Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SCHADENFREUDE

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta tercera propuesta es el término alemán SCHADENFREUDE, que viene a significar la "alegría por el mal ajeno" Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de MAYO

Relatos

102. Llegó para quedarse

La nieve era la protagonista absoluta. En la taberna, en la peluquería, en la escuela, en las cocinas de cada una de las casas del pueblo no había otro tema de conversación, que si el cambio climático, que si había que acordarse de Santa Bárbara, o eso era solo cuando tronaba, que si Estados Unidos, o China, o cualquier otro país sospechoso de querer dominar el mundo los había elegido para poner en práctica algún experimento secreto… Todo eran especulaciones, pero si los primeros copos fueron recibidos con sorpresa y regocijo, tres semanas después nadie soportaba el frío, ni se reía ya de los resbalones ni de las caídas, ni aprovechaba en la caza el rastro que dejaban los desprevenidos animales salvajes.

Lo que deseaban era que el maldito Papá Noel, o Santa Claus, o como quiera que se llame, regresase a Laponia con sus renos, su trineo y sus calcetines rojos colgados de la chimenea. Sin embargo, el anciano no parecía darse por aludido, ni siquiera cuando un conato de incendio amenazó su casa de madera. Había llegado para quedarse.

101. Importancia de los nombres

Lo curioso es que Pie Grande no se llamaba así desde el principio, en realidad no se llamaba de ninguna manera, ya que seguramente se trata de una criatura legendaria. Pero sea como fuere, Pie Grande andaba como de costumbre deambulando por su inmensa heladera del  Pacífico noroeste cuando un día encontró una enorme huella. Tras observarla unos instantes, hizo lo que cualquiera y calzó su pie en el hueco advirtiendo enseguida que se acoplaba de maravilla al mismo, de modo que empezó a llamarse Pie Grande.

Y como era de esperar, poco más allá encontró otra huella y después otra y otra y atravesó estepas y cordilleras durante meses y años que también le fueron dejando su huella para echarle una mano. Tras cruzar andando sobre el agua de cada río, aprovechaba para rebautizarse, Wendigo,  el Yeti,  Migou o sabe Dios cuántos más. Todo esto puede seguirse en el National Geographic. Lo que de verdad importa es que ahora se llama Chuchuna y hoy me ha tocado como premio en una tómbola. Lo he llevado a casa y en cuanto ha llegado, se ha puesto a jugar a monta y cabe  con mi hijo, vamos, ni hecho a medida.

100. SE OCULTÓ EL SOL BAJO LA NIEVE

La escuela quedaba a más de un kilómetro. Como mis hermanos eran más pequeños, tenía que ir solo, así que rezaba para que viniera un jefe de estación con hijos de mi edad. Aquel invierno tuve suerte, Eladio tenía seis hijos, tres de ellos de edades cercanas a la mía, así que cuando la gran nevada estuve bien acompañado. Con Luis, Carmen y Herminio, el camino se convertía en un juego. Corríamos por la pradera nevada, hundiéndonos hasta las rodillas; nos tirábamos bolas y nos dejábamos caer sobre la alfombra blanca, dejando en ella nuestra silueta. A eso lo llamábamos “hacer santos”.  Llegábamos a la escuela sofocados y felices, con las mejillas coloreadas por la intemperie. Pero eso pasó y llegó la guerra. Ahora también me toca pisar nieve, pero sin una pizca de alegría. Tras la derrota, nos venimos escondiendo noche y día, sin poder encender fuego para secarnos, y sin comer apenas. El camarada Fermín enfermó del pecho y tuvimos que enterrarlo en una cueva. Luego caímos en esta encerrona. Por el recuerdo de aquellos tiempos, Luis, te suplico que me contestes sólo a una cosa: ¿me vais a matar?

99. La novia

El invierno era duro en aquel recóndito pueblo de montaña, sobre todo cuando a la noche se le antojaba vestirse de blanco y un lobo solitario, atraído por el manto inmaculado de tan singular novia e iluminado por la gran luna redonda, se acercaba hasta las primeras casas. Allí permanecía aullando hasta que los primeros rayos de sol aparecían en el horizonte. Se diría que andaba enamoriscado, pero ¿quién era el objeto de su deseo?

Blancanieves se levantó y, sin decir nada a nadie, se dirigió al bosque siguiendo las huellas del lobo. Lo encontró dormido dentro de la cueva. Ella se acurrucó a su lado, como hacía siempre, y esperó. Cuando la bestia se humanizó y sus garras desaparecieron, comenzó a acariciarla. Los amantes, arrastrados por una vorágine de deseo y placer, se amaron ferozmente.

98. CORAZÓN HELADO

Era un viaje  de regreso  condenado al fracaso, lo sabía desde el mismo momento  de su partida, pero era lo último que podía hacer por él.

Apenas lograba  seguir su propio rastro debilitado por la intensa nevada,  mientras  varios metros  detrás,  Amalia y el pequeño Rubén,  se esforzaban por avanzar en mitad de la ventisca que ralentizaba su paso.

De vez en cuando, se giraba  y les apremiaba para que se dieran prisa, más sus intentos eran acallados al instante  por el sonido del viento.

En su mente sólo bullía una idea desesperada: Llegar a tiempo para salvarlo.

Pero todo su pequeño mundo se desmoronó  de golpe,  cuando divisó a su dueño en pie,  inmóvil, con la espalda apoyada  en el  tronco de un árbol y la mirada perdida en el vacío.  Un manto de escarcha   cubría todo su cuerpo  y sus ropas.

Igual que  hiciera cada mañana durante su corta vida, le lamió la cara y las manos congeladas en un vano intento  por despertarlo,  pero todo fue inútil.

Entre gemidos de dolor, notó  cómo su dueña le cernía la correa alrededor del cuello,  e inmediatamente después,  sus patas dejaron de tocar la nieve y le faltó el aire.

97. DORMANCIA

El candidato diecisiete llegó y enseguida se hizo una composición de lugar como de Google Earth: Frente a él, desafiante, se extendía la Gran Placa de Hielo, y en su interior, cientos de ojos escarchados le miraban con expectación fría. Le abrumaba aquella responsabilidad. Recalculó sus posibilidades con esa antipatía romana del dedo pulgar hacia abajo y finalmente decidió esperar. Pasaron minutos (quizás siglos), hasta que el viento gélido le trajo un murmullo increpante: “¡Vamos! ¿A qué esperas?”. Y bueno, con esa desgana de un Charlton Heston portando leyes de cartón-piedra, alzó los brazos.

Fue entonces cuando se escuchó aquel gemido (como de hielo seco en café), y cientos de capas geológicas empezaron a descongelarse alumbrando amebas, coliseos, automóviles y playas nuevas. Era como despertar notando que nada te duele adentro; como dejar de sentir ese terror de hormigas bajo un zapato. Aunque duró poco… Justo hasta que cayeron, desfallecidos, los bracitos enclenques de aquel tipo. Nada más. Después, todo volvió a compactarse, y ahora toca esperar al siguiente candidato. Otra vez en silencio, desenfocados, en el limbo de esta foto fija.

96.La Guardiana de El Dorado (Montesinadas)

Cuando María Fuensanta Desiderata Nuño, dueña y señora de la nieve del paraíso, vio el cadáver de su hijo, a la puerta de palacio,  perdió la voz y, desde entonces, ningún sonido voló hacia el cielo de su boca  a excepción de un leve  gruñido  lastimero y ululante que no cesaría, a lo largo de su vida, ni siquiera en sueños, dándole a su presencia,  o a su descanso, un sentir como de animal  agonizante, de ser primario  que atemorizaba a todo el que la acompañaba.

Su venganza siguió el rastro de la sangre sobre los copos tiernos que se perdían en la punta de la derramada lengua del glacial,  cerca de La Misión, donde María Fuensanta envió un ejército de demonios hermosos y dorados a tentar a vírgenes y misioneros. Así, cosechó en los vientres de las nativas la semilla del mal y transformó el compromiso evangelizador en una liturgia de actos perniciosos y abominables que acabaron con todos los habitantes del lugar.

En su vejez, María Fuensanta se retiró a la soledad del hielo y a su muerte, grandes aludes sepultaron su cuerpo y dejaron a la vista una ciudad de oro que emergió de la nieve.

 

95. El coleccionista de sueños

Algunos coleccionan monedas, otros sellos, pero ella era diferente, coleccionaba amantes. ¿Y yo?, yo coleccionaba sueños.

Era una mañana de invierno, casi tan fría como la soledad, iba caminando por la calle nevada que corta la de la esperanza con la de la desesperación, y de repente la vi, me fije en sus ojos que eran como un atardecer de verano. Solo hizo falta un cruce de miradas, nada más, y me crucé con su sonrisa triste de medianoche, quería salvarla, y pensé que ella quería ser salvada, salvada de ella misma, salvada de algo de lo que solo ella se podría salvar. Entonces le dije «quédate».

—Lo prometo —dijo ella —te encontré.

Me han contado por ahí que ella aún no completó su colección. ¿Y yo?, yo colecciono recuerdos.

94. Amantes alternos

Había seguido su rastro en la nieve durante días. La ventisca clavaba copos de nieve en mis mejillas y me impedía avanzar, poniéndose claramente de su parte. El monte la adoraba y desplegaba todo su poderío para evitar que le diera alcance. Seis meses había estado conmigo, huidiza Perséfone.

Aceleré el paso, rezando a los dioses para poder atraparla antes de que muriera el invierno. Sus huellas eran cada vez menos profundas, como si al alejarse de mí, se fuera haciendo más y más liviana.

Amaneció. Si no la encontraba pronto, estaba perdido. Con el primer rayo de sol brotaron pequeños arroyuelos, briznas de hierba asomaron aquí y allá. Corrí ladera abajo, jadeante, lanzando bocanadas de escarcha que helaban los brotes primerizos. Tenía que detenerla.

Para cuando llegué al valle, la primavera había vencido. La encontré sentada bajo un roble, esperándome. Me arrodillé a sus pies y recosté mi cabeza en su regazo. Llorando le rogué que se quedara conmigo, que no se entregara al Verano. Ella deslizó sus dedos por mi blanca cabellera y lentamente la fue derritiendo. Sus besos sabían a despedida y, gota a gota, desaparecí.

93. La sombra del carroñero es alargada

Otra vez se sentía como si le hubiesen dado la vuelta a sus tripas. Como si todas las blasfemias y las humillaciones que dirigían hacia él y otros que lo habían perdido todo, no tuvieran capacidad de contraataque.

Se subió al coche y comprobó que le quedaba suficiente gasolina para ir y volver a la sierra. Necesitaba caminar por algo tan puro como la nieve recién caída.

Aparcó en un entrante del bosque y comenzó a caminar sin rumbo fijo. La vuelta era sencilla, desandar lo andado.

En un tiempo y distancia indeterminados, porque poco importan, se topó con unas huellas que le cortaban el camino como una barrera. Contrariado, y sintiéndose incapaz de traspasarla, la siguió paralelamente hasta que esta concluía en un lugar imposible. Solo había dos opciones, alguien había saltado desde un árbol, o estaba ahí antes de la nevada y comenzó a caminar luego.

Decidió seguir paralelo a las huellas en la otra dirección hasta descubrir con sorpresa que llegaban hasta el borde de un gran cortado. Cuando detuvo sus pasos  las puntas de sus zapatos ya estaban al vuelo.

Mientras dudaba, un buitre con zapatos de charol, lo observaba de espaldas al sol.

92. EL INMORTAL

No era habitual que entre aquellas gentes nacieran gemelos. De ahí la curiosidad del poblado cuando sus padres los presentaron a la hechicera para que les adivinase el futuro. Al coger en brazos al primero de ellos, se tambaleó, y a duras penas logró balbucear que ese niño sería inmortal, antes de enloquecer, víctima de violentas alucinaciones.

El niño creció con el respeto de la comunidad —la hechicera jamás había fallado una predicción—, y de mayor recibió las piezas de caza más codiciadas, las hembras que quiso poseer, y sobre su piel se dibujaron los símbolos sagrados que únicamente él podía exhibir.

Un día, con esa confianza ciega en su destino, decidió salir de caza él solo. Entonces, su hermano gemelo, el olvidado, siguió sus pasos, y amparado por las sombras de la envidia, al filo de las primeras nieves, que ya empezaban a cubrir la montaña, consiguió matarlo a traición.

Y la nieve cayó con la lentitud del tiempo sobre su sepultura, y borró las huellas de su paso fugaz, hasta que un capricho del clima lo rescató intacto de su cárcel de hielo. Desde entonces, en la vitrina de un museo, reivindica día a día su condición.

91. Tenía razón.

“Si lo conoceré yo…estoy seguro de que ha ido por aquí.”

La ventisca de la noche anterior había borrado cualquier  huella, pero todos coincidían en que habría tomado el camino de regreso al refugio. Todos menos él.

“Claro que es arriesgado, claro que la nieve tapa las grietas del glaciar, pero él conoce la montaña, como yo. Seguro que ha seguido adelante. Las grietas se perciben, es cuestión de estar atento. Hay que saber dónde y como …”

Diez metros más abajo, entre un revoltijo de nieve, hielo arrancado en la caída y sangre que goteaba de su cuerpo magullado, su linterna frontal iluminó un rostro  congelado asomando de un anorak.

“Lo veis, ya sabía yo que había venido por aquí”,  pensó mientras iba perdiendo la consciencia.

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