Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

RAME

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta penúltima propuesta es el concepto balinés de RAME, la belleza del caos. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de NOVIEMBRE

Relatos

64. Caso cerrado

La casa tiene un porche, una fachada con las paredes blancas, dos ventanas de guillotina a los lados de la puerta, un llamador en forma de cadena y un tejado de zinc. El silencio saluda la llegada del comisario. Los agentes callan al ver su imponente figura vestida de negro. Lleva un sombrero de fieltro que bien podría estar de moda si viviéramos en los años cincuenta. Se lo quita cuando entra. Observa con detalle cada rincón de la sala. Queda claro que hubo una pelea, piensa. Lo demuestran los muebles esparcidos por todas partes. La víctima cuelga de una cuerda atada a una viga. La televisión permanece encendida sin volumen. En la pantalla, unos dibujos animados hacen aún más tétrico aquel cuerpo sin vida. Recoge del suelo jirones de ropa oscura que guarda en una bolsita. Después, le corre un cosquilleo por el espinazo de puro placer al contemplar la escena completa. Aunque ha dejado algunas pruebas, las que lleva en el bolsillo, reconoce que el asesino ha hecho un buen trabajo. Antes de marcharse, lo ve reflejado en un espejo mientras se pone un sombrero pasado de moda.

63. Utopías, distopías y las dudas de un señor de Majaelrayo (fuera de concurso)

Trump ha muerto. Un cortejo de caracoles, con la bandera republicana impresa en sus conchas, transporta el féretro por las calles engalanadas del condado de Queens. En España, un Aznar envejecido, practica su acento neoyorquino para ofrecer sus condolencias en la televisión pública. Apenas mueve los labios y su piel parece acartonada por un exceso de radiación ultravioleta. Desde un sitio indeterminado de Israel lanzan salvas en su honor que, por verdadera mala suerte, acaban cayendo en Beirut, Gaza y Cisjordania. Meloni declara un año de luto nacional y redescubre las camisas negras para su guardia pretoriana. Facciones de plañideras inundan las plazas de pueblos y ciudades. Brigadas de partidarios rasgan sus vestiduras, laceran sus espaldas, elevan los brazos a un cielo deslucido, desde hace más de cinco años, siempre encapotado. Putin, más triste que nunca, acaricia sobre sus rodillas un peluquín de color rojo, pobre y desgreñado. Una sibila de piel cenicienta y vestida con harapos siente la tierra vibrar bajo sus piernas, recoge con cuidado los huesecillos de paloma y los vuelve a tirar sobre la alfombra de cáñamo. No hay duda, predice, el Madrid otra vez campeón de Europa, gol de Luka Modric en el último minuto.

62. Crucero del terror

Durante el shabbat mi papá anunció que al día siguiente haríamos un viaje sorpresa junto con otras familias de colonos. No podía salir ni llamar a mis amigas para averiguar algo más, porque como hija de rabino debía leer, rezar o aburrirme, aquella noche la pasé en blanco.

Al día siguiente embarcamos hacia el sur sin apenas separarnos de la costa. Me acerqué a los cuchicheos de las mujeres para saber, pero respondían que íbamos a ver un hermoso espectáculo y luego me daban la espalda.  Aunque casi todos se entretenían, yo no quería seguir, pero el barco me llevaba.

Al atardecer, con las primeras luces de la costa, lo entendí. Lejos, frente a nosotros, las bombas iluminaban el cielo y la tierra, cada vez que caí­a una todos se animaban con la destrucción de un trozo de la ciudad. Los mayores, tan divertidos como los niños, explicaban que aquella preciosa tierra serí­a suya cuando todo acabara. Se miraban felices mientras el cielo estallaba, seguros en su propia suficiencia.

El entusiasmo colectivo me provocó una arcada, di la espalda al horror y sólo pude rezar por Fátima y su familia.

61. El charco de las delicias (María Rojas)

En el río mis tías abuelas, Marta y Virgilia, no sé de dónde ni cómo sacaban una vitalidad asombrosa y se tiraban de cabeza al charco de las Delicias. Detrás se zambullía Fortunato. Yo maravillada me quedaba viéndolos. Ellos, mirando al cielo con las piernas y los brazos extendidos, flotaban extasiados, vibrantes, místicos. Las pieles con el agua se les estiraban, como las sombras con el sol, y los ojos intemporales fulguraban. Las parumas de las tías se inflaban de dicha y el calzón de lino de Fortunato formaba remolinos con la corriente.

Todo era silencio; solo el aletear de los pájaros, el caminar arisco de los insectos y alguna serpiente de maliciosa belleza que los rastreaba. El paisaje perdía sus coordenadas y se fundía en goces.

¿Era esto acaso el paraíso perdido?

60. Una de tantas de la España vaciada (Rosy Val)

Atravieso la verja. Recorro despacio el camino que va hasta la casa, evocando en cada paso la veintena de años que viví feliz en ella. Contengo la emoción por volver a verla. 

Vengo preparada. 

Para encontrarme con un halo de luz colándose por la persiana, delator de miríadas de telarañas cubriendo vigas, suelos y paredes. Insectos devorando muebles. Recetas caducadas pudriéndose en la alacena. Ennegrecidos de hollín, cacharros, sartenes y cazuelas. La jarra de barro en la mesa, custodiando las cenizas de sus últimas margaritas y amapolas. Entre marañas de polvo, ese instante eufórico; el de padre y madre anunciándome que una vida mejor en otro lugar nos esperaba. En el cajón de mi mesilla, un siempre te amaré, envuelto en un pañuelo de lágrimas petrificadas… 

Al acercarme al portón descubro un felpudo que no recordaba. Ventanas vestidas de primavera. Olor a limpio, a vida, a puchero. Una pareja joven, con las puertas de par en par preguntándome sonriente qué deseo. Y a dos preciosas niñas corriendo hacia mí, como si me conocieran de toda la vida. 

Me voy feliz. Antes, les hago entrega de una llave que llevaba cuarenta años guardada.

59. Escribo, porque estoy viva

Atardece. Trinos. Olor a hierba mojada. Leve balanceo de columpios oxidados. Hoy, después de tanto, regreso al viejo parque. Estoy alerta. Los duendes pronto tocarán sus tambores. Entre los hibiscos reaparecerán brujas y ogros. Mis piernas tiemblan, pero no hay miedo.

De adolescente caminaba hasta aquí cada día con mi libreta. Locas historias (mis historias), emergían tras los arbustos. Del estanque brotaban dragones tímidos, o ranas con corbata. Príncipes embarazados se deslizaban por el tobogán. Hasta aquella tarde en que unos desalmados quemaron un contenedor, y todo mi mundo ardió. Pero aguanté para escribirlo. Me mantuve firme, escuchando gemir a los dragones, viendo arder el cabello de las hadas. Muriendo; escribiendo. Fue horrible, pero poético. O poéticamente horrible.

Hoy quiero, necesito ser fuerte. Escuchar de nuevo sus diálogos. Revivir la belleza, sin límites. Borrando esas absurdas fronteras marcadas por otros.

Tras aquella tarde, deambulé semanas por la ciudad, hasta que alguien me encontró tendida, demacrada, balanceándome, murmurando caóticas frases. Y me llevó en brazos al hospital.

Pero ya ha pasado mucho tiempo. Estoy lista. Donde hubo árboles quemados ahora hay una fuente con estatuas. Observo. Escucho. Huelo. Siento. Pervive el viejo sauce, y el liquidámbar.

Pronto sonarán los tambores.

57. Historia General del Arte (fuera de concurso)

Primero fue el caos. Y luego llegó el logos y separó la tierra del cielo, y lo húmedo de lo seco, y puso cada cosa en su sitio y cada ser vivo ocupó su lugar en la cadena trófica correspondiente, y unos comieron hierba y otros no, y en el mar el pez más grande se comió al más chico. Los hombres quedaron encargados de domeñar aquello, y así lo hicieron. Construyeron herramientas cada vez más precisas, y afilaron algunas para matar mejor. Se crearon castas, y amparándose en haber sido elegidas por los dioses, las de arriba se ocuparon de acaparar riquezas y poder a costa de las de abajo. Todo funcionaba con la delicadeza y precisión de las esferas. Pero el descontento crecía en lo profundo como un tumor abyecto. Y un día estalló y los cíclopes salieron a la luz y recorrieron el mundo matando y destruyendo. A ese momento épico cantaron los aedos con armoniosos sones, y de los hechos de armas surgieron esmeradas pinturas y tapices de tramas primorosas.

56. Orgullo y pasión

Tras levantar la niebla matinal, se aprecia un hermoso valle tapizado en verde.

La luz cae sobre las dos laderas plagadas de hombres armados que no tardan en poner en marcha su miedo.

El choque es feroz y estruendoso. Chocan espadas, mazas o hachas contra armaduras y mallas. Crujen los huesos y hay gritos de agonía como plegarias rabiosas.

Se buscan rendijas en los cascos para alcanzar gaznates o globos oculares.

Las mazas revientan cráneos donde antes estaba un todo.

En los espacios cortos, las dagas escudriñan entre las costillas por parar un corazón.

Hachas desgarran músculos y huesos dejando miembros huérfanos por el terreno.

Ese soldado rodeado sabe lo que es el pánico extremo.

Algún malherido, por un compañero entre tal vorágine, es rematado por misericordia.

Un suelo resbaladizo de barro, fluidos y vísceras hará caer a más de uno que será pisoteado o presa fácil.

La sangre fluye, pero también salpica. Todo se va tiñendo a su mando.

Cuando desde la colina ya ve claro el resultado vencedor, decide retirarse a descansar. Su hijo le estira de la capa y le pide exultante quedarse un rato más.

El rey accede y sonríe hacia dentro como su condición exige.

 

55. Efectos secundarios (Juana María Igarreta)

Cuando Paquita se levantó y percibió que las paredes de la casa lucían de color verde, lejos de llenarse de alegría viéndose rodeada de su color preferido, se sintió presa de un desconcierto que fue en aumento al contemplar cómo Chispas, su gato, salvaba la distancia entre el suelo y la ventana de la cocina, no mediante el brinco matutino que tenía por costumbre, sino con una extraña y ralentizada ascensión más propia de un vuelo que de un salto.

Confundida y sudorosa Paquita salió al rellano de la escalera y llamó al timbre de la vecina de enfrente, mientras con un sincopado hilo de voz pronunciaba su extenso nombre: “¡Her…me…ne…gil…da!”.

Hermenegilda abrió, pero no pudo evitar que Paquita se desplomara ante sus ojos.

En urgencias concluyeron que el tratamiento indicado a la paciente para paliar sus vértigos, no era tolerado por la misma. Ante el relato pormenorizado de Paquita explicando sus impresiones en aquella mañana caótica, resolvieron sumar a la lista de efectos secundarios del medicamento “posible alteración en la percepción de los colores y los movimientos”. Paquita pensó que también podrían haber añadido “favorece las relaciones sociales”.

Paquita y Hermenegilda llevaban diez años sin hablarse.

54. Tentaciones

Un hombre desnudo detiene la comitiva de tentaciones tan solo con una cruz en la mano. El caballo blanco que va al frente se encabrita y se alza sobre las patas traseras. Tras él, sobre elefantes con patas de araña, cabalgan mujeres desnudas que transportan riquezas. El desierto es infinito. El cielo es azul. Un hombre lleva a un niño de la mano y otras dos figuras vagan por el paisaje desolado mientras un ángel las observa. El tiempo se detiene y los relojes se derriten. Las nubes grises descargan entonces la tormenta. El hombre desnudo enloquece y rompe la cruz golpeándola contra una calavera, el caballo blanco se desboca y comienza a galopar sin control. El hombre desnudo trepa a lomos del elefante delantero, besa a la mujer desnuda, le agarra los senos con fuerza, copula con ella. Las riquezas que transportan los elefantes se esparcen por la arena. El hombre que lleva al niño de la mano le suelta y le da una bofetada. Las dos figuras que vagan por el desierto se desvanecen. El ángel huye. El visitante se quita las gafas, tiene los ojos ensangrentados, ¡Dalí maldito!

53. DESORDENAR LAS ESTRELLAS

«Mira, esa de ahí es la Osa Mayor, arriba de la Estrella Polar está la Osa Menor, y debajo Casiopea».

Todavía recuerdo tu rostro en las noches de aquel verano, tumbados en la hierba, mientras con mi dedo dedo dibujaba una línea imaginaria que convertía las estrellas recién colocadas en constelaciones.

Yo te preguntaba si las veías, y tú contestabas que sí. Pero antes de irnos a casa las desordenabas, con la esperanza de que la noche siguiente las volviera a ordenar para ti.

«¡Uy, otra vez se han desordenado!», decías cuando llegábamos, cogidos de la mano, y tu risa tintineaba entre mis labios.

A veces, quizás inspirada por mis besos, improvisabas firmamentos para mí. Bóvedas celestes repletas de corazones brillantes, galaxias de algodón de azúcar y planetas con aristas.

Desde que tú no estás, en las noches de verano soy incapaz de mirar al cielo.

Me parece demasiado aburrido.

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