Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

LO INCORRECTO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en LO INCORRECTO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el cuarto será LO INCORRECTO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 de JUNIO

Relatos

51. ¿Remordimiento?

La mujer se desmayó, cayó al suelo y de su mano se desprendió un pequeño y precioso  abanico de nácar, que quedó inerte, como ella. Me apresuré a socorrerla y grité  pidiendo ayuda. Acudió gente que intentó reanimarla y mientras yo me marchaba llegó una ambulancia. No supe más de aquella mujer; no se quién sería, qué mal le aquejaba, si aquello  fue un vahído, una bajada de tensión, un infarto o qué, si seguirá viva o murió aquella mañana. Solo espero que me perdone, no creo que tenga tanta importancia… siempre la tengo en el recuerdo, cómo olvidarla, si cada día veo su abanico decorando un rincón de mi casa.

50. Arroz en agua fría (A. Parada)

Fue un honor cuando mi mejor amigo, hermano por elección, me pidió actuar en su celebración más importante. El repertorio, compuesto de canciones de rumba de pueblo recomendadas por amigos y familiares, concluía con una canción lenta para dar a los recién casados su momento especial. “Sorpréndeme” me dijo él.

En un suspiro, el sol ya no era visible. Encendieron las luces del salón y acabé la penúltima canción. Despedí a toda la banda salvo al pianista y me propuse empezar.

Miré a la novia, se había puesto un vestido blanco, brillante, con una cola preciosa de la que se había desprendido al salir de la iglesia, siempre tan práctica y despreocupada. Su pelo largo, negro, ondeaba sutilmente a la brisa del verano. Se abrazó con dulzura a su ahora esposo y me miró esperando la entrada. Aquellos ojos verdes terminaron de traicionar mi razón. Giré y pedí a mi compañero cambiar la última.

Empecé a cantar nuestra canción, nadie pareció percatarse excepto ella. Mi amigo había empezado a bailar cuando se dio cuenta, ella no se dejaba llevar. Casi pareció comprender lo que pasaba y aflojó su agarre, cambiando su expresión. Fue entonces que ella aprovechó, para salir llorando.

49. TIEMPOS MODERNOS (Toribios)

El escritor maduro se puso ante el ordenador. Hasta entonces se había resistido a lo digital y seguía escribiendo con pluma en folios usados, que destruía una vez le pasaban el manuscrito a máquina. Recordaba aún los tachones del censor en rojo, con comentarios como: “Demasiado explícito”, o exigencias como: “Sustituir desnudó por desvistió”. También la necesidad de sugerir ciertas palabras con puntos suspensivos: “Es una p… desgracia”, por ejemplo.

Pero ahora están las redes sociales, le habían dicho en la editorial. Ahí puedes expresarte libremente y llegar a todo el mundo en instantes. Conviene a un escritor tener seguidores, o lo que es lo mismo clientes potenciales.

Así es que se puso. El primer día escribió sobre la guerra. Dijo cosas como “asesinos”, “genocidio”, “militarismo”. Se refirió a los “rusos”, a los “judíos”, a los “imperialistas”. Y resultó que “la red”, ese ser inconcreto, le vetó. Y el editor le dijo: “Pero, hombre, cómo se te ocurre, provocar al algoritmo”. Tienes que poner “g.e2ra” y “xu.ios”.

El escritor maduro puso los ojos como platos y se acordó de un refrán de su abuelo sobre un viaje y la necesidad o no de alforjas.

48. Secreto confiado

La madre sabía que fisgonear la bolsa de deporte del hijo era incorrecto. Aun así, lo hizo.

《¿Qué puede esconder una bolsa de deporte de un concejal cuarentón? 》, se preguntó.

《Nada raro》, se contestó mientras abría la cremallera con el cuidado de una artificiera.

En efecto, encontró lo habitual que suele llevarse al gimnasio. Bueno, y lo extraordinario que ya intuía.

《Quien más, quien menos tiene un secretillo 》, se repitió durante días tratando de disipar el remordimiento. O la decepción. O las dos cosas.

Pero no conseguía olvidarse del asunto. Decidió acercarse a la iglesia, solía ir en busca de alivio, y terminó confesándoselo al cura. El párroco, que dudaba de su fe y seguía una terapia de apoyo, se desahogó contándoselo a la psicóloga. La doctora, que no entendía de ayuntamientos, se lo comentó a su hermano, el del doble grado en derecho y contabilidad. El abogado, por abrir conversación durante la cena, se lo explicó a su pareja, una periodista de opinión que, esperando el ascensor, se lo relató a la vecina del quinto. Una vecina de toda la vida, que guardó el secreto de la madre del concejal.

 

 

 

47. El novel

El ilustre novelista volvió a escribir después de haberse retirado de la literatura, a finales del siglo pasado. Las razones no eran monetarias, ya que tenía una cuenta corriente saneada y ninguna deuda económica. Tampoco necesitaba volver a aparecer por los medios de comunicación, ni recibir más premios literarios de los que consiguió en su momento.
Solo sintió la necesidad de contar su infancia y juventud antes de olvidarlas, preparado para la despedida.
Llamó a varias editoriales grandes y pequeñas. A unas les pareció que en lo escrito había lenguaje racista y personajes de pocas nacionalidades. A otras les faltaba diversidad de género y sobraban expresiones machistas. Tacharon el libro por anarquista o franquista, en esto tampoco se ponían de acuerdo. Las descripciones detalladas y los diálogos cortos fueron otros motivos para rechazarlo.
Hasta que por fin un editor independiente le ofreció un contrato. Publicaría el manuscrito en cuanto tuviera espacio para lanzarlo en su catálogo. Cerraron el acuerdo con un plazo de compromiso de cinco años.
El autor octogenario salió feliz del despacho, mientras su nuevo editor guardaba la novela en un cajón.
Con suerte, a título póstumo, sería todo un éxito.

46. La censora del deseo

El oficio de doña Pura es censurar lo incorrecto. Visiona las películas antes de su proyección. Recorta besos, escotes y caricias que va guardando en su maletín… Hace lo mismo con las escenas ardientes de los libros y los desnudos de los lienzos. Pero su poder censurador no termina ahí: también pasea por las calles y retira las imágenes sensuales de la vida real, unos labios entreabiertos, un torso masculino o unas caderas que hacen temblar la tierra con su vaivén.

Satisfecha con la criba, doña Pura vuelve a casa con el maletín a cuestas. A veces, por las rendijas de la cremallera, se escapa alguna mirada lasciva, una lengua traviesa, una gota de sudor provocativa que alza el vuelo en forma de vapor. Las deja ir. Incluso ella, tan recta y casta, sabe que es casi imposible mantener el deseo a raya en un solo día. Hay que perseverar.

Para terminar la jornada, clasifica los recortes impuros de manera que las autoridades puedan proceder fácilmente a su inspección. Una vez en la cama, repasa los momentos más eróticos que ha capturado, saca su «juguetito» prohibido de la mesilla de noche y censura todo lo que viene a continuación.

45. Match Point

Cuando acordasteis vivir en común él te puso una condición: cada uno se responsabilizaría de la educación de su propio hijo, sin inmiscuirse en lo que el otro hiciera con el suyo. Su hija, una adolescente preciosa, amanecía siempre con los ojos llorosos y se acurrucaba en silencio en una butaca, alejada del sillón de su padre. El tuyo, que dormía pared con pared, te decía que por las noches escuchaba ruidos y golpes, que hicieras algo, pero tu insistías en que lo más correcto era no entrometerse, respetar lo pactado en su día. Una noche le sorprendiste forzando a la chiquilla en la cocina, acorralada en la encimera. Tú te interpusiste entre ambos, pero él se revolvió, te empujó contra la alacena de las sartenes e intentó asfixiarte con ambas manos. Tú te viste contra las cuerdas, como cuando tenías la edad de su hija y estabas a punto de perder aquel partido tan importante. Entonces, lanzaste un revés imposible y la bola se estampó en el vértice del campo, dejando a tu rival, que se creía ya vencedora, totalmente noqueada. El lance se saldó con victoria a tu favor, cal para borrar la huella y una sartén nueva.

44. ERROR 404 (A. BARCELÓ)

La tía Enriqueta no se hablaba con su hermano por un tema de herencias. Mi cuñada Remedios no tragaba a Juanito, el nuevo novio de mi hermana. Pepe y Luchi, amigos de toda la vida y padrinos del niño, se acababan de separar y no podían ni verse. Los abuelos paternos y maternos no se llevaban bien… Ya no podía más, aquello era misión imposible. Se me ocurrió aprovechar mi profesión de experto informático para programar un algoritmo al que introducir datos de los invitados que ayudasen a generar un informe de compatibilidad entre ellos. Me ilusioné pensando que podría estar inventando una herramienta de interacción social de última generación y fantaseé con forrarme gracias a ello.

Llegó la hora de la verdad, pulsé intro y esperé a que el programa generase un plano con la ubicación más adecuada para cada comensal. El software se bloqueó, pensé que la wifi se había caído, la pantalla se puso azul, se escuchó un ruido como de avión entrando en barrena y comenzó a oler a quemado. ¡Catapummmmm!, el ordenador explotó.

Suspendimos el convite, después de la comunión nos llevamos al niño y a sus dos mejores amigos a una hamburguesería del centro.

43. Lo que se espera de mí

Estás frente a mí. Y mientras sueltas lo que has venido a contarme no sabes que te estudio con detenimiento, que apenas escucho lo que repites y repites, que asiento, que sonrío; que imagino qué pasaría si te besase en este instante, si mis dedos hicieran lo que se mueren por hacer, si en lugar de sostener el bolígrafo y garabatear en tu historia se elevaran hasta tu frente para cuidar de esa cicatriz que aún está fresca. Y te pierdes, y escuchas voces que no existen y ruidos que no se oyen, y desaparezco, pero te digo: «Mírame». Y te toco con la fugacidad que se espera de mí, con la sutileza que me permite este lado de la mesa porque necesito que me encuentres en medio de tu locura. Pero no lo consigo. Y te tienes que ir; ha terminado tu media hora, y entonces soy yo la que enferma, la que quisiera detener el tiempo, arrancar las puertas, la que oye su propia voz que no habla; la que cierra tu historia, suelta el bolígrafo y te dice «hasta mañana» mientras sales de la consulta arrastrando la vida y un amor prendido a la espalda.

42 La liturgia de las horas

Ha despertado con el cuerpo bañado en sudor y la entrepierna anegada de aquel fluido denso como la savia que le ha provocado el sueño. Aunque se hace atar las manos a los costados de la cama al acostarse, esta noche ha vuelto a sentir placer.

A las cinco, ha acudido Sor Inmaculada. Ha prendido la mecha del candil, ha deshecho los nudos, ha dejado las cuerdas sobre el reclinatorio y se ha ido. Apenas se han mirado para susurrarse un Buen día te dé Dios, hermana. Se ha lavado con agua del cuenco de loza, se ha ceñido el hábito y ha acudido diligente para rezar las Laudes a las cinco y media en punto. A partir de entonces, ha sido un diente más en los engranajes del reloj que designa las horas del convento. Pero ahora, mientras el sol tiñe de rojo el cielo de poniente y la congregación reza las Vísperas, a ella le turba su ansia por la llegada de la hora de las Completas, la última plegaria del día, la que le abrirá las puertas de la noche, del cielo y del infierno.

41 Despido improcedente

Nunca me di cuenta de cómo una mano puede cambiarte la vida. De pequeña, mi abuela me daba siempre una palmadita en el rostro o me pellizcaba los mofletes. Más tarde, entró en casa un cachorro collie de pelo largo y marrón. Le acariciaba el cuerpo y le daba golpecitos sobre el morro, mientras él movía la cola intuyendo el ansiado paseo diario. Yo no había conocido otro tipo de palmaditas hasta entonces. Me habían contratado de extra para servir en el cóctel que se organizó por la fusión de dos grandes empresas. Ni la mejor caña de pescar lograría sacar a los peces gordos de esa sala abarrotada de glamour. Todo era elegancia. Yo iba de un lado a otro, con la sonrisa incrustada en el rostro, repartiendo copas de champán y aperitivos. Me acerqué a una pareja de hombres que charlaban aparte. Les ofrecí unos canapés y ellos pusieron sus copas vacías sobre mi bandeja. «¿Nos las puedes traer llenas, guapa?», me pidió uno de ellos y, al darme la vuelta, sentí una palmadita en el culo. Solté de inmediato la bandeja, me giré de golpe, y le arreé una bofetada con la que sepulté mi futuro profesional.

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