Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

NEPAKARTOJAMA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta última propuesta es el concepto lituano NEPAKARTOJAMA, o ese momento irrepetible. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de DICIEMBRE

Relatos

82 «Cheessse»

Dejé de decir «patatas» en las fotos porque salía siempre con los labios pegados en la primera sílaba. Desde que digo «cheese» me va mucho mejor, si dejamos aparte lo ocurrido en la última reunión familiar. De la fiesta solo recuerdo el rato de la cena. El resto lo cuenta con elocuencia mi cara en la foto. Dicen que mi cuñado estuvo haciendo cambios en su composición hasta desquiciarnos. En el centro se ven mis suegros —a los que había conocido esa misma tarde—, y asomando justo detrás, mi más lamentable versión. Creo que nunca he bebido tanto como aquella noche. La cámara captó un chorro de saliva escapando de entre mis dientes, como un ectoplasma, con dirección al cuello de mi suegra. El que ella me diese un bofetón acto seguido fue algo que todos encontraron desproporcionado. Los demás ocupan el lugar que el pesado de Luis —finalmente en primer plano y con los brazos abiertos— quiso otorgarles. Mi mujer aparece en un extremo —quién lo habría dicho— con un bello y afortunado «patatas» en su sonrisa; demasiado lejos de mí para que el culo que estuve palpando en la cuenta atrás del disparador fuera el suyo.

81. Vuelta al cole (Jerónimo Hernández de Castro)

Las botas le aprietan y pesan demasiado, e intenta no arrastrar los pies tal como le apremian todos los días. Ya no percibe el latido de sus sienes palpitantes, apagado por el zumbido instalado en sus oídos desde la primera detonación. Una sinfonía absurda donde se fusionan sonidos cotidianos: el rechinar de las patas de mesas y sillas arrastradas, los cristales que se rompen y los susurros tras las puertas. Sobre ellos se imponen los gritos y las carreras y el crujido inquietante de la piel y los huesos acribillados.

Él sigue avanzando por el pasillo dirigiendo su arma automática por doquier, decidido y sereno, como expresa su último post, hasta la penúltima bala. Entonces, ya en silencio, la oscuridad y la vergüenza regresan como siempre desde que empezó el curso, antes de que se escuche un último disparo.

80. Terremoto

La tierra tiembla al lado de la charca. Elena cae sobre mi pecho, entre mis piernas, aunque evita que choquen nuestras caras. Me pongo rojo, muy rojo, como un tómate hubieran dicho nuestras madres. Otra sacudida agita nuestros cuerpos; se agarra a mí por miedo más que por deseo y noto al rubor convertir mi cuerpo en el infierno. Entonces miro el agua del lavajo, su aliento agónico que otras veces apaga mis hogueras, la voz de las vecinas convertida en un coro de fantasmas que repite una y otra vez lo buena pareja que siempre hemos hecho. Han pasado apenas diez segundos y me han llenado más que tantas noches sin luna entre el cieno ensangrentado. Elena se levanta y corre hacia donde se han quedado los demás. El filo de su falda choca con la parte trasera de sus muslos, mientras mis manos lloran por no haberse atrevido a profanar el mismo templo. Me levanto y corro también, aunque perseguido por el aura mártir de la culpa. Cuando la alcanzo ya estamos con el grupo. Bromean: «¿Teníais condones?», «¿Para cuándo es la boda?»,« ¡Daros un besito!». Noto que el bochorno me atenaza, ella sin embargo responde: «Es inofensivo».

79. La vergüenza del odio (Salvador Esteve)

Pateo al maldito negro con saña, sus dientes y un trozo de labio ensucian la acera, su cuerpo sanguinolento se retuerce de dolor.

Con agua caliente y estropajo intento arrancar el tufo rancio que me ha dejado el anciano negrata. Cuando el vaho se desvanece, veo ennegrecido mi dedo pulgar del pie, quizá se ha entumecido un poco.

Con el tiempo observo, incrédulo, cómo la oscuridad trepa por mis extremidades, la noche se cierne sobre mi blanca piel y paraliza mi vida. La ropa oculta mi vergüenza hasta que la maldición cubre mi rostro, me he convertido en un despreciable afroamericano.

Humillado, dejo mi barrio y me adentro en los suburbios de los negroides. Pese a mi odio, me voy integrando. Mi animadversión se atenúa a medida que conozco sus miserias y grandezas, el tiempo me los muestra como iguales.

La vergüenza da paso al orgullo; soy otra persona. Mi enfermizo racismo hacia los negros ha saltado de mi mente, precipitándose al olvido para jamás volver.

 

Al girar la esquina tropiezo con un individuo que nerviosamente me pide perdón. Es un maldito amarillo, un asqueroso japo, le digo que se largue a su puto país mientras le pateo con saña.

 

78. Juan Sin Vergüenza (Tomás del Rey)

Érase que se era un niño, llamado Juan, que no conocía la vergüenza. Daba besos y hacía sus monerías a quien sus padres le pusieran por delante. Luego, ya adolescente, disfrutaba cuando su mamá iba a verlo a la puerta del instituto, le hacía mimitos y le arreglaba el pelo delante de sus amigos.

Un especialista sentenció que la ausencia de determinada hormona le impediría avergonzarse para siempre.

Juan peregrinó durante años en busca de soluciones: visitó un convento de madres ursulinas y, salvo espantarlas a todas, no obtuvo ningún avance; localizó a los payasos callejeros y a los mimos más lamentables, pero no logró ruborizarse ni como espectador ni reproduciendo él mismo los números que perpetraban. Finalmente, puso un cartel en el recibidor de su casa para recordar que no debía abrir la puerta sin ponerse al menos unos calzoncillos.

Le dijeron que tenía talento para la política. Su ascenso meteórico en el partido le llevó hasta la cúpula donde se fijaban estrategias y pactos. Al poco tiempo, notó cómo una quemazón desconocida le nacía desde las tripas y le hacía enrojecer por dentro y por fuera. Junto con su dimisión, dejó también una carta de agradecimiento.

77. Tiovivo vital (Pablo Cavero)

La boca seca. Las palabras ensayadas se encogen cobardes. Incapaces de asomarse en este escenario. El pánico se ha adueñado de sus cuerdas vocales. Su rostro ruborizado le delata. Los primeros balbuceos apenas los escucha el cuello de su camisa. Por suerte para él, esos susurros llegan a oídos de este jubilado, que se siente reflejado en ese calvario de pedir en un vagón del metro. En su época de vacas flacas se vio obligado a mendigar. Se le acerca y le rescata de una de las mayores deshonras de un ser humano. Le lleva a un almacén, él es un organizador el banco de alimentos del barrio, aquí sin dejar la tarea todos saludan a Quique. Le hace gracia, así era conocido su padre, al que siempre dio por muerto sin estarlo, del que nunca habló con nadie, de quien siempre renegó. Remangados ambos para aligerar la cola del hambre. Se queda estupefacto al ver tatuado en el brazo de su ángel de la guarda el apodo cariñoso de su madre.

76. La trayectoria

Para suicidarte desde lo alto de un edificio, lo importante es saber caer. Parece mentira que a estas alturas tengamos que recordar algo tan obvio, pero es que cada vez la gente cae peor. Antes, los suicidas de nuestro edificio subían a la azotea, se lanzaban y en 4 o 5 segundos se estampaban contra el suelo, que es lo que se espera de ellos. Nosotros correspondíamos con unos aplausos de protocolo y a esperar al siguiente. Pero ahora no. Yo no sé si es que estos suicidas modernos no saben calcular la trayectoria, pero el caso es que entre que se golpean con los alféizares y rebotan en las cuerdas de tender o en las cornisas, tardan una eternidad en llegar al suelo. Y se pierde en espontaneidad. Al último, un tal Clarence, le dio por descender zigzagueando. Y claro, como tardaba casi un minuto en atravesar cada ventana, los vecinos aprovechamos para echarle en cara todo lo que nos habíamos callado de él durante tantos años. Se posó en el suelo, rojo como un tomate, se sacudió el polvo y desapareció por la primera esquina. Hubo abucheo, por supuesto. Y no hemos vuelto a saber de él.

75. Zombis

“¡Han llegado los muertos! ¡Han llegado los muertos!” Gritan alborozados los chiquillos señalando al antiguo cementerio bajo el pantano. Las fanfarrias y los tambores multiplican la buena nueva y desde las aldeas vecinas acuden voluntarios para el intercambio. Todos los años esperamos con alegría el regreso de los seres queridos y la pena por los que eligen marchar tampoco es tanta, pues sabemos que volverán al siguiente año. Por eso nosotros no tememos a la muerte, salvo cuando la suerte es esquiva y el finado no consigue revivir del todo y, en consecuencia, tampoco uno se muere como es debido. Entonces ambos vagamos por las calles como almas en pena durante todo el año, atemorizando a los viandantes, algo que cada vez es más frecuente. Dicen que es por cosas del clima, como no cuidamos el planeta, el pantano se seca y los muertos se marchitan y no resucitan bien. Pero no hacemos nada por remediarlo. Debería darnos vergüenza, pobres muertos.

74. El ¿error?

Después de la llamada del director del colegio me quedé sentada en el coche con el móvil en la mano. En silencio. Sin respirar primero. Hiperventilando después. No entendía nada. ¿Por qué me había contado a mí que Alicia, nuestra vecina del segundo, la compañera de clase de Alba, estaba en el hospital? ¿Qué tenía eso que ver con nosotros? ¿Por qué me decía que había un problema con mi hija? ¿Cuál? Si Alba era una maravilla… guapa, lista y nunca se había portado mal en el colegio. Nunca. Quizá yo no le había entendido bien. O quizá él se había confundido al llamarme. Me limpié las lágrimas de la cara y arranqué el coche. Necesitaba llegar a casa. Seguro que todo era un error. Mi Alba nunca haría daño a Alicia. Aunque Alicia tuviera unos kilos de más o no fuera tan lista como ella. Estaba aparcando cuando vi a la madre de Alicia entrando en el portal. Y me escondí. Para no entrar en casa a la vez que ella; para no tener que mirarle a los ojos en esos minutos eternos del viaje en ascensor.

73. AIDÓS

Nació Hija de la Noche proponiéndose complicar la existencia en la minúscula Gaia. Para ello engendró a Ponos (trabajo), Lete (olvido), Limos (hambre), Algos (dolor), Hisminas (disputas), los Macas, Fonos (matanzas), Androctasias (masacres), Neikea (odios), Pseudologos (mentiras), Anfilogias (ambigüedades), Disnomia (desorden) y Ate (insensatez).

Eris los desplegó a todos, encargando a uno de los gemelos Macas, Kidoimos, Dios de la confusión, sembrar el absoluto desorden.

Acertó plenamente. El joven planeta se sumió en el caos obedeciendo al impulso de la debilidad humana por el poder y el odio.

Aunque Prometeo andaba peleando con Zeus por ciertas minucias, se apiadó de ese ínfimo rincón de uno de sus muchos universos, enviando a su hija Aidós, Diosa de la vergüenza, modestia, respeto, humildad, dignidad, a restablecer la sensatez.

Pero Kidoimos y la jauría de hermanos habían cumplido perfectamente su cometido habiendo convertido la convivencia en un cadáver insalvable.

Las últimas en abandonar la Tierra fueron Aidós y su amiga Némesis, acosadas, perseguidas y amenazadas por la prole de Eris.

Prometeo, harto de la miserable humanidad, apuntó con su dedo al azul planeta haciéndolo desaparecer.

Por supuesto, Kidoimos ha conseguido escapar buscando ahora otro indefenso lugar donde sembrar su infalible confusión.

72. Boca abajo (Blanca Oteiza)

Mi reflejo se proyecta en el espejo mientras me afeito. Ducha, perfume y los gayumbos que me compré ayer. Encima el disfraz de super héroe erótico. Agradezco que sea invierno y el abrigo me oculte el atuendo mientras llego al lugar de la cita.
Junto a una maceta con hojas verdes dejo el gabán y toco el timbre del apartamento. Mi sonrisa picarona desaparece con la sorpresa de ver a una mujer de edad avanzada al otro lado de la puerta. Pensando en disculparme por interrumpir su siesta, me invita adentro. Tras un café y unas pastas me lleva hasta el dormitorio con cortinas y colcha trasnochadas, donde hace tiempo que no se quita el polvo.
Al salir de la vivienda, observo el número nueve del apartamento de enfrente. Me giro para comprobar que el de la anciana tiene el mismo número. Aturdido y confundido me percato que junto al visitado se hallan el cuatro y el ocho. Comienza a entrarme un cosquilleo en el cuerpo recorriendo cada poro, brotando un sofoco hasta en la barba que no tengo. Creo que dejaré los sesenta y nueves.

71. Allá donde fueres, haz lo que vieres.

El calor era insoportable. Cuarenta kilómetros desde la última parada y a pesar de llevar las ventanillas abiertas, resultaba difícil aguantar la temperatura. Volví a dar un trago a la botella de agua y sin esperarlo, un repentino olor a mar llegó a mi olfato; pocos minutos después divisé las olas. Paré el coche, bajé de él, y me conduje hasta la arena, sobre ella una multitud de  personas  parecía tomar el sol y …sin ropa alguna. Deduje que era una playa nudista pero no iba a dejar pasar el privilegio de darme un buen chapuzón por pudor , así que me despojé de todo lo que llevaba encima y me fui al agua directamente bajo la mirada extraña de cuantos estaban allí.
Salí ya refrescado y antes de tumbarme en la arena un hombre se dirigió a mí gritándome.
_¡Eh oiga! ¿Quién le dijo que podía meterse en el agua? Recoja en aquella mesa el sobre de su paga y abandone el lugar por favor.
Ahora, cuando mis amigos proponen ir al cine, siempre elijo yo la película.

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