Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

63, EL INMORTAL

Lo que ocurrió fue sencillo: él sobrevivió y los demás no.
Despertó angustiado por una pesadilla: en ella, la cuarta luna de Wyrk estallaba y las pavesas de su combustión le asfixiaban. Pero, cuando salió al exterior, el planeta estaba realmente destruido, reducido a una oscura masa candente.
Tras un eón anhelando la muerte, subió al punto más elevado y se lanzó al vacío.
Mientras caía, le sorprendió su calma, su imperturbabilidad. Unos metros antes de llegar al suelo, el descenso se detuvo. Quedó flotando y comenzó a desplazarse paralelo al terreno. Volaba sin pretenderlo. Descubrió que podía acelerar hasta volverse invisible. Se precipitó contra un descomunal mogote con la intención de matarse, pero, tras atravesar su espesor, salió ileso.
No sentía dolor. Apenas notaba su cuerpo.
Pensó que, volando hacia el espacio, abandonando la atmósfera de su planeta y perdiéndose en el Universo, tarde o temprano, moriría. Y se lanzó a tal velocidad que viajó durante eones.
Mientras surcaba el cosmos, descubrió dos cosas. La primera y más evidente: que no moría ni envejecía. La segunda fue tardía: un amanecer, a lo lejos, vio algo insólito: un pequeño planeta azul.

Oyó lamentos remotos y sintió que allí le necesitaban.

62. UNA CUESTIÓN DE PODER (Rosalía Guerrero Jordán)

Las humillaciones estuvieron presentes casi desde el principio. Los gritos llegaron después. Al final, los golpes consiguieron hacerla callar.

Y mientras recorría ese camino su vientre se convirtió en un nido de diminutos seres humanos, condenados a ser tan desdichados como ella hasta que por fin echaban a volar.

«Una mujer debe obedecer a su marido». Aquella bestia le escupía las palabras ante cualquier conato de rebelión: un cambio de peinado, un vestido nuevo, el germen de cualquier pensamiento subversivo.

Ella le pertenecía, y también los mechones de pelo que le arrancaba, y las lágrimas que empapaban su almohada, y los huesos quebrados sin querer.

Pero ya no.

Ahora él yace entre sábanas limpias, envuelto en un leve tufo a orín. Es el frágil esqueleto de un hombre que fue perdiendo las fuerzas sin saber muy bien porqué. A pesar de todos los cuidados que su esposa le dedicó desde el principio de su extraña enfermedad.

Ella se acerca al lecho, solícita, con un nuevo fulgor rojizo iluminando sus pupilas.

«Tómate la pastilla, cariño. Te prometo que ya no te va a doler nunca más».

61. Señales de perdición

          Simón baja cada noche de la columna para andar sobre la arena del desierto y poner en circulación la sangre de sus piernas, comerse una penca de algún cactus, y sobre todo, para pillar la señal wifi de los dispositivos electrónicos que llevan los aventureros que suelen acampar por allí, por el oasis donde la cobertura es magnífica, porque él es asceta, y muy asceta, pero no perdona un First Dates o un Barcelona-Madrid, o sea, que es un farsante y tiene a todo el mundo engañado con su penitencia, hasta que lo han descubierto y la noticia ha llegado a todos los rincones del planeta por culpa del maldito internet. No ha tenido más remedio que reconocer que ha sido débil, que ha sucumbido a la tentación, pero que va a anular la cita que le habían preparado con una tal Magdalena de Damasco para el jueves en horario de máxima audiencia porque su intención siempre fue rehuir del ser humano y así será; en consecuencia, apoyado en un báculo, ha puesto rumbo a la caldera de un volcán, a ver si allí es verdad que no llega ninguna señal.

60. Demasiado tarde (Juana Mª Igarreta)

Aunque todavía nadie ha logrado verlo de cerca, su escurridiza presencia está generando gran inquietud en el pueblo, ocupando cada vez más espacio en la mente y vida de los lugareños. Los rumores no cesan: que si no está claro si es humano o se trata de una bestia, que si se oculta en las proximidades del río, que si lo han visto merodeando por las huertas al acercarse la noche…

Es tal la alarma generada entre los vecinos que han acordado que ningún menor salga solo a la calle, y que todas las puertas y ventanas estén permanentemente cerradas.

Ante lo insostenible de la situación, un grupo de avezados cazadores ha decidido por su cuenta salir en busca y captura de la peligrosa alimaña.

Todavía no ha amanecido cuando fray Tomás recoge su hatillo dispuesto a recuperar la confortabilidad del convento. Tras haber deambulado durante días de cueva en cueva, ninguna se acomoda a sus maltrechos huesos. Piensa que es demasiado tarde para emprender una vida de auténtico eremita. La bala en el pecho se lo confirma.

59. El carnicero (Ana María Abad)

Deambula por los pasillos desiertos arrastrando los pies sobre el polvo de tantos años. Abre una puerta tras otra: todos los cuartos están vacíos, tan sólo quedan las telarañas que cuelgan de las vigas del techo. Una de ellas tiembla con un soplo de aire fresco que se cuela por alguna rendija invisible. Él arruga la nariz: no le gusta ese aroma primaveral que inunda el jardín, ahora sofocado por las malas hierbas; prefiere los efluvios que imperaban antaño: la mezcla de formol, sangre y miedo que tanto le excitaba, que le hacía sentirse un dios con poder para indultar o para destruir, aunque esto último era siempre lo preferido. Por eso le llamaron monstruo, bestia maldita, y le dieron caza como a una vulgar alimaña.

Llega ante la última puerta, su mano vacila sobre el picaporte, sabe lo que hay al otro lado: sus huesos blanquecinos amontonados en un decrépito catre, envueltos en los jirones de lo que fue su elegante uniforme. Da la vuelta y reinicia el recorrido, su eterna condena, siguiendo sus propias huellas invisibles sobre el polvo del corredor.

58. El buitre

Asomo los dedos a la superficie y empiezo a moverlos desesperado. A punto de desfallecer, consigo sacar una mano y, enseguida, la cabeza. Escupo la arena que me ahogaba y aspiro una bocanada de aire. Logro desenterrarme y, a cuatro patas, observo mi cuerpo desnudo bajo el fuego abrasador. ¡Bastardos!, no contaban con que siguiera vivo, serían principiantes: siempre hay que asegurar que las muñecas estén bien atadas. Desorientado, comienzo a caminar de puntillas para no quemarme. Es un desierto infinito donde el horizonte se derrite frente a mí. Sin rastro de comida o agua, la lluvia de calor cae a plomo sobre mi espalda. Descubro que ando en círculos. Apoyo las manos y me arrastro por este páramo desdibujado. No aguanto más, siento como las grietas de la piel me atraviesan. Levanto la mirada y mis ojos resecos quieren romperse en mil pedazos. Por mi mente desfilan los rostros de todos los que enterré y que ahora me acompañan. Dos cuervos danzan a mi alrededor de forma macabra. Intento atraparlos, pero se burlan de mí. Ya cuando pienso que ni un milagro me podría salvar, una gran sombra aparece en el cielo y me resguarda del sol de justicia.

57. Barrendero nocturno (Blanca Oteiza)

Cada última noche de mes, recorre las calles más oscuras de la ciudad en busca de la persona agraciada. Suele encontrarlas entre cartones, con la mirada vacía de quién ha perdido la fe y sólo espera que el minutero detenga su corazón. Una vez escogido al afortunado, lo encandila hablando de una ducha caliente, ropa nueva y una deliciosa cena, incluso, de una noche entre sábanas limpias sobre un colchón mullido. Acompañado regresa a su casa, sabiendo de su buena acción, así se ganará el cielo, lleno de estrellas.

Entre manjar y manjar conversa interesándose por su vida, el porqué de esa situación, si tiene familia o alguien a quien amó. Tras el postre se ausenta a la bodega donde prepara el vino especial con el que finalizará la cena, un brindis y otra estrella que brillará desde esa noche en el cielo. Así, como dios divino que limpia la tierra de impurezas, el barrio sanará gracias a su ayuda.

56. Por el camino -Calamanda Nevado –

El desamor sopló su viento fuerte y lo tumbó. Sin poder retener esa relación, decidió silenciarla cobijándose en las calles, adormilado en las aceras con la penumbra de las farolas, y a la luz del día. Anda como huido, borracho de soledad, entre insultos y pedreas. Encuentra muerte en cualquier lugar, malos tratos por ningún motivo, transeúntes agónicos, mendigos como él, y solitarios viajeros de pateras.  Ocasionalmente comparte con ellos comedor, pan, jarra de agua, caballo, umbría, hipotermia, y su juventud que corre muy deprisa. Aspira a no pensar, no sentir, solo sobrevive para conseguir bebida. Necesita evadirse de otros dolores, los de las heridas y traumatismos producidos por las irregularidades del suelo y los cristales rotos.

A su débil anatomía, le afloran múltiples temblores y una mirada huidiza y marchita.

Su familia no se aleja de él, busca encuentros; nunca acude. Conoce las razones de su interés, para él exigencias.   Representan una vida organizada, apartamento decorado con plantas, hipoteca, hijos…

-Igual algún día, sereno y   recién afeitado-, se repite cuando levantarse para echar a andar es una carga, -me compro un traje… llamo a la puerta de mis padres…, los abrazo, me besan… Si. Algún día…sereno, afeitado-.

55. EL TATUAJE

Hay un punto que parpadea en el monitor. Boom-boom. Sandra lo mira sin pestañear. Como si el sonido no brotara de su interior. Como si el latido fuese un intruso.

El latido está, desde hace diez años, en el cuerpo de su hijo. Del mismo que toca concentrado en sus partituras. ¿De dónde le vendrá la afición? Ella no tiene oído para la música. Contiene una náusea al recordar la imagen que le trae la memoria. Un violín tatuado en un brazo. En el brazo que oprimió su cuello. El resto de sensaciones vienen en cascada. El dolor. El miedo. El asco.

Cada noche, antes de dormirse, el niño sigue pidiéndole que le hable de su padre. A la retahíla de virtudes que le atribuye, hoy añadirá que era un excelente músico.

54. Ni dios ni bestia

Petrona había nacido toda equivocada. No tenía nada en su sitio: el pelo en el bigote, la cintura en los sobacos y el ojo derecho ligeramente más alto que el izquierdo. Rara vez se la veía en el pueblo y, cuando venía, se acercaba hasta nuestra casa para recoger lo que mi abuela le dejaba en un hueco del tilo en el que mi hermana y yo habíamos construido una cabaña (algunas mudas limpias y frutas y verduras de nuestro huerto). Desde nuestra atalaya la seguíamos con la vista. Se acercaba despacio, tensa, como Bruma, nuestra perra, cuando se sentía amenazada. Una vez pudimos verla separar las piernas y mear de pie, y otra, comerse una patata cruda. Todo aquello nos pareció asqueroso. Sin embargo, un día al anochecer, la sorprendimos en la linde del bosque revolviendo entre las piedras de un viejo pajar en ruinas. Pudiendo más la curiosidad que el miedo, nos acercamos a investigar y no tardamos en descubrir una maleta de cartón. Cuando la abrimos ahí estaban las mudas que mi abuela le preparaba, sin estrenar, dobladas con esmero y, entre unas y otras, flores secas y hierbas aromáticas.

53. Infierno invernal (Josep Maria Arnau)

El sintecho anda deprisa, sin mirar atrás. Una manta y una maltrecha mochila son su único equipaje; la barba descuidada y su ropa harapienta lo delatan. Azuzado por el frío, se dirige hacia el refugio. La calle está oscura, casi desierta. Solo un chico vestido de negro fumando en la esquina y unos pocos coches circulando.

Al llegar a la puerta del cajero, el sintecho suspira aliviado. No hay nadie y la puerta se abre sin dificultad. En la esquina, el aspirante a dios apaga el cigarrillo; el pestillo de la puerta del cajero lo arrancó hace días. Lleva un bidón lleno y la cámara del móvil preparada. En el averno, las pantallas de cientos de fieles esperan las imágenes.

52. Crónica de sociedad

Al entrar al cajero me asusté. Un bulto en el rincón captó mi mirada. Entre mantas y edredones viejos asomaban unos inquietantes ojos azules. Nos miramos y supe que no tenía de que preocuparme. Aquel sin techo, era otra víctima de la sociedad. Así que no le di un billete para que fuera tirando, le tendí mi mano junto con una tarjeta de mi oficina. Te espero mañana a las ocho le dije, y me marché con la esperanza de que viniera.

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