Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

63. Femme fatale

En la puerta del burdel, intenté convencerles de que no entraran con ella en busca de una muerte segura. No pararon de insultarme e incluso zarandearon mis antenas. Al oír los gritos de mis compañeros, me largué de allí más viejo y cansado.

Pasó el tiempo y, en mi soledad, soñé que disfrutaba de sus encantos, esos que tantas veces había evitado.

Cuando las patas empezaron a fallarme, decidí que era el momento y me acerqué a la puerta. Sin fuerzas, me quedé cabizbajo en el suelo, mientras los jóvenes me pasaban por encima. En ese instante salió la dama, tan imponente como siempre, a rezar por mi alma.

62. SIN DEJAR ESTELA (Belén Sáenz)

Con dos pinzas en equilibrio inestable entre los labios, saco del cesto una sábana y extiendo los brazos para examinar la tela húmeda al trasluz. No es una mancha. Parece la silueta de una gaviota que se agiganta y se aleja al compás de una brisa ―sin duda marina― que hincha como lonas las prendas tendidas a mi espalda. Hoy la luz es distinta; blanca de azúcar como podrían ser las mañanas de Cádiz o Marsella. Yo jamás he salido de esta Cuenca natal mía, pero sé que huele a puerto y algas. Un crujido de ladrillos desgajados, un arrastrar de cadena de ancla, un bramido de chimenea, preceden al suave vaivén del edificio. Corro a asomarme por la barandilla y, desde mi azotea, saludo a enjambres de estibadores y prostitutas enamoradas asidas de sus brazos tatuados. Con las manos en las caderas, repaso mi singladura y decido que carezco de cargamentos y de lastre. Ansiando ya el horizonte, planto firmes ambos pies frente al esquinazo de mi balcón. «Asia a un lado, al otro Europa», recito a punto de zarpar, y sujeto el timón aunque los vientos me susurran caprichosos que aún no han decidido qué rumbo tomar.

61. Al fin libre (Alberto BF)

Tenía claro cuál era su refugio. Cuando las cosas no iban bien, que últimamente sucedía con frecuencia, siempre acudía a él.

Ubicado en una zona empobrecida a las afueras de la ciudad, ofrecía unas vistas dignas de cualquier catálogo de viajes con encanto. La sierra, a veces nevada, era su principal atractivo, a la que había que añadir pequeños pueblos que apenas se alcanzaban a ver, pero le daban un toque panorámico de primer nivel. Estar ubicado en una décima planta con ascensor estropeado debía tener al menos algo positivo.

Cada vez que subía al piso lo primero que hacía era descalzarse, encaminarse a su rincón favorito, abrir la portezuela y aferrarse a la barandilla mirando el precioso horizonte. Pese a llevar muchos años disfrutando del paisaje, nunca dejó de tener un poco de vértigo si miraba hacia abajo.

Hoy no quiso agarrarse. Por primera vez tomaría las riendas de su vida de mierda. Mientras la acera se acercaba de manera vertiginosa, con el aire despeinando sus cabellos, pudo sentir los últimos segundos de libertad de su tormentosa existencia.

60. Festín

A la señora Mundsen le sale una pequeña cucaracha de la boca cuando pega el tremendo ronquido, y al notar algo raro cosquilleándole los labios, escupe por inercia y se manotea sin llegar a saber qué ha producido el cosquilleo. Tiene la mala costumbre de beber anís antes de dormir; antes de desayunar, después de comer, a la hora de la siesta, para merendar, como cena. Lo de la cucaracha es de lo más habitual; también alguna araña; gusanos; la casa esta infestada, y su cuerpo, flaco y enfermo, es un nido de bichos ovando en la maraña de su pelo, en los jirones de lana de su chaqueta raída, en las llagas supurantes de la carne lacerada y podrida de su pierna… Después de dar varias vueltas se sienta  en la cama, agarra la botella de anís y se bebe un buen trago. Y sin más ceremonia se queda tiesa, con los ojos muy abiertos mirando al infinito. Entonces, las ratas, que andan al acecho, aprovechan su quietud para empezar a comérsela.

59. LO QUE HEMOS PERDIDO

La noche cálida invitaba a contemplar con deleite el apacible paisaje.
Por eso, y también un poco por curiosidad, María se asomó al balcón para observar a los vecinos de su calle.
Desde el confinamiento no se había atrevido a mirarlos de nuevo, aunque ahora se sentía como una intrusa.
Echaba de menos esa sensación de unión en la desgracia, esa comunión de agradecimiento a los héroes sanitarios, ese sentimiento de formar parte de una comunidad.
Ahora que los miraba de soslayo, sentía como si estuviera hurgando en sus vidas privadas.
Veía a la vecina del cuarto, la que más aplaudía antaño, mientras regaba con mimo sus azaleas.
En el segundo se observaba a la pareja de marroquíes mirando la tele y en el primero a la preciosa Elena peinando a sus muñecas.
Y en ese instante sintió que en su vecindario se había perdido el interés hacia el otro.
Ya no se preguntaba por algún vecino, como se hacía en la pandemia, con temor a que le hubiera atrapado entre sus garras.
Había regresado la indiferencia hacia los más cercanos, hacia los vecinos con los que compartíamos calles y plazas para envolvernos otra vez en nuestro implacable individualismo.

58. No solo bichos en el balcón (Enrique Francesch Díaz)

Cuando vi aquella casa de dos plantas de estilo colonial me enamoré de ella. Le di un vistazo con el agente inmobiliario que fue suficiente para comprarla de forma impulsiva. A los dos días estaba de mudanza y fue cuando descubrí que tenía una pequeña buhardilla y un trastero en el sótano; decidí revisarlos cuando terminara el trasiego de muebles. Con tanto ajetreo se me pasó, hasta que, una tarde, asomada al balcón de la primera planta, un escarabajo muerto cayó sobre la barandilla en la que estaba apoyada. Al mirar hacia arriba observé que el canalón de desagüe estaba un poco suelto, y al intentar enderezarlo, una lluvia de hormigas ya resecas y otros bichos similares cayeron sobre mí. Siguiendo su trayectoria, subí a la buhardilla que aún no había examinado y vi con horror un suelo tapizado de cadáveres de insectos. Con gran desasosiego me acordé del sótano y bajé corriendo para descubrir que otro enjambre recubría el suelo, como antesala de una puerta con candado, cerrada al fondo y un cartel con la frase “NO ABRIR”.

57. Balcón/espejo

Aquel departamento, de aquella mítica esquina, ya no brillaba desde el imponente segundo piso que lo contenía. Su ventanal se custodiaba con un balcón majestuoso, lleno de luces y figuras que asomaban azarosamente durante las jergas nocturnas. Como olvidar lo pintoresco de esa pequeña sala de estar a cielo abierto,  semejante a un techo flotante, sostenido por las miradas de los transeúntes curiosos que frecuentaban la monotonía de las calles.

Ahora lucía una imagen penumbrosa, como si el cielo paradisíaco que lo impregnaba se hubiera intoxicado por el tiempo, junto a las nubes que se dibujan en las guirnaldas de humedad que cuelgan de él. Ese departamento, con ese gran balcón, ya no es lo que era. Pero dudo que pierda su magia, de transportarnos a rincones imposibles de llegar con la rutina del día a día.  Revive y resignifica sentimientos, vivencias, emociones y estados de ánimo que con el pasar de las horas, días y años, olvidamos que nos pertenecen. Oh!! balcón de las imaginaciones, fuiste, sos y serás el espejo más puro, devolviendo la imagen más exótica y placentera para aquellos valientes que se atreven a mirarte, mientras viajan en la abrumadora normalidad

56. La tormenta

La lluvia caía con fuerza. Desde el interior del apartamento se escuchaba el suave murmullo del noticiero, la respiración acompasada de mi madre, anclada en la silla que estaba frente la televisión.

—Hay una tormenta en la ciudad. —me dijo en voz alta, tan lejos de la realidad.

Giré hacia ella, la miré por largos segundos y luego volví la mirada hacia el frente. Me apoyé en la barandilla de mi balcón y saludé con un gesto a mi vecina, quien también había salido para mirar la fuerza destructiva de la naturaleza.

Por un momento, quise ser como mi madre. Ver el paso de la vida delante de un televisor, en vez de estar en este balcón y ver cómo todo por lo cual luché se ahogaba en el agua, bailaba en el viento. Mi vida entera desaparecía bajo sus gotas y yo solo podía apretar con fuerza la barandilla, ahogar el grito en mis entrañas.

55. Trapos

Aunque Mauricio llevaba jubilado varios años, seguía trasteando con su máquina de coser. Liberado de fechas de entrega, mezcló su oficio de sastre con su afición de sociólogo. Engalanó su balcón con sus creaciones y se asomó a observar a la gente. Libreta en ristre, se dispuso a apuntar sus reacciones, si las había, para escribir un libro al que quería titular, Estudio sobre la inteligencia del ser humano. Primero colgó un retal estampado con los colores del arcoíris. Recibió algunas miradas de aprobación, veinte gritos con vocales muy abiertas, que pronunciaron: ¡Maricón!, y una voz aterciopelada que le cantó Over The Rainbow. Tras unas horas lo quitó, y puso un trozo de tela tintada con dos franjas rojas y una amarilla. Le llegaron catorce ¡Viva España! y veintisiete ¡Facha! Posteriormente, cambió una de las franjas roja por otra morada. En esta ocasión hubo quince ¡Viva la República! y veinticinco ¡Rojo! Finalmente, extendió una sábana con el dibujo de un tipo barbudo con melena, y la cosa estuvo más reñida. Sus oídos captaron dieciocho ¡Viva el Che!, dieciséis padrenuestros y catorce ¡Como tú ninguno, Camarón!
Desde entonces solo sale al balcón para dejar un puñadito de alpiste a los pájaros.

54. PLAGA (Carmen Cano)

Venimos al barrio cada verano con el viento rojo del Sáhara. Ocupamos, en un principio, callejas, rincones y zaguanes. Algunas, más atrevidas, salen de día por las aceras y provocan el asombro de los viandantes. Las más afortunadas anidan en la cocina de un restaurante o de un hogar bien guarnecido.

Yo me tengo que enfrentar hoy a esta humana mediterránea que grita y hace aspavientos mientras me persigue con una escoba. Y ya sé cuál puede ser mi destino si no me escondo rápido, lo he visto en mis congéneres: patas y antenas quebradas y a las fauces del estrepitoso monstruo municipal. Después dirán que no es xenofobia.

53. Curso del 89 (Miguel Ibáñez)

Una araña enorme y peluda comienza a mover perezosamente sus patas cuando dos tipos con el cuello de la camisa asomando por encima del jersey, y gafas de sol, se encuentran. Escucho distraídamente su conversación, y veo al insecto también. Todo mezclado en la misma escena. Se abrazan, al principio tibios, pero el contacto los confía tanto que apenas se sueltan la mano. Aunque no pasan más de dos minutos, ocurre todo muy despacio, gelatinoso, pesado. Un animal cansado que se arrastra por necesidad, pero sin convicción. Se cuentan cosas de pasada, trabajo, amigos comunes, matrimonios. Cuánto hace, más de veinte. Se quedan callados, incómodos. Uno de los dos busca la frase, el pie para cerrarlo. Como niños jugando al pañuelo. Atraparlo y correr hasta lugar seguro. Bueno, a ver si nos vemos. Otro abrazo, más fuerte este. Y se despiden. Los dos han aparcado al final de la plaza y tienen que caminar juntos quinientos metros más. Los veo alejarse en la misma dirección. A tres metros el uno del otro, no vuelven a mirarse. Y así se queda todo. Porque las arañas, como el tiempo,  no andan hacia atrás. 

52. IMÁGENES NOCTURNAS

El hombre de negro sale al balcón y estudia las ventanas de los edificios vecinos, comprueba que nadie lo está mirando, se agacha a la altura de la barandilla, enfoca sus prismáticos e inicia la observación. Pasa rápidamente sobre imágenes de familas cenando pizza frente al televisor; ve una pareja que discute con una violencia tal que le hace migrar de ventana. Descubre a dos amantes que han escapado al calor del apartamento y hacen el amor en el balcón, pero como su  ángulo de vision no es bueno debe dejarlos y continuar. En una ventana muy iluminada un matrimonio de obesos devora su cena como si fuera la última, y el hombre se retira asqueado por la gula y los churretes de salsa que cubren mentones y papadas. Frente a él, pese al bochorno de la noche, tres adolescentes libran una pelea de almohadas. A través de los prismáticos el hombre casi puede tocar los torsos esbeltos en los que riela la transpiración, siente un deseo inconfesable y escapa del balcón en plena pelea, luego, con las imágenes nocturnas bullendo en su cabeza, enciende el ordenador y, tras un avemaría apresurado, acomete la escritura de su próximo sermón.

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