Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

84. Batallas urbanas

Amanece en la ciudad.

Con ojos vidriosos contemplo incrédula, las calles que ayer mismo lucían impolutas y ordenadas. Todo ha cambiado; una sola noche lo ha transformado todo.

Los parterres, ayer cubiertos de hermosos pensamientos, han sido pisoteados, bolas de serpentinas enredadas con vasos de plástico bailan al compás de la brisa de la aurora.

De cuando en vez sombras oscilantes atraviesan la calle; acá un diablo con el rabo entre las piernas,  allá tres princesas de rimel corrido y acullá un drácula de un solo colmillo.

Yo me apresuro a regresar a casa intentando huir de la luz del sol que irremediablemente, mostrará descarnada  realidad; los despojos de la batalla.

Pronto saldrán las flotillas de limpieza que armadas de carros, mangueras y cepillos, lograrán que a la hora de la misa mayor, todo esté en su sitio.

Y justo en ese momento se producirá el cambio de turno; mientras el ejército de la noche duerme, las tropas diurnas, acicaladas para el vermú, tomaran  las calles del centro.

Y así, la ciudad  comenzará otra batalla, pero esa es ya otra historia.

83. El último llanto de los vencidos (Juanjo Montoliu)

La pala hace un ruido metálico al cargar la tierra. Un sonido que se arrastra, como la misma herramienta por el suelo, y termina en un golpe seco al verter su contenido dentro del foso. Tengo prisa, por lo que apenas dejo pasar unos segundos hasta que vuelvo a repetir la secuencia.

No me gusta mirar los cuerpos que voy cubriendo. Sólo lo hago cuando me llega algún sonido diferente, como el del quejido que se produce al asentar los cadáveres en el suelo. Entonces, paro y escucho, por si me sale algún resucitado de entre los muertos.

No se oye nada más en este amanecer. Quedan muy lejos los gallos y los pájaros de este entierro. Hace tiempo ya que no escucho los lamentos de la tierra al vencer las bóvedas producidas por los cuerpos amontonados. Ya no les queda ese llanto, siquiera, a los que ayer perdieron la batalla.

Empieza a clarear y a mí apenas me restan una docena de paladas. Rasear el terreno. Informar a mi superior de que el trabajo está hecho. Recoger el campamento. Asistir a la misa que dará el capellán para celebrar la victoria.

81. Algodones rojos (Mercedes Jiménez)

Cuando cae la tarde y las tropas se refugian en las trincheras aguardando el alba, las mujeres podemos bajar al campo a recoger el algodón.  Las más jóvenes nos encargamos de retirar los cuerpos de los surcos para que todos los copos queden a la vista. No podemos dejarnos ninguno atrás, un saco repleto de algodón equivale a un plato caliente para nuestros hijos. Mientras se trabaja, sólo se escucha el temblor de los tallos y, a veces, el gruñido de alguna anciana, que se queja de que la mayoría de algodones están tan salpicados de sangre que no nos sirven.  Casi sin energía, nos movemos entre los bultos de los soldados, removiendo el polvo bajo su peso inerte hasta que la oscuridad nos empuja de vuelta a casa.

Todas las noches, al entrar a ciegas en el dormitorio, pienso en mi marido luchando en el Norte. Y me pregunto si en aquellos campos también crece el algodón.

80. La entrevista (Sara Lew)

—Volviendo al tema de su participación en la guerra, señor Krausser. ¿Por qué no apretó el gatillo en aquel pelotón de fusilamiento? ¿Compasión, miedo, empatía con esa pobre gente…?

—Sí que apreté el gatillo, señorita Steven. Solo se me encasquilló el arma.

—Pero… ¿es usted consciente de que este cambio en su confesión podría suponer la reapertura del juicio que hace más de cincuenta años lo absolvió de crímenes contra la humanidad?

—A esta altura ya no importa, mi estimada jovencita. Soy demasiado viejo para ir a la cárcel. Además, me gustaría que a mi muerte me recordaran como realmente fui.

 

 

78. El secreto de Victoria: la dieta del doctor Wilt Montoya (Mel)

Victoria iba a morir, y con ella sus 132 kilopótamos y las burlas de todos sus conocidos. Renacería como Vicky, en una talla XL que la mimetizase con el resto de fauna urbana.

El doctor Montoya estudia los análisis de sangre, palpa michelín y aprieta lorza. Al final entrega, por 350 euros, la dieta a seguir el próximo mes; además de pasear un par de horas al día y mantener sexo con regularidad. ¡Qué más le gustaría a ella! El doctor sonríe cómplice y le recomienda una tienda.

“Sex shop Montoya, la tienda de las …” allí adquiere un modelo a pilas que resultará ser su único consuelo tras treinta días a base de fruta, verduritas hervidas y pollo a la plancha. Incluso ha llegado a salivar pensando en la zanahoria cruda de media mañana.

El doctor arquea las cejas al comprobar que la báscula marca cinco kilos más. Ella insiste en que ha seguido la dieta a rajatabla, incluso cuando no podía acabarse las 203 galletas de la merienda.

¡Qué bochorno descubrir que eran 2 ó 3 galletas! En fin, el mes que viene lo conseguirá. Sale de la consulta y se encamina al super: debe comprar más pilas.

77. HELL BOYS (Mariángeles Abelli Bonardi)

Casco de vidrio, botas pegadas al traje… no era otro que Johann Krauss. Desde aquel accidente que le había separado el alma y destruido el cuerpo, ese traje permitía a su ectoplasma seguir viviendo entre humanos.

El médium tenía el poder de controlar objetos inanimados y entes muertos, y así lo había hecho con el hada de los dientes y las filas del Ejército Dorado… ¿Por qué estaría allí, misteriosamente tendido?

Soltaron sus pistolas y se fueron acercando… ¿Respiraba? Cómo saberlo, el casco también le cubría el rostro. No recordaban que tuviera un arma, ni que fuera tan macizo y tan grandote. Uno de ellos lo tocó; estaba tibio al tacto. “No se despierta; mejor nos vamos”, les dijo, alejándose, el más receloso, pero los otros niños se burlaron y siguieron revisando hasta encontrar lo que buscaban: la válvula que desinflaba el traje y liberaba la esencia de Johann.

Un segundo después del ¡CLIC!, llegó la explosión. Y las armas de juguete ya no tuvieron dueño.

76. PUNTERÍA (Pulgacroft)

La carta anunciaba el final de la tregua.
Sintió un dolor agudo en el corazón , perdió la fuerza en las manos y el soldado… cayó al suelo abatido.
Nunca pensó que su novia pudiera tener mejor puntería que el enemigo.

75. Triunfo

Derrotadas las tropas de la Liga Aquea, las legiones que comandaba el cónsul Lucio Mumio llegaron a las puertas de Corinto. Ninguna esperanza les quedaba a los corintios. Sólo podían apelar a la clemencia del romano. Fue por eso que enviaron heraldos al cónsul. Se rendirían, por supuesto. Le entregarían todo el oro y la plata que hubiera en la ciudad. Destruirían las murallas y permitirían que una guarnición romana ocupara Acrocorinto. Entregarían rehenes. Mumio escuchó con atención a los heraldos corintios. Diez años atrás, el triunfo se le había escapado en Lusitania: no había sido capaz de matar a cinco mil enemigos. Esta vez no ocurriría lo mismo.

Lucio Mumio ordenó matar a los heraldos corintios y, puesto al frente de sus legiones, entró en Corinto. La ciudad fue saqueada. Mumio ordenó matar a todos los hombres. Más de veinte mil. Las mujeres y los niños fueron convertidos en esclavos. Sólo ruinas quedaban donde antes había estado la célebre ciudad de Corinto. Así obtuvo su triunfo el cónsul Lucio Mumio.

74. Tiempo de castañas (Esperanza Tirado)

Siguiendo el rastro de miles de pisadas y castañas caídas en la arena, se adivinaba que la batalla de aquella tarde de sábado había sido intensa.

En los dos equipos se produjeron bajas por castañazos fortuitos. La más grave, el brazo dislocado del Rubio al intentar saltar desde casi lo alto de la torre de troncos para esquivar el ataque de un proyectil-castaña.

 

El accidente detuvo la batalla de inmediato. Los dos más rápidos cogieron las bicis y avisaron a los padres del Rubio, que, con los nervios de punta, le subieron en coche al Hospital.

 

Los demás, sentados en los bancos, las bicis amontonadas a un lado, esperaban a que volviera, sin ganas de seguir jugando. Se les había quedado metido el susto en el cuerpo al verlo caer. Y ese brazo flojo y retorcido, como del revés, les puso el estómago malo e hizo derramar alguna lágrima a más de una.

 

 

Tres horas después, desde la torre anunciaban el regreso del coche. Y el Rubio volvía ser el centro de atención con sus ‘heridas de guerra’.

Su brazo recubierto de reluciente escayola blanca apenas tardó unos minutos en ser firmado y decorado a todo color.

73. Las batallitas del abuelo Domitilo (Reve Llyn)

A la guerra no vas, a la guerra te llevan, fue la respuesta de mi abuelo cuando le pregunté si había luchado en ella. Defensor de los derechos humanos y practicante del amor libre, muchos en el pueblo  le tenían ganas por distintos motivos. Quedarse hubiera significado un fusilamiento seguro, así que se echó al monte para descubrir bien pronto que matar no era lo suyo.

 

Había sido músico, jardinero y poeta. Al final de la contienda quedó del lado de los perdedores -¿acaso no lo fueron todos?- y  durante la posguerra le prohibieron escribir, hasta tuvo que reinventar su firma: dos solitarias notas sobre un pentagrama a la sombra de un arbolillo de copa globosa. Encontró en la música y la floriografía otra forma de subversión: reverdeció e hizo bailar a aquella España gris y doliente.

 

Murió un día antes de cumplir los cien años. Daba plantón al alcalde, al arzobispo, al presidente de la diputación y al director de la Caja de ahorros, que tenían previsto nombrarlo hijo predilecto del pueblo al día siguiente. Cuando entre todos bajaban su cadáver por las escaleras, una bocanada de aire escapó de sus pulmones, yo creo que se reía.

 

72. Unidad de mando

La mata una vez. Cuenta veinte y consigue meter una en casa. Otras diez. Avanza inexorablemente. A los cinco minutos la vuelve a liquidar. No la deja ni a sol ni a sombra y ella sospecha que si puede elegir entre dos jugadores siempre la anulará a ella. Hay algo de verdad. Él se venga por los gritos, los insultos y las frases reprobatorias. Pero tal vez son las rojas que hoy le traen suerte. Una a una le come todas las f ichas. Su mujer calla y consiente, le da margen. De alguna manera le deja vencer, segura de que en la lucha diaria siempre será ella la que gane.

 

 

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