Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

85. El miedo sin nombre

Descubrí que todas las fobias tienen nombre, menos la mía: el miedo a no sé qué. Temo despertarme, dormirme, comer, tumbarme al sol, copular (sigo intacto)… Vivo atrapado en un miedo que no me suelta, que se alimenta de sí mismo y que crece cada día.

No sé dónde empezó todo. Tal vez fue aquel día en el río, cuando apareció aquella familia para hacer un picnic. Entre ellos, una luminosa chavala morena con trenzas. Me escondí, pero no dejé de observarla, el agua sobre su piel, las risas con su hermano cuando la salpicaba. La quietud de su cuerpo tumbado al sol, brillante, terso. Nada que ver con mi piel rugosa.

Cuando mi padre se acercó y murmuró: “¿A qué esperas? Ataca”. Un sabor amargo subió por mis fauces. Me hundí en el fango.

Desde entonces mi familia de aligátores me repudió. Vivo solo, encerrado en este miedo que no sabe su nombre. Continuo esperando volver a ver a aquella chica que podría haber estado en mis entrañas, pero que solo sobrevive en mis recuerdos.

84. Silencio roto

Tronquejo es un pueblo perdido de la mano de Dios. El azar lo llevó allí al desviarse para evitar una tormenta camino de Roma y, al ver que no había iglesia, repartió fobias entre los pocos habitantes que charlaban en la plaza como represalia.
El médico no soporta la sangre desde entonces y deriva las hemorragias al veterinario, un vampiro con gafas de sol que las hace desaparecer. Sin embargo, un repentino temor a la lana le impide curar ovejas si no están despojadas de su abrigo. Jeremías, el único pastor, las esquilaba con esmero hasta que apareció su fobia al ruido; la intolerancia a los balidos y al traqueteo ensordecedor de la esquiladora lo está dejando sin rebaño.
El padre Samuel llegó buscando una parroquia que no existía. Celebra misa en la bodega, lugar donde sobran los parroquianos. No le falta material para la consagración, aunque ahora se la salta debido a su inesperada manía al vino. Ha desarrollado también rechazo a Dios, más que por convertirlo en abstemio, por el trastorno que ha provocado en los demás. Sobre todo a Jeremías, angustiado a estas alturas por cualquier sonido. Tan feliz antes en el mutismo intacto de su sordera.

83. EL PADRE DE LA NOVIA (Ana María Abad)

La primera que me atacó fue la Antoniofobia. Después llegaron, en sucesivas oleadas, la Bernardofobia, la Claudiofobia, la Diegofobia y la Eliseofobia. El último año he conseguido librarme y lo he pasado muy tranquilo, pero me temo que ya se ha acabado esa buena racha. Y todo porque mi hija Sara ha aprobado las oposiciones, tras un año de duro esfuerzo y total enclaustramiento, y ha venido a visitarme a la farmacia donde trabajo: conocer a mi ayudante, Fernando, y ponerle ojitos tiernos, ha sido todo uno. Me fastidia un montón porque el muchacho siempre me ha caído bien, pero anoche oí hablar a Sara por teléfono y, esta mañana, al llegar a la farmacia, he notado en ese orden: un brillo especial en los ojos de Fernando, una sonrisa extasiada en sus labios, un picor inaguantable en todo mi cuerpo, y una irrefrenable repulsión hacia el pobre chico. Me temo que es el turno de la Fernandofobia.

82. Búsquedas (María Rojas)

Al atardecer se pierde en el laberinto de su armario de calles y cuerpos entrecruzados, buscando la camisa de rayas amarillas que nunca tuvo, pero que a lo mejor alguna tarde encontrará.

 

 

81. Vacíos (Patricia Collazo)

Paramisicólogamifobiaalosespaciosvacíosvienearrastradadesdealguna-experienciainfantil.Tenemosqueahondarenesosrecuerdosalosqueme-cuestatantoaccederparaencontrarlallavequemeayudeasuperarla,dice.-Noséaquéserefiere.Enmiinfancianohubovacíos.Unafamilianormalita,- unospadresquesiempremehacíanhuecoensucamajustoenelsitioque -ellosnollenabanconsuscuerposentrelazadosquiensabedesdecuándo.- Unhermanomayorqueyo,quenacíeltercero,aunquesiemprefuimosdos-porqueeldelmediomurióunañoantesdequeyollegara.Nuncasupecómo.- Teníamosdosabuelassinabuelosporquehabíanmuertoenlaguerradela-quenosehablaba.Solosemencionabaparaexigirquenosacabáramos- todalasopa.Untíoqueesquivábamoslastardesdedomingo,norecuerdo- porqué.Talvezporqueinsistíaenmostrarnossucoleccióndemariposasdise-cadasalasquesiemprelesfaltabaunala.Nohubovacíosenmiinfancia,ledi-goamisicólogaquemeaconsejaescribirsobreello.Yesoesloquehago.- Noentiendoporquéinsistetantoenqueagreguelosespacios.

 

Nota fuera de texto: el relato tiene exactamente 200 palabras

80. Descubrimiento impactante (Alberto BF)

Alicia era incapaz de hablar en público. Se había convertido en algo superior a sus fuerzas, y, cada vez que lo intentaba, sufría fuertes taquicardias, acompañadas de unos mareos insoportables. Alguna vez, incluso, se desmayó en las exposiciones grupales en su temida asignatura de Comunicación, para sobresalto de sus compañeros.

Pero era una persona muy inteligente, y encontró dos soluciones para sortear su fobia particular: por un lado, tomar un chispacito de cazalla antes de cada discurso, para atreverse con lo que hiciera falta; por otro, pedir a su amigo de confianza que se sentara en primera fila y le fuera recordando su argumentación a través de un pinganillo.

A partir de ese momento, todo cambió. Sus exposiciones comenzaron a ser un éxito, y ella se sintió cada vez más segura de sí misma. Su imagen de aplomo y determinación calaba profundamente entre los asistentes a sus ponencias.

Un día, de repente, comenzó a pronunciar frases raras, sin haber bebido apenas cazalla. Decidió investigar, y se revelaron ante ella dos realidades desconcertantes: la primera fue que su amigo, supuestamente abstemio, era un alcohólico irredimible.

La segunda, demoledora, la dejó aún más perpleja: aquel inocente pinganillo transmitía los efectos del alcohol.

79. Interinidades

Aquel día lloró. Lloró hasta alcanzar el orgasmo. Una sucesión de llantos extraños que nunca antes había proferido, al menos en mi presencia. Sus gemidos parecían los de una gata en celo, el vaivén enloquecido de una puerta mal engrasada movida por un viento anónimo y dispar. Dos gotas reverdecidas colgaban de sus lacrimales, profundos como siempre, sin llegar a caer del todo, exentas de las leyes de la gravitación y de la hidráulica. Después, cuando me vacié en ella, se dejó caer sobre mi pecho. Tardamos un buen rato en romper aquel silencio. No encontramos explicación a lo ocurrido; tampoco le dimos importancia. No era el primer polvo raro que habíamos echado. Sin embargo, volvió a ocurrir en cada coito, hasta que ninguno de los dos pudimos soportarlo más y el sexo se convirtió en un paraguas colgado de una percha en tiempo de sequía. Consultamos con un especialista que nos descubrió una fobia cruel e inesperada: una pena intangible al copular con la persona amada. Decidí buscarle otros amantes y observarles mientras yo me auto satisfacía. Todo iba bien hasta que llegó él, y volvieron los maullidos de gata, el chirriar de puertas, la ingravidez de sus lágrimas

78. Cuerpo a cuerpo

En un rincón del baño, intenta gritar. No consigue que el aire mueva las cuerdas vocales. La mano izquierda tapando su propia boca tampoco ayuda. La derecha señala otro rincón donde los ojos entornados miran deseando no ver. Un temblor recorre todo su cuerpo, desde el gorro de ducha hasta unos pies de puntillas que intentan levitar. Dentro de la toalla, se siente frágil. Dentro de la toalla, se siente morir.

A ras de suelo, en el otro rincón, unas antenas oscuras examinan el espacio. Perciben ligeros movimientos de algo gigantesco que no recuerda de su visita anterior. Sus ojos compuestos se humedecen con el vapor. Se acerca. Corre sobre sus seis patas. Quiere saber si es objeto o depredador. Cuando lo gigantesco vibra con más velocidad y lanza pequeños ultrasonidos lastimeros, gira hacia la base del lavabo. Allí hay un agujero protector.

Entre grititos vuela el papel higiénico; vuela la esponja vegetal. La piedra pómez rebota en el suelo. Los pies regresan a la bañera. El gel de ducha, el acondicionador y el champú surcan el aire, sin precisión, mientras la cucaracha, convencida antropofóbica, decide resguardarse hasta el comienzo del segundo asalto.

77. TRAS LA GRADUACIÓN

Desde hace muchos años no se ha mirado al espejo, evita los escaparates, ascensores y todos aquellos sitios en los que podría verse, le tiene un terrible pavor. No puede saber cuánto ha cambiado y cómo luce. Para el ordenador utiliza una pantalla especial y el móvil es de los antiguos. Hasta la fecha ha podido evitar contemplar su rostro en cualquier lugar y hasta hacerse fotografías en grupo. La imagen más reciente que guarda es una de cuando apenas se graduó en la universidad.
Hoy tiene un problema, debe presentar urgentemente una serie de documentos así como una fotografía reciente para un trámite obligatorio, de lo contrario podría tener serios problemas. No tiene a quién recurrir que le transmita confianza, vive solo y apenas se fía de la gente. Parece que va a tener que enfrentarse a la realidad; alguna vez tenía que pasar, y no quiere tener problemas a estas alturas tardías de la vida.
Va a preparar el momento, está muy nervioso pues sabe que también va a encontrarse consigo mismo. Entra a un fotomatón, y frente a la cámara descubre la misma cara de cuando se graduó, ahora sin birrete.

76. Colegas

Hacía tiempo que F. no volvía al barrio y ¡qué casualidad! Desde lejos reconoce la zancada flexible, el aire levemente despistado que le eran tan familiares. Al acercarse advierte el traje oscuro, la corbata, el pelo engominado y cree adivinar la pulserita con los colores de la bandera patria asomando al borde de la manga. Cuando se cruzan, apresura el paso desviando la mirada hacia la izquierda.

Tras años sin aparecer por el barrio, ¡quién lo iba a imaginar! Desde lejos, J. contempla los andares patosos, aquella sonrisa enigmática y socarrona que tanto le divertía. Al acercarse observa el pelo largo y descuidado, la camiseta deshilachada donde rotundas letras dibujan sobre el pecho un mensaje que no alcanza a leer, pero que intuye. Al cruzarse, acelera el paso desviando la mirada a la derecha.

Mientras se desencuentran, algo cambia en la foto que, en el local de la Asociación de Vecinos, recuerda la victoria del equipo del barrio en la liguilla del 97. Dos muchachos cogidos de los hombros  —gesto confiado, miradas anhelantes de futuro—, dejan de posar felices junto al equipo y se arrancan sendos lagrimones de un manotazo.

Los hombres, bien se sabe, no lloran.

75. Cosas de vampiro

Me cuenta que sus fobias son un castigo divino, que solo retornan los que son rechazados por la tierra, por lo que su continuidad en este mundo pasa por soportar esa maldición. Habla poco y, cuando lo hace, sus palabras no denotan el tormento que cabría esperar de su situación. Antes diría que hay jactancia en sus maneras: la vanagloria, tal vez, de quien se siente muy especial.

Llevo días adaptándome a los horarios que impone su fotofobia, al triste efecto que en las comidas tiene su aliumfobia, al constante y severo cuidado que hay que observar con su estaurofobia, así como a un sinfín de rarezas suyas, entre las que sospecho que está la de no lavarse mucho. Todo sea por gozar de su disputada compañía, por conversar con alguien ante cuyos ojos han ido desfilando los siglos.

Hoy, al igual que en noches anteriores, hemos subido a la azotea de su castillo. Ha estado contemplando la ciudad mientras yo lo miraba embebecida, imaginando el tropel de vivencias y recuerdos dignos de ser contados que su silencio reprimía, hasta que de pronto, con aire trascendente y voz de sarcófago, ha dicho: «Todo esto que ves, querida, antes era campo».

74. Lotería (Salvador Esteve)

Enclaustrado en mi reducido universo, me siento seguro. Mi agorafobia congénita me hace temblar solo con imaginar abandonarlo. Pero las manos ignoran mi fobia y me arrastran al espacio infinito, hacia una vida en la que, tal vez, si tengo suerte, podré perseguir mis sueños. Sin embargo, creo que no he sido bendecido por la providencia y presiento que, si logro sobrevivir a mis primeros meses de vida, el hambre violentará mis huesos y la guerra, como una plaga de insectos, pululará a mi alrededor, intentando expropiar mi sangre sin indemnización. Tengo miedo a la nada, diáfana de esperanza. Y, en mi indefensión, como mi primer acto de rebeldía, solo puedo hacer una cosa: llorar.

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