mi verdadera identidad, presuntamente naturalista, se había entregado al satanismo. O viceversa.

2. EPITAFIO – EPIFISIS

En aquellos años, donde ponía el ojo, ponía la piedra del tirachinas y en eso pensaba, mientras miraba el culo de la Monse, que caminaba delante de mí hacia el camposanto, a por hierbas para sus conejos.
La noche estaba oscura, grandes nubes ocultaban la luna llena y entre las tumbas jugamos a pillarnos, era escurridiza y se deslizaba en silencio, sólo sus risas hacían eco y reverberaban en las piedras, sin adivinar de dónde provenían. Me tenía a reventar y para evitar una rapidez que no deseaba, me alivié agarrado a un nicho, que recordé era el de la pajillera del pueblo y mientras terminaba, creí oírla como reía cuando decía, si la tienes grande, una perra gorda y si es pequeña, dos perras chicas, con una boca que parecía un pueblo bombardeado.
Cuando quiso, la cogí, nos sentamos en una lápida caliente, que nos transmitió su fuerza, nos magreamos y ya como un verraco la tumbé, mientras me rodeaba con sus piernas, me derretí con ella, su aullido como si una loba fuera, hizo que la luna nos iluminara y pude leer el epitafio que estaba a su espalda.

ADIÓS

EPÍFISIS
2015

OS DIJE QUE NO ESTABA BIEN

01. HOJA EN BLANCO (JAMS)

Me había citado con Lucía para llevar unas flores a la tumba de la tía. Llegué pronto y me dispuse a dar un paseo por aquella particular ciudad de eternas avenidas. Mientras paseaba entre altos bloques de nichos me entretuve en reconstruir episodios de las vidas de los que allí descansaban interpretando epitafios y fechas señaladas. Llegué a un rincón desamparado donde llamó mi atención una lápida de mármol blanco parca en datos. María, figuraba en la linea superior. El año 1938 en un segundo renglón, y “murió a los 4 años de edad” en el inferior. Me sorprendió la limpieza especial de la piedra cincuenta años más tarde. Me acerqué atraído por el caso y pude distinguir algún objeto sobre la repisa. Un jarroncito de cerámica con el nombre de María impreso en el barro que presumía de contener una rosa roja, natural y fresca. Al lado sobresalía el borde de una pieza oscura. Alcé la mano y tenté la repisa hasta agarrarla, se trataba de la cintura y los pies en bronce de un Cristo crucificado. Tenté el resto de la repisa, pero el fragmento que faltaba no estaba. Ninguna de las sepulturas de alrededor mostraba flor alguna.

110. Julio Bioy Casares versus Adolfo Cortázar (Juancho)

La inamovilidad de las palabras, cosidas como reos al papel en el que viajan impresas, le proporcionaba largas horas de inútiles reflexiones. Para él los cuentos se convertían en galeras. Una novela en un penal atestado de reclusos. Veía en cada estrofa una prisión. En cada verso una lata de sardinas. Leer significaba una tortura, y la gramática el azote de sus ansias redentoras. Enfrascado en sus enfermizas cavilaciones no vio la bicicleta hasta que la tuvo encima. Entonces se ralentizó el tiempo, se hizo el silencio y, como el mismo Neo en Matrix, pudo verse girar en el espacio, rodar por el suelo a la chica que lo atropelló, y cómo, de los libros que él llevaba en la mano y ella en la cesta de la bici, escapaban letras, palabras, frases que se intercambiaban al caer, descolocadas y libres, en páginas equivocadas. Así, expresadas las debidas disculpas por ambas partes, pudieron, camino a casa, gozar con la lectura de El héroe de la señorita Cora, Instrucciones para una muñeca rusa o Casa celeste. Solo cuando estaba a punto de llegar notó que había perdido las llaves. Nunca le abrieron, a pesar de reconocer en él un aire familiar.

109. Pedaleando cuesta arriba.

En el tercer intento Pablo se tambalea ligeramente al compás de sus dudas; aunque después de apenas tres pedaladas mira al frente y poco a poco consigue avanzar por sí mismo.
Su hijo enjuga una lágrima en su mejilla antes de que su padre de la vuelta al final de la calle, esbozando una sonrisa al verle regresar sobre la bicicleta que tantas veces usó.
Dicen que montar en bici no se olvida nunca; el resto de recuerdos, que esa maldita enfermedad le niega, serán más difíciles de rescatar.

108. Hacia la última cima

Según ganaba altura, pedalada a pedalada notaba como el ambiente era más puro y las vistas más grandiosas. Sentía la tensión en las piernas y su cuerpo le reclamaba un descanso. Su mente por el contrario la incitaba a seguir un poco más, le decía que la cima estaba muy cerca que pronto la alcanzaría y conseguiría descansar. Avanzaba bajo un cielo limpísimo sin pájaros ni insectos, en una soledad que tenía algo de ruta lunar, envuelta en un silencio que no alteraba ni el susurro de la bicicleta ni su agitada respiración. En los últimos metros el corazón le pataleó dentro del pecho, avisándola, pero decidió no parar. No tenía ganas de volver a la residencia, aquel moridero sin esperanzas donde se aventaba el suspiro definitivo. Se sentía en buena forma y el aire le entraba con holgura en los pulmones. Cuando coronó la montaña sintió un pinchazo paralizante en el torso, pero la que soltó los pedales fue una niña, feliz de jugar entre el algodón de las nubes. Si eso era el más allá, en el geriátrico podían esperarla sentados, hoy no se presentaría a desayunar.

Nuestras publicaciones