Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

ANIMALES

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en ANIMALES

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el 5º de este año serán LOS ANIMALES. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de AGOSTO

Relatos

73. Huellas en el camino -Calamanda Nevado-

Qué fea estás, repetía   él  mientras hacía de las suyas y soltaba una mujer para tomar otra.  Aunque  roja de vergüenza, aguantaba  su secreto a voces.  Su gente  lo notaba. Llegaron a decirle:   “Pareces una figura de cera”.

A veces salían   al parque, y los niños se alejaban dejándolos solos.  Entonces giraba en torno a  ella y le confesaba     que ya no era valiente,  solo un payaso al que  pegar como a un    burro.

No  lo quería oír y se  acercaba a ellos. En otras ocasiones  regaba una y otra vez  los rosales y  los granados, o temblando salía a la puerta. Si  los niños estaban cerca, y la miraban,  jugaba con ellos, y les cantaba canciones y nanas. Qué poco equivocadas la observaban mirándola con ojos brillantes, o encaramándose en  sus caderas. La  provocaban con bromas y unían sus manos, muy fuerte, a las de ella, prolongando risas más allá de las paredes del patio. Gracias a  su amor testarudo por ellos, podía acariciarlos aparentemente feliz.

Sufriendo y pensando despertó.  La última noche que vino  a dormir, no la  encontró. Había echado   a caminar.   Caminó y caminó, con el pelo recién lavado, hasta que descubrió con asombro su silueta.

72. WENDOLYNE (Toribios)

Tan dentro de mí, conservo el calor, que me hace sentir…”. Era verano y nuestros balcones se miraban con la expresión de asombro de quien se encuentra a la novia de la infancia en una conferencia sobre el clima en Tombuctú.

Como buscan las olas la orilla del mar…”. Así esperaba yo la hora de la siesta para cantarte bajito la canción, escondido tras la persiana.

A pesar de estar lejos, tan lejos de mí…”. Tan cerca y… tan lejos, tus cabellos como hilos de oro, a pocos metros, en la calle estrecha.

 “Y al murmullo del viento le he oído decir…”. Te asomabas y tratabas de ubicar el origen de la melodía sin conseguirlo.

Aún recuerdo aquel amor. Y ahora te alejas de mí”. Fue solo un verano. Nunca supe tu nombre. En otoño te fuiste como las golondrinas.

Hoy has pasado por esta ventanilla sin sol a pedir una licencia para algo. Tenías mechas azules y en tu carné decía que te llamas Ramona.

71. La oferta de Fly

Vino al mercado a buscar trabajo y ahí se quedó, frente a la marisquería, semidesnudo y con el cuerpo lleno de moscas.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere con ese aspecto? Me va a espantar a los clientes —preguntó el empleado del puesto.

—Todos me llaman Fly, era mi mote en el colegio. Tengo una foto antigua rodeado por una nube negra, la uso para mi perfil en facebook y será el logotipo de la empresa que quiero fundar: El Rey de las Moscas. Vengo a ofrecerme para ayudarle, al igual que socorrí a algunas pescaderías y les quité esas moscas que dan aspecto de abandono y suciedad, como le pasa en su negocio.

—¡Déjese de monsergas! ¿de qué quiere trabajar con esa pinta?

—Está claro, de matamoscas.

—¿De matamoscas? Si cientos de ellas revolotean alrededor suya, parece que lo quieren.

—Pues por eso, me acerco a donde molestan, se me pegan —es mi don—, y solo tengo que matarlas o soltarlas en la competencia ¿Qué me dice?

—Qué se vaya y me deje.

 

Y se fue otro puesto, que hoy reluce sin insectos, mientras la marisquería se hunde y el dueño discute con un desconocido rodeado de cucarachas.

70. Bichos, bichas y “bitches”

Que mi madre y tía Carmela se odiaban desde hacía años era algo por todos sabido. Pero, a pesar de su antinatural aversión de hermanas, consintieron en vivir juntas desde que papá falleció, como si la rabia de la mutua compañía alejara a una de los pensamientos grises de la soledad, y a la otra del soberano aburrimiento de la vejez.

Nunca supimos del origen de su inquina hasta que una tarde de primavera, tras una larga siesta en el jardín, descubrimos un extraño zumbido proveniente del impertérrito moño de la tía, donde un enjambre de abejas había decidido montar su panal, atraído por el agua con azúcar de su arcaico fijador. Los golpes en su cabeza solo contribuyeron a soliviantar a los insectos, de modo que únicamente el rápido movimiento de tijeras de mamá consiguió decapitar el peligro de raíz.
Del canoso ovillo de pelo escaparon un puñado de bichos, el camafeo perdido con la foto de mi padre, y un secreto a voces que cobró fuerza en la lengua viperina de una viuda despechada.
―¡Lo sabía, maldita perra!

 

68. La explosión de la primavera

Me he enamorado de la nueva vecina. No tengo claro cómo ocurrió, pero sí cuándo: el día que coincidimos las dos en el ascensor. Quizás fue por el delicado olor de la hierbaluisa que llevaba prendida en su pelo. Tal vez por el profundo verde selva de sus ojos velados. O por esa sonrisa tan natural. No lo sé, pero deseé quedarnos allí encerradas.

              Desde entonces, paso las tardes asomada al balcón, justo sobre su terraza, y la contemplo. Veo cómo se mueve entre jardineras y macetas, siempre guiándose con sus manos, sin equivocar ni un solo paso. En ocasiones se detiene, ladea su cabeza hacia mi balcón y sonríe. Luego susurra a las caléndulas y a los geranios, besa los pensamientos y acaricia las orquídeas del rincón. Poco a poco el aire se convierte en fragancia. Cierro los ojos equilibrando nuestros sentidos e imagino que, perfumadas de frescura, tropezamos a solas en el ascensor.

67. PAISAJE PERPETUO (La Marca Amarilla)

Cada día, a la hora de la siesta, salía al balcón para admirar aquellas magníficas vistas, aquellos paisajes inalcanzables, siempre diferentes. No había tarde, daba igual que lloviera o hiciera un deslumbrante sol, sintiera frio o calor, que no se asomara a aquella atalaya que tan libre le hacía. Al cabo de unos minutos, volvía a su lúgubre habitáculo, con su apestosa letrina, con la odiosa reja en la ventana que oprimía aquel trozo de cielo, y se acostaba en el camastro para seguir dormido.

66. Profundidades

Acaricio su cabecita con los filamentos de mis tentáculos, juego con su cabello rizado, que cuelga como una cascada de caballitos de mar. Le coloco una corona de perlas, el contraste perfecto para su piel, casi tan negra como la tinta del calamar. Le quito los harapos y le pongo un vestido de algas bordado con escamas de colores. Sustituyo sus ojos vacíos por dos estrellas de mar. Observo feliz a mi nueva muñeca, y, desde lo más profundo de mi corazón branquial, deseo que esta vez no se me estropee tan pronto como la anterior.

65. El décimo día

Lamentó darse cuenta, más desconcertado de lo que quisiera reconocer, de que el amor no era suficiente para sentirse entretenido, aunque después de comprobarlo con sus propios ojos dejó de tener dudas. Era monótono, soporífero, desesperante y empalagoso, sobre todo muy empalagoso. Se le hacía inconcebible asumir su error, pero aún más insoportable se le hacía pensar que la vida iba a seguir siempre así, sin ningún aliciente ni esa pizca de tensión narrativa que ahora consideraba imprescindible. Y a pesar de que alguien acabase por echarle en cara su culpa y su escasa paciencia, pues al fin y al cabo era el único responsable de lo que sucedería, sin poder aguantar más tanta bondad y tanto aburrimiento, el décimo día creó la serpiente.

64. Los gonfoterios – María Rojas

La muchacha se acuerda de lo que le comentó el biólogo la noche anterior.

«Los gonfoterios eran unos animales descomunales con un tracto digestivo enorme, igual que sus patas, sus cabezas y sus penes».

La muchacha se lame el azúcar hilado del labio superior.

«Los gonfoterios se alimentaban de verdor y tenían un apetito voraz, sobre todo después de gonfoteruar. Su verdor preferido eran esos frutos carnosos en forma de testículos».

La muchacha zumba de placer.

«Los gonfoterios no desaparecieron de la tierra por el impacto de un meteorito. Murieron chupados por los picos filudos de unos bichitos de ojos ambarinos». Los mismos ojos, que con picardía, la miraban desde su balcón.

La muchacha, rauda y veloz, puso los pies en polvorosa.

 

63. Femme fatale

En la puerta del burdel, intenté convencerles de que no entraran con ella en busca de una muerte segura. No pararon de insultarme e incluso zarandearon mis antenas. Al oír los gritos de mis compañeros, me largué de allí más viejo y cansado.

Pasó el tiempo y, en mi soledad, soñé que disfrutaba de sus encantos, esos que tantas veces había evitado.

Cuando las patas empezaron a fallarme, decidí que era el momento y me acerqué a la puerta. Sin fuerzas, me quedé cabizbajo en el suelo, mientras los jóvenes me pasaban por encima. En ese instante salió la dama, tan imponente como siempre, a rezar por mi alma.

62. SIN DEJAR ESTELA (Belén Sáenz)

Con dos pinzas en equilibrio inestable entre los labios, saco del cesto una sábana y extiendo los brazos para examinar la tela húmeda al trasluz. No es una mancha. Parece la silueta de una gaviota que se agiganta y se aleja al compás de una brisa ―sin duda marina― que hincha como lonas las prendas tendidas a mi espalda. Hoy la luz es distinta; blanca de azúcar como podrían ser las mañanas de Cádiz o Marsella. Yo jamás he salido de esta Cuenca natal mía, pero sé que huele a puerto y algas. Un crujido de ladrillos desgajados, un arrastrar de cadena de ancla, un bramido de chimenea, preceden al suave vaivén del edificio. Corro a asomarme por la barandilla y, desde mi azotea, saludo a enjambres de estibadores y prostitutas enamoradas asidas de sus brazos tatuados. Con las manos en las caderas, repaso mi singladura y decido que carezco de cargamentos y de lastre. Ansiando ya el horizonte, planto firmes ambos pies frente al esquinazo de mi balcón. «Asia a un lado, al otro Europa», recito a punto de zarpar, y sujeto el timón aunque los vientos me susurran caprichosos que aún no han decidido qué rumbo tomar.

61. Al fin libre (Alberto BF)

Tenía claro cuál era su refugio. Cuando las cosas no iban bien, que últimamente sucedía con frecuencia, siempre acudía a él.

Ubicado en una zona empobrecida a las afueras de la ciudad, ofrecía unas vistas dignas de cualquier catálogo de viajes con encanto. La sierra, a veces nevada, era su principal atractivo, a la que había que añadir pequeños pueblos que apenas se alcanzaban a ver, pero le daban un toque panorámico de primer nivel. Estar ubicado en una décima planta con ascensor estropeado debía tener al menos algo positivo.

Cada vez que subía al piso lo primero que hacía era descalzarse, encaminarse a su rincón favorito, abrir la portezuela y aferrarse a la barandilla mirando el precioso horizonte. Pese a llevar muchos años disfrutando del paisaje, nunca dejó de tener un poco de vértigo si miraba hacia abajo.

Hoy no quiso agarrarse. Por primera vez tomaría las riendas de su vida de mierda. Mientras la acera se acercaba de manera vertiginosa, con el aire despeinando sus cabellos, pudo sentir los últimos segundos de libertad de su tormentosa existencia.

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