Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

132. Historia de amor bajo la tormenta (Elysa Brioa)

La primera vez que mi abuelo viajó a la capital llovía, de tal manera que para él, habitante de espacios abiertos, todo se mostraba gris y triste. No era capaz de entender como la gente se orientaba en ese mar de artilugios que sujetaban sobre sus cabezas. En aquel maremágnum alguien le rozó y tuvo algo parecido a un cosquilleo que le recorría el cuerpo, la curiosidad le hizo ponerse de puntillas para atisbar entre la muchedumbre a la dueña de ese paraguas. Alentado por su alegre colorido siguió el bamboleo cadencioso sin perderlo de vista, no podía explicarse la razón de aquella persecución pero sentía que era importante. Cuando a punto estaba de flaquear y dejar aquel desatino se dio cuenta de que el objeto de su seguimiento era plegado y su portadora entraba en un edificio. Buscó el nombre de la calle y cuál no sería su sorpresa cuando descubrió que era la misma dirección donde él debía alojarse.

El abuelo se fue con las lluvias de primavera, antes de morir me pidió que le acercara el paraguas de la abuela. Me reconforta pensar que ahora caminan juntos resguardados de la tormenta que un día los unió.

131. Calados

No hay tormenta más grande y bienvenida que la que comienza con ese relámpago que escapa de tus ojos y llega derechito a los míos anunciando tempestades. La borrasca que se genera en tu boca y que gira una y otra vez tronando sobre la mía. La que se inicia chispeando sobre mi cuello para terminar haciendo que un aguacero baje por mis piernas. La que consigue que se inunde la cama, aunque ya nos pille flotando. La que hace que acabemos como siempre, para recuperarnos de tanto desbordamiento, nadando, con besitos, sobre las aguas mansas de las sábanas.

Y es que no, no quiero que salga el sol en nuestro cuarto, no quiero que llegue el buen tiempo y se pase la época de lluvias. Quiero que sigas diluviándome y que  me atormentes de parte a parte con tormentas que descampan en mis brazos. Y que en cada temporal acabes calándome una y otra vez con ese te quiero continuo de gotera que se filtra por mi oído.

130. Colores de la mar

  1. Colores de la mar

La tempestad me ha alcanzado, una enorme galerna. No he sabido ver las señales, pero estaban en el ambiente. La bruma,  que a retazos envolvía el sol, la brisa, que tornaba en vendaval inmisericorde y frío, la luz del sol que ya no reflejaba el brillo de tu cabello, en forma de arco iris, y la mar, la mar, madre de todo…

El helado viento ha escarchado mi corazón y la espuma del oleaje ha arrasado todo aquello que imaginé. He sentido la tristeza del gris y con mis manos he arañado el amarillo al amanecer, he aspirado la gélida humedad desatada por la tormenta, pero todo lo he soportado con firmeza. He arrostrado todos los fantasmas que me han visitado, y a los que antes me abandonaron también; como aquel día en que cerré los ojos para ver ante mí un horizonte azul e infinito, como una enorme pared celeste, que tras un ventanal me daba tu calor.

LuisCar 30, marzo de 2014

129. DESPEDIDA

Cuando entraron en la cocina lo hallaron balanceándose de la viga. A la luz de los relámpagos sus ojos tan abiertos brillaban desesperados, como si aún no hubiesen alcanzado la calma, y bajo el bigote gris asomaba la lengua derrotada.

La mujer y el muchacho permanecieron quietos, sin darse siquiera la mano, escuchando entre trueno y trueno cómo el crujir de la madera iba acallándose hasta que el cuerpo detuvo su desconsolado vaivén.

Entonces ella se acercó, le quitó los zapatos y se los tendió al hijo: «Póntelos. Ahora eres tú el hombre de la casa». Él obedeció, sintiendo un escalofrío al meter los pies en los zapatos calientes.

La madre cogió del aparador dos platos, dos cucharas, dos vasos. Sin un gesto de cansancio ni un suspiro. «Lo descolgaremos mañana temprano. Luego yo iré a avisar al cura y tú, a la escuela, a despedirte del maestro y los compañeros».

Cenaron envueltos en ese silencio oscuro que dejan las tormentas tras de sí. Aunque el chico apenas probó bocado. No porque le asustara la sombra descalza de la muerte bailando sobre la sopa, sino porque le dolía ya la nostalgia por Anita, sus coletas rubias y sus tímidos besos.

128. Efímero por siempre (Sara Lew)

En casa te asfixias.  La tarde se presenta aciaga como pocas, pero aun así te enfundas el chubasquero y sales a la calle con el temporal a cuestas. Mientras caminas pensativa por la acera desafiando al viento intentas dilucidar por qué los problemas siempre se te vienen encima todos a la vez. De repente el árbol que cae sobre tu espalda te cerciora de que el fiasco de la franquicia de bisutería, el primer aviso de embargo y la infidelidad de tu pareja no son nada comparado con lo que te acaba de pasar. No sientes el cuerpo; ni siquiera un hormigueo en las piernas. Y la cabeza parece girar alternando entre la consciencia y la inconsciencia. Te estás muriendo. Sabes que te vas. Un sinfín de imágenes aparecen desordenadas: los grandes fracasos, los pequeños hitos. Y entonces recuerdas que tan solo unos meses atrás eras feliz; que todo parecía ir tan bien en el negocio y con el cabrón de Julián que decidiste hacerlo beneficiario de tu seguro de vida.

127. LADRONES DE TUMBAS (Rafa Heredero)

Tras asistir a la ejecución del ladrón de cadáveres cerca del árbol que siempre se utilizaba como horca, su viuda solicitó permiso para poder inhumarlo. Profanar enterramientos, en cualquier sentido, estaba castigado con la pena de muerte, y el hombre había sido detenido esa mañana con el cuerpo de un recién nacido, enterrado la tarde anterior, oculto entre sus ropas. Fue juzgado como uno de esos anatomistas que aprenden su ciencia de la disección de cuerpos sin vida, y su condena se decidió de inmediato.

La mujer pudo descolgar el cadáver de su marido e introducirlo en un tosco ataúd dispuesto sobre la carreta que ella misma guiaba. Pero antes de clavar su tapa, y con la atención de todos los verdugos puesta en lo que hacía, vació en él un saquito de cuero que llevaba consigo. Una lluvia de monedas de oro, con el brillo de un relámpago, cayó sobre el ahorcado, y su tintineo, sonoro como un trueno, pareció dibujar una amplia sonrisa sobre su rostro. Después arreó a la mula y emprendió la marcha hacia el cementerio, sin mirar atrás, ni tampoco al lúgubre árbol que, buen conocedor del alma humana, esperaba impasible a sus futuros inquilinos.

126. Tronará seguro

Un cuchillo BlueSteel  de forma escalonada asemejando un rayo y con acreditada capacidad de penetración en los tejidos ha destrozado los órganos superiores y más imprescindibles de Alina, que está, como siempre, tumbada en el suelo de la cocina.
Poco antes, nos habíamos cruzado con ella en la escalera cuando iba a entrar en su casa. Justo cuando el relámpago. Apenas un segundo pero suficiente. Tenía que habernos bastado para distinguir las cosas que en la penumbra parecen iguales. Las cuencas de los ojos.
Teníamos que haber intuido cómo el miedo a la tempestad hacía temblar cada porción del alzado de Alina, las suelas, las tibias, la pelvis, el diafragma, las veinticuatro costillas restantes, la tráquea y los parietales.
Teníamos que haber sabido desde niños que la descarga tardaría equis unidades de cualquier magnitud de tiempo. Teníamos que haber concluido que no estaba nada lejos. O al menos haber presentido que no es la luz que nos la iluminó en el descansillo la que habría de partir a Alina en dos, sino el trueno que inexorablemente vendría después, el que preludia la lluvia que suele reducir a las mujeres pusilánimes  a charcos ocultos bajo las camas las noches de tempestad.

125. Huracán Samanta (Montesinadas)

Soltó la goma de su pelo  y los rizos ocuparon la atmósfera circundante creando una corriente de aire, brusca, ascendente y de gran intensidad, que azotó mi sexo y me convirtió, de inmediato, en un centro activo de altas presiones.

Se acercó un paso más y me partió en dos el rayo de su mirada. Una mirada, custodiada por la volumetría de unos mechones que dibujaban, sobre su piel morena, contraluces ensortijados donde la ausencia de luz, dejaba adivinar una belleza sin fin.

Otro paso, y descubrió sus pechos, que entre lo divino y lo humano, me transportaron del violento deseo terreno a la transfiguración del mundo celestial. Mostraban una perfección sin puntos flacos y en su balanceo, arrastrados por  invisibles vientos dominantes,  o cuando con sus manos los elevo oferentes, en ambos casos, perdí la vista por la precipitación de un granizo blando  y racheado que se derramó por mi frente.

Cuando el tifón tropical de sus caderas me embebió, sentí que ascendía como huracán oceánico hasta las cotas más altas del interior de su cuerpo y allí, entre rayos, truenos y relámpagos, primero me lloví a cántaros y después me evaporé.

124. Dos árboles, veintisiete gallinas, seis balas de paja y un montón de puertas

Aquél día no paró de llover. Fui, como cada vez que había tormenta, a la calle La Rambla. Quería ver si era verdad lo que cuentan los más ancianos del lugar. En el verano del 54 llovió tanto que esa calle, que antes era una rambla, se convirtió en un río que arrastró una casa entera, algunos cerdos y varios árboles.
Cuando el agua casi asomaba por encima del asiento del banco empecé a ver algunas cosas: dos árboles; veintisiete gallinas; seis balas de paja y un montón de puertas, que supuse que eran de la carpintería de mi tío que estaba más arriba.
Salté sobre una de las puertas, no quería mojarme, el banco estaba totalmente sumergido. Entonces pensé en que los más ancianos del lugar, algún día recordarían el verano del 99 en el que vieron pasar dos árboles; veintisiete gallinas; seis balas de paja y un montón de puertas flotando en las que en una de ellas había un niño subido, llamando y abriéndola para sumergirse en un mundo lleno de imaginación.

123. NAVEGACIONES

Cogió el libro y lo abrió por la página marcada.

Deslizó los dedos por la hoja y fue degustando la historia: El barco empezaba la singladura con buen tiempo, con una ligera brisa por poniente, y poco a poco la aventura se fue complicando con mala mar.

Se detuvo un momento en la lectura para ajustar las ventanas. Notó la humedad  del aire y los sonidos apagados y lejanos  que llegaban intermitentes a su alcoba.

Se acomodó en la butaca y retomó la historia: El viento arreciaba y el barco amenazó con zozobrar. Grandes olas rompían contra la proa, y en su  habitación la lluvia  caía desmenuzada  en los cristales.

De vez en cuando un relámpago azul y fugaz invadía la estancia.

Leyó hasta que los dedos se le cansaron y los embates del mar en el barco fueron amainando, como la tormenta sobre su caserón.

Se levantó con parsimonia, señaló con la tarjeta la nueva página y depositó el volumen de la Guía Telefónica en el estante.

Fue al pasillo, cogió el abrigo  y el  blanco bastón  y salió a pasear bajo la noche ya calmada.

121. CICLOGÉNESIS (MANU GARPE).

Me gustaría que visualizarais la siguiente escena. Ella está arrodillada, semidesnuda, con la cabeza inclinada hacia el inodoro, con las manos agarradas a sus bordes. Su melena cae lacia, casi tocando el agua sucia. A su lado, tirada en el suelo, una fotografía donde aparece ella, con la mirada perdida, junto a un hombre.

No está sola, en la cama hay alguien, que parece estar dormido, ajeno a la escena del baño. Momentos antes hicieron el amor, o mejor dicho follaron, pues en sus movimientos, en sus caricias, en toda la cópula no hubo ni un solo atisbo de amor. Solo deseo, furia, tormenta de sexo sin tapujos, ciclogénesis explosiva.

Cuando el agotamiento trajo la calma él quedó dormido, mientras ella, tendida boca arriba, todavía miraba al techo pensativa. Unos minutos después se incorporará para ir al baño.

Afuera es noche oscura, sin luna ni estrellas. Los nubarrones que la ennegrecen, más si cabe, descargan con inusitada violencia y un estrépito excesivo la tormenta anunciada hace días.

Todavía en el baño la mujer vomita su angustia, su miedo, dejando sus vísceras vacías de remordimientos.

Ya en calma, mira la fotografía y, tras susurrar entre dientes  algo ininteligible, la hace pedazos.

 

120. El reloj de pared (Marta Trutxuelo)

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Dio cuerda al reloj de pared. Begoña ya había desayunado, se había vestido y estaba lista para salir. Repasó su ritual de cada mañana y se quedó pensativa: carmín, perfume… ¿qué más? Se dirigió a la ventana y su mirada gris se perdió entre las nubes que presagiaban la llegada inminente de la lluvia. Un sonoro timbrazo le sacó de su ensoñación. ¿Quién sería? Se levantó y avanzó hacia la puerta.

 

—¡Qué sorpresa, hijo! ¡No te esperaba!

 

—Pero si hablamos ayer mismo por teléfono… Estás un poco despistada, mamá… No cierres la puerta que ahora sube…

Begoña cerró la puerta. Su hijo se quitó la bufanda y se frotó las manos, ateridas por el frío. Al atravesar el pasillo ella se paró delante del reloj de pared.

—¿Por qué das cuerda a ese viejo reloj? Hace ya meses que no funciona…

 

Volvieron a llamar a la puerta. Un pequeño rostro empapado por la lluvia le sonreía.

 

 —¡Qué niño tan guapo! ¿Cómo te llamas? —dijo Begoña a su nieto con una tierna mirada llena de olvido.

 

 

 

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