Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

98. CORAZÓN HELADO

Era un viaje  de regreso  condenado al fracaso, lo sabía desde el mismo momento  de su partida, pero era lo último que podía hacer por él.

Apenas lograba  seguir su propio rastro debilitado por la intensa nevada,  mientras  varios metros  detrás,  Amalia y el pequeño Rubén,  se esforzaban por avanzar en mitad de la ventisca que ralentizaba su paso.

De vez en cuando, se giraba  y les apremiaba para que se dieran prisa, más sus intentos eran acallados al instante  por el sonido del viento.

En su mente sólo bullía una idea desesperada: Llegar a tiempo para salvarlo.

Pero todo su pequeño mundo se desmoronó  de golpe,  cuando divisó a su dueño en pie,  inmóvil, con la espalda apoyada  en el  tronco de un árbol y la mirada perdida en el vacío.  Un manto de escarcha   cubría todo su cuerpo  y sus ropas.

Igual que  hiciera cada mañana durante su corta vida, le lamió la cara y las manos congeladas en un vano intento  por despertarlo,  pero todo fue inútil.

Entre gemidos de dolor, notó  cómo su dueña le cernía la correa alrededor del cuello,  e inmediatamente después,  sus patas dejaron de tocar la nieve y le faltó el aire.

97. DORMANCIA

El candidato diecisiete llegó y enseguida se hizo una composición de lugar como de Google Earth: Frente a él, desafiante, se extendía la Gran Placa de Hielo, y en su interior, cientos de ojos escarchados le miraban con expectación fría. Le abrumaba aquella responsabilidad. Recalculó sus posibilidades con esa antipatía romana del dedo pulgar hacia abajo y finalmente decidió esperar. Pasaron minutos (quizás siglos), hasta que el viento gélido le trajo un murmullo increpante: “¡Vamos! ¿A qué esperas?”. Y bueno, con esa desgana de un Charlton Heston portando leyes de cartón-piedra, alzó los brazos.

Fue entonces cuando se escuchó aquel gemido (como de hielo seco en café), y cientos de capas geológicas empezaron a descongelarse alumbrando amebas, coliseos, automóviles y playas nuevas. Era como despertar notando que nada te duele adentro; como dejar de sentir ese terror de hormigas bajo un zapato. Aunque duró poco… Justo hasta que cayeron, desfallecidos, los bracitos enclenques de aquel tipo. Nada más. Después, todo volvió a compactarse, y ahora toca esperar al siguiente candidato. Otra vez en silencio, desenfocados, en el limbo de esta foto fija.

96.La Guardiana de El Dorado (Montesinadas)

Cuando María Fuensanta Desiderata Nuño, dueña y señora de la nieve del paraíso, vio el cadáver de su hijo, a la puerta de palacio,  perdió la voz y, desde entonces, ningún sonido voló hacia el cielo de su boca  a excepción de un leve  gruñido  lastimero y ululante que no cesaría, a lo largo de su vida, ni siquiera en sueños, dándole a su presencia,  o a su descanso, un sentir como de animal  agonizante, de ser primario  que atemorizaba a todo el que la acompañaba.

Su venganza siguió el rastro de la sangre sobre los copos tiernos que se perdían en la punta de la derramada lengua del glacial,  cerca de La Misión, donde María Fuensanta envió un ejército de demonios hermosos y dorados a tentar a vírgenes y misioneros. Así, cosechó en los vientres de las nativas la semilla del mal y transformó el compromiso evangelizador en una liturgia de actos perniciosos y abominables que acabaron con todos los habitantes del lugar.

En su vejez, María Fuensanta se retiró a la soledad del hielo y a su muerte, grandes aludes sepultaron su cuerpo y dejaron a la vista una ciudad de oro que emergió de la nieve.

 

95. El coleccionista de sueños

Algunos coleccionan monedas, otros sellos, pero ella era diferente, coleccionaba amantes. ¿Y yo?, yo coleccionaba sueños.

Era una mañana de invierno, casi tan fría como la soledad, iba caminando por la calle nevada que corta la de la esperanza con la de la desesperación, y de repente la vi, me fije en sus ojos que eran como un atardecer de verano. Solo hizo falta un cruce de miradas, nada más, y me crucé con su sonrisa triste de medianoche, quería salvarla, y pensé que ella quería ser salvada, salvada de ella misma, salvada de algo de lo que solo ella se podría salvar. Entonces le dije «quédate».

—Lo prometo —dijo ella —te encontré.

Me han contado por ahí que ella aún no completó su colección. ¿Y yo?, yo colecciono recuerdos.

94. Amantes alternos

Había seguido su rastro en la nieve durante días. La ventisca clavaba copos de nieve en mis mejillas y me impedía avanzar, poniéndose claramente de su parte. El monte la adoraba y desplegaba todo su poderío para evitar que le diera alcance. Seis meses había estado conmigo, huidiza Perséfone.

Aceleré el paso, rezando a los dioses para poder atraparla antes de que muriera el invierno. Sus huellas eran cada vez menos profundas, como si al alejarse de mí, se fuera haciendo más y más liviana.

Amaneció. Si no la encontraba pronto, estaba perdido. Con el primer rayo de sol brotaron pequeños arroyuelos, briznas de hierba asomaron aquí y allá. Corrí ladera abajo, jadeante, lanzando bocanadas de escarcha que helaban los brotes primerizos. Tenía que detenerla.

Para cuando llegué al valle, la primavera había vencido. La encontré sentada bajo un roble, esperándome. Me arrodillé a sus pies y recosté mi cabeza en su regazo. Llorando le rogué que se quedara conmigo, que no se entregara al Verano. Ella deslizó sus dedos por mi blanca cabellera y lentamente la fue derritiendo. Sus besos sabían a despedida y, gota a gota, desaparecí.

93. La sombra del carroñero es alargada

Otra vez se sentía como si le hubiesen dado la vuelta a sus tripas. Como si todas las blasfemias y las humillaciones que dirigían hacia él y otros que lo habían perdido todo, no tuvieran capacidad de contraataque.

Se subió al coche y comprobó que le quedaba suficiente gasolina para ir y volver a la sierra. Necesitaba caminar por algo tan puro como la nieve recién caída.

Aparcó en un entrante del bosque y comenzó a caminar sin rumbo fijo. La vuelta era sencilla, desandar lo andado.

En un tiempo y distancia indeterminados, porque poco importan, se topó con unas huellas que le cortaban el camino como una barrera. Contrariado, y sintiéndose incapaz de traspasarla, la siguió paralelamente hasta que esta concluía en un lugar imposible. Solo había dos opciones, alguien había saltado desde un árbol, o estaba ahí antes de la nevada y comenzó a caminar luego.

Decidió seguir paralelo a las huellas en la otra dirección hasta descubrir con sorpresa que llegaban hasta el borde de un gran cortado. Cuando detuvo sus pasos  las puntas de sus zapatos ya estaban al vuelo.

Mientras dudaba, un buitre con zapatos de charol, lo observaba de espaldas al sol.

92. EL INMORTAL

No era habitual que entre aquellas gentes nacieran gemelos. De ahí la curiosidad del poblado cuando sus padres los presentaron a la hechicera para que les adivinase el futuro. Al coger en brazos al primero de ellos, se tambaleó, y a duras penas logró balbucear que ese niño sería inmortal, antes de enloquecer, víctima de violentas alucinaciones.

El niño creció con el respeto de la comunidad —la hechicera jamás había fallado una predicción—, y de mayor recibió las piezas de caza más codiciadas, las hembras que quiso poseer, y sobre su piel se dibujaron los símbolos sagrados que únicamente él podía exhibir.

Un día, con esa confianza ciega en su destino, decidió salir de caza él solo. Entonces, su hermano gemelo, el olvidado, siguió sus pasos, y amparado por las sombras de la envidia, al filo de las primeras nieves, que ya empezaban a cubrir la montaña, consiguió matarlo a traición.

Y la nieve cayó con la lentitud del tiempo sobre su sepultura, y borró las huellas de su paso fugaz, hasta que un capricho del clima lo rescató intacto de su cárcel de hielo. Desde entonces, en la vitrina de un museo, reivindica día a día su condición.

91. Tenía razón.

“Si lo conoceré yo…estoy seguro de que ha ido por aquí.”

La ventisca de la noche anterior había borrado cualquier  huella, pero todos coincidían en que habría tomado el camino de regreso al refugio. Todos menos él.

“Claro que es arriesgado, claro que la nieve tapa las grietas del glaciar, pero él conoce la montaña, como yo. Seguro que ha seguido adelante. Las grietas se perciben, es cuestión de estar atento. Hay que saber dónde y como …”

Diez metros más abajo, entre un revoltijo de nieve, hielo arrancado en la caída y sangre que goteaba de su cuerpo magullado, su linterna frontal iluminó un rostro  congelado asomando de un anorak.

“Lo veis, ya sabía yo que había venido por aquí”,  pensó mientras iba perdiendo la consciencia.

90. NOMBRE DE MUJER

Caminaba perdido tras la derrota.
Todo se torció en el juicio cuando la defensa llamó a la testigo final.
Al escuchar su nombre, sintió un estremecimiento.
La mujer, ciega, entró en la sala. El silencio se adueñó de los presentes.
Hacía años que no la veía, pero recordaba el encuentro perfectamente…

Como fiscal del estado, debía probar los cargos del imputado consiguiendo su condena. Aunque, para ello, tuviese que «maquillar» las pruebas en algunas ocasiones. Como en ésta.
Sólo una vez había perdido un caso. Fue la primera vez que ella le miró de frente con sus ojos ciegos.
Y estaba allí, sentada en el estrado, desmantelaría las teorías que tanto le había costado preparar.
Mientras la escuchaba, su mente asumía la derrota.
Poco después abandonó el juzgado y comenzó a caminar bajo la nevada, dejando un rastro fácil de seguir.
Habían pasado horas cuando el rumor de un río le hizo levantar la mirada.
Frente a él se alzaba la torre de Belem.
Ascendió por la escalera llegando a la azotea. Las aguas del Tajo le hipnotizaron.
Su mente repetía el nombre de la mujer que le había vencido: JUSTICIA.
Saltó al vacío y el agua diluyó sus pensamientos.

89. Flores sobre la tumba

Como cada 23 de enero desde que murió Julia, hacía ya cinco años, Juan se dirigió al cementerio con un ramo de rosas rojas. Aquel día la ciudad amaneció vestida de blanco. El sol negaba su brillo parapetándose tras las nubes, por lo que todo hacía presagiar que aquel manto níveo, tejido copo a copo durante las gélidas horas de la noche, iba a ser duradero.
La puerta del cementerio ya estaba abierta, pero Juan no fue capaz de distinguir ninguna huella sobre el albo suelo que le confirmara de alguna presencia anterior a la suya en el lugar.
Al llegar a la tumba de Julia le sorprendió hallar sobre la misma un ramillete de pequeñas flores surtidas que, frescas y lozanas, aparecían sin cubrir por la nieve. Colocó el ramo de rosas en el centro de la lápida para, seguidamente, coger el ramillete de flores menudas, pudiendo leer en el reverso del lazo que las sujetaba: “Una flor por cada momento compartido. Gracias, cariño”.
Juan, desconcertado, no pudo evitar que le embargara una cierta sensación de desasosiego y, dando un pequeño rodeo a la sepultura, vio unas claras huellas de pisadas que dibujaban el largo camino de la duda.

88. Madre mediterránea

Hinco mis rodillas en la nieve. Me rindo. La ventisca acuchilla mi cara, el oxígeno me duele, los dedos no tienen color, no me obedecen. Parece como si la sangre se hubiera vuelto filosa y cortara las venas a su paso.

Mi vida anodina, el desapego de mis hijos y la indiferencia de mi marido, ahora ya no tienen ningún sentido. He venido huyendo a esta montaña que no me reconoce,  que sabe que he profanado su pureza, esa que he mancillado con mis huellas en su tez virgen. Busco algún horrible pecado, que no recuerdo haber cometido, que justifique este letal castigo. Pero mi cerebro se reblandece y los pensamientos flotan sin  consistencia. Sólo una frase de mi madre repiquetea dentro:”Si me pierdo no me busquéis en la nieve”, y aunque sé que sería el último lugar en donde la hallaría, siento su olor, su mejilla contra mi mejilla, su calor al abrazarme, su piel suave acariciando mi cuerpo.

Poso mi nuca en una almohada blanca y helada y un velo salpicado de lágrimas blancas cae sobre mí. Cierro los ojos y el dolor cesa. Un Mediterráneo cálido baña nuestros pies y mi madre sonríe.

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