Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

102. Planificando primaveras (Barlon Mrando)

Ernesto permanecía bajo el aguacero aquella tarde de tormenta; ni pestañeaba. Le insté a entrar en casa, pues siempre se acababa resfriando, pero se negó en redondo pidiéndome que no le molestase, que estaba intentando contar. Era inútil insistir.

Lucía no era capaz de comprenderme, pero yo debía supervisar el chaparrón. Cuando terminó de llover había contabilizado todas las gotas caídas en el charco A, y se habían formado ni más ni menos que otros nueve en el jardín. Anoté los datos en una libreta y me dispuse a realizar los cálculos. Multiplicar el número por la cantidad de lunas pendientes, restar la variable de días yermos y dividir todo por la fecha en que se secó la última flor. Tras precisar unas líneas maestras dispuse el resultado sobre el dibujo, aderezándolo con varios tréboles de cuatro hojas.

—Lucía, va a ser preciosa. Este año tendremos muchas azucenas y begonias, y además por fin saldrán los jacintos que tanto te gustan.

Ernesto ordenaba sus papelotes mientras yo sonreía desde el tejado. Siempre le salían bien los proyectos. Me levanté para desatar los hilos, dejando las nubes libres, y me dispuse a reunirme con él junto al hogar.

101. Se nos tragó la voz

La tormenta no esperó al anochecer para enseñarnos sus cuchillos. Los primeros nos sorprendieron antes de salir del pueblo. La carretera por la que íbamos se desdibujaba intermitentemente al ritmo del limpiaparabrisas que velozmente arrasaba el cristal. En la vega éramos un coche a merced de la tormenta, el paisaje real se desvanecía y los cielos se abrían llameando fuego acompañado de un ruido infernal. La lluvia arreciaba y el coche  seguía moviéndose sin clara orientación. La negrura de la noche envuelta en lluvia torrencial se rasgaba con más rapidez ante la fuerza de los rayos y truenos que caían por doquier. El alma de los relámpagos se filtraba en el interior del coche  creando una atmósfera de pesadilla. Se nos tragó la voz.

100. Hiperrealismo (Eva García)

Para dar vida a sus nubarrones escogió una amplia gama de grises, marengos, azulados y negros. Cargando los pinceles de pensamientos cenicientos, logró un cielo pavoroso y oscuro, a punto de desplomarse. Después esbozó el paisaje; aguado, triste, apenas iluminado por un relámpago. Tras mucho cavilar se pintó a si misma bajo la tormenta, diluida, borrosa, desvaneciéndose, con libreta y lápiz en la mano pero incapaz de escribir la nota.
Cuando abandonó el estudio, un pálido rayo de sol acariciaba el caballete, intentando en vano lograr un arco iris en aquel último lienzo. En la habitación contigua sonó el trueno definitivo y la pequeña figura del cuadro desapareció, fulminada por un rayo, dejando en su lugar la nada más absoluta chorreando un denso óleo bermellón.

99. El niño pez (Paz Alvar)

Arreciaba la tormenta cuando la carreta se detuvo. El gitano bajó de un salto engullido por la noche.

– La rueda se ha atascado en el barro.  ¡Todos abajo!  ¡Vamos!

La niña también empujó, y entre esfuerzo y esfuerzo se le escurrió el bebé que llevaba en el vientre y como un pez, saltó a una charca que había  junto al camino.  Partieron sin mirar atrás, agradecidos de aquella inesperada fortuna mientras la efímera madrecita, entre gritos y llantos, llamaba a su hijo.

El bebé llegó al océano transportado por los ríos que la lluvia siguió alimentando toda la primavera.  Amamantado por las ballenas, creció y se hizo fuerte.  Algunos pescadores lo avistaron nadando entre delfines y la leyenda del niño pez nació en aquellas tierras remotas.

Años después, cuando el cabello de la niña gitana se coronó de plata y oyó hablar de aquella extraordinaria criatura,  supo que aquél era su hijo, al que nunca dio por muerto, pues ella sí había heredado las dotes adivinatorias de la abuela.

Dicen que aquella charca nunca se seca y por muy rigurosos que sean los veranos siempre está allí, en el cruce de caminos que lleva a Macondo.

98,El secreto

Escucha las primeras gotas romperse contra el ventanal de la cocina y siente un cosquilleo en la nuca. Se asoma, mira al cielo y piensa que tal vez tenga suerte. En cinco minutos está diluviando. Adoro el otoño, piensa, y advierte que sonríe de pronto.

—Cariño, bajo a la compra, ¿vale?— Vocifera camino del dormitorio. Su marido tarda en contestar que vale. Se calza deprisa, abre el cajón de la mesilla, busca el vibrador y lo guarda en el bolso. Luego coge las llaves del coche y sale de casa. Continua sonriente, bajo el confeti de agua que resbala por su impermeable, mientras corre hasta el Volvo familiar.

Sabe lo que vendrá después: la piel del pecho endurecida, los pies apretujando la alfombrilla entre los pedales, su boca abierta reflejada en el retrovisor. Supone que esto no cuenta como pecado. Y menos aún como infidelidad. Lo ha pensado muchas veces.

Los regueros que se escurren por las ventanillas forman una cortina tupida, la calle está desierta, el capó repiquetea. Coloca el móvil en el cuadro de mandos, le da al play con una mano y con la otra se sube la falda. Adora el otoño.

97.LA DEMANDA DE DURANDARTE (Eduardo Iáñez)

Hoy se nos han parado los relojes. Cosas de la tormenta solar, y esta es ya la tercera desde que nos destinaron a Mercurio, hace poco menos de un año. Durante la anterior fue aún peor: el abuelo regresaba de tomar su aperitivo en la Taberna del Ciervo Blanco cuando, entrando a casa, el teletransportador se descompuso por una ráfaga de viento del sol. Desde entonces, el viejo pasea su muñón y su cojera con una arrogancia propia de otras épocas, negándose a ponerse en manos del doctoroide de la colonia. Allá él. Aquí cada uno tiene sus manías. Yo mismo no he salido al exterior en todos estos meses. No es la temperatura lo que me preocupa, pues los trajes de la compañía resisten de sobra durante horas; es que no puedo evitar cierta inquietud a la vista de la fauna mercuriana, esas criaturas escamosas que, en mitad de la tormenta, se divierten agitando en pesado vuelo sus garras aladas, mientras persiguen las partículas solares y escupen fuego por sus renegridas fauces.

96. Área de Broca ( Nieves M.M.)

Aquella mañana, Fabién se encontraba inquieto. Le había parecido que por encima de la superficie de la leche, unos peces de sonrisa forzada giraban sin cesar en torno  al remolino que formaba la  cuchara. Asustado, quiso gritar pero no pudo. Y derramó la leche. Un eco de silencio le trajo a la memoria ese mundo sencillo de contornos precisos en el que, como un fondo de mar profundo y silencioso, no había niños, ni dibujos, ni cuentos. Al igual que otras veces, el rostro de la madre era el único paraje conocido y trató de conducir su mirada hasta ella con el fin de salvar del naufragio ese barco varado que habitaba  en su mente. Ella sabía que era en sus pupilas donde se producían las  tormentas y , con la esperanza de ser  ese rayo de sol que se filtra en las nubes, le acarició la mano y le besó en la frente. Pareció que en su rostro se había abierto un claro,  pero aún así,  Fabién gritó a su madre: “ ¡ Yo no quiero delfines! ¿ Alguien puede oírme?”  De espaldas , ella lloraba al tiempo que recogía los destrozos. ( Silencio) » Dicen que soy autista”

95. Pérdida de la custodia (Javier Ximens)

Una colosal ola de nubes repta pendiente arriba engullendo todo. María fotografía esa maravilla que da miedo, es como la polvareda de una carga de caballería. De pronto todo se niebla y María se despierta asustada con los insistentes timbrazos de la puerta. Coge al niño en brazos y se lo entrega a la ensortijada señora que la mira con desprecio delante del agente judicial. Daniel, entresueños, le dice a su tía que se quede con su osito naranja.

Condenado muchacho, qué listo es, piensa María mientras arrastra la bombona junto al sillón del comedor. Enciende el ordenador. Extrae un cigarro de la cajetilla «fumar mata». Pincha en la carpeta «Aneto», pulsa «ver como una presentación». Se sienta con el peluche en su regazo y abre la espita. Las imágenes pasan muy lentas, igual que la ascensión. Cuando aparecen las primeras fotografías de la tormenta se pone el cigarro entre los labios. La pantalla muestra un rayo, el rayo, momento en el cual prende el pitillo. Suena el trueno y allí está la cordada completa: su marido, su hermano y su cuñada. Ya estoy aquí, les dice, no debí salvarme y este osito es para vosotros.

94. Guerra

La tormenta es esa palabra que nadie se atreve a pronunciar. Es como un hito maldito en nuestra historia, algo que los mayores se esfuerzan en olvidar y nosotros no acabamos de concebir.

¿Qué es una tormenta?, nos preguntamos unos a otros y nadie es capaz de dar una respuesta segura. Una gran cantidad de agua, dicen algunos. Una sucesión de descargas eléctricas que proceden del cielo, afirman otros; pero todo son conjeturas.

Hablar de agua en grandes cantidades parece imposible. Todo el mundo sabe que el preciado líquido se fabrica en unas industrias gigantescas, situadas en las montañas, en las cantidades justas para el consumo humano. Afirmar que el cielo puede descargar electricidad resulta absurdo, cuando es conocido que toda la energía se produce en pequeños paquetes, para evitar accidentes.

Cuando preguntamos a los viejos sobre el vocablo prohibido, suelen contestar con evasivas. Ellos saben lo que ocurrió, pero nunca nos lo dirán. En algunas ocasiones, cuando están relajados y vuelven a contarse sus viejas historias, emplean palabras indescifrables para nombrar a la tormenta. La que más me llama la atención es “guerra”.

93. ORÁCULO (Rafa Olivares)

A esa difícil edad de los catorce los padres de Zoilo empezaron a preocuparse por su futuro; si valdría para los estudios, para los negocios, para ganarse la vida por sí solo, …

Fue una tarde de tormenta cuando decidieron ir a preguntarle al patriarca, Manuel Vargas, anciano, sabio y prudente, quien, cual oráculo de la antigua Grecia y observando circunspecto al chico, escueto y solemne sentenció «El muchacho tiene madera».

Volvieron los tres empapados y los padres, además, aliviados, complacidos y confiados por lo que el mañana parecía reservar a su único hijo.

Y algo de razón debía de tener el viejo, por cuanto que, cada vez que el chaval se rascaba la cabeza, quedaban entre sus uñas algunos restos de serrín.

91. Pez grande, pez chico

Pasábamos las tardes pescando en el muelle, mientras el alboroto de las gaviotas se desvanecía entre las olas y la luz se esfumaba por los tejados.

No jugábamos con otros niños, éramos siempre los mismos y en aquella simbiosis, en aquella endogamia fuimos despidiéndonos de la infancia.

Antonio extraviaba los ojos cuando llegaba algún pesquero, esperando la llegada de su padre, que zarpó cuando él apenas sabía chapotear en los charcos y jamás volvió.

Sus carencias las pagaba mi piel, que amoratada volvía siempre a casa sin que el resto moviera ficha. Cada uno aceptaba el lugar que ocupaba en ese submundo.

Una tarde de tórrido calor, volvió a suceder. La tormeta hizo bramar las olas, el cielo se tornó de luto y ningún barco atracó cargado con sus deseos.

La emprendió conmigo.

Una lóbrega nube cubrió mis ojos y el sedal de mi caña se aferró a su cuello. Tensé el hilo con la fuerza con la que los peces se clavan aún más el anzuelo, ávidos de escapar de una muerte inesperada.

Apenas el graznido estridente  de las gaviotas huyendo del aguacero logró quebrar el silencio.

90. CUENTOS Y MÁS CUENTOS

El abuelo, que siempre había sido como mudo, un buen día comenzó a contar historias en las comidas. ¿Sabéis que en un día como este…? era su entradilla, y aunque al cabo de un tiempo ya las conocíamos todas, nunca le interrumpíamos. Nos encantaba escucharle, a pesar de que sus relatos eran tan fantásticos que sabíamos que eran fruto de una mente desbaratada por la edad.

A Julia le gustaba el de los días de calima, cuando nos contaba que había visto salir de entre los alcornocales a un ciervo enorme y blanco como la nieve, que tras mirarle, se elevó sobre sus patas traseras como un caballo y partió por donde había venido.

A mi me encantaba el de los días de tormenta, cuando según él, tras caer un rayo a veinte metros de sus pies, encontró en el hoyo que este dejó en el campo de tabaco, a una preciosa niña: Nuestra madre.

Muchos años después, decidí pedir una excedencia en la Universidad de Oxford para cuidar de mamá junto a Julia.

Cuando la bañaba por primera vez, mi hermana esperó en silencio hasta que fuera yo misma la que descubriera que mamá no tenía ombligo.

 

 

 

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