Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

63. REINO EN LA TIERRA

El niño vino al mundo en un remoto lugar en el que mucho tiempo atrás probablemente muy cerca habría pajares que abastecían de comida y servían de cobijo a vacas y bueyes y adonde muchos pastores cuidaban a sus rebaños de ovejas alrededor de un fuego iluminando el negro de la noche contando largas historias en las que imaginaban un futuro bien diferente y próspero lleno de buenos deseos para ellos y sus familias en el que reyes y dioses no interrumpirían el de sus hijos y nietos con sus falsas ofrendas y reinos salvo el del cielo lleno de blancas estrellas iluminando la larga senda por el buen camino.

62. Reina

Reina

Celia baja a la cafetería, vestida de volantes, vaporosa, armada de bastón con empuñadura plateada. Pegada al gran ventanal espera Claudia. El tablero blanco y negro soporta estoico las treinta y dos piezas de cristal Swarovski. Hablan chismes, se quejan de la enfermera y se sortean al celador. Acaba de llegar de alguna tierra lejana que no saben situar en el mapa. Empiezan una partida sin apertura conocida y siguen con una sangría injustificada de peones. Claudia, en medio de la escabechina, ufana, proclama jaque mate. Celia se enfada, la reprende y le dice que ha hecho trampa; Celia grita y llama al personal. Claudia escupe en el suelo y le dice que no jugará nunca más con ella, que puede estar segura. Celia se calienta, las mejillas carmesís a punto de estallar, el corazón se le acelera, cae redonda, llegan los sanitarios. El médico certifica muerte por infarto. Claudia vuelve a su habitación satisfecha. En la hoja que cuelga del cabecero de la cama hace una nueva raya en su tabla de conteo. Una diagonal encima de los cuatro palotes verticales.

61. Cuentas negras sobre fondo blanco (Elena Bethencourt)

A las cinco de la mañana, Clara pasea por las veredas oscuras de la aldea rezando el rosario. Los vecinos salen como hipnotizados tras ella. Cuando sus dedos tocan la cruz, recita el credo, y el panadero se reconcilia con su esposa. En la primera cuenta grande, el padrenuestro calma la ira del alcalde hacia el maestro.

Las primeras decenas de avemarías suavizan rencores entre rivales. El gloria resuelve la disputa entre campesinos. En la cuarta decena, un hijo decide volver al hogar. En la quinta, todos los aldeanos sonríen llenos de amor.

Al finalizar con la salve, ya ha amanecido. Termina el rezo. El cuerpo de Clara se ve iluminado por la luz de la mañana. La multitud se percata de que sobre su finísima piel blanca solo lleva un rosario colgado al cuello. Sus cuentas negras marcan el camino de sus pechos, y el crucifijo —que descansa sobre su ombligo— apunta al rincón de los deseos.

Se rompe la magia, los vecinos olvidan la paz de las últimas horas. Vuelven las disputas y los celos. Se empujan, se insultan, se escupen y, como no podía ser de otra manera, todo termina como el rosario de la aurora.

60. Sandalias

Asco, rabia y un peso excesivo. Era lo único que recordaba y repetía sin descanso. Todo lo demás eran sombras. Nada que ayudará a la investigación.

El tiempo reactivó detalles; en sueños y momentos donde la memoria herida rebuscaba. Pero todo se volvía espesa niebla.

Rehacer su vida aceptando la cercanía de hombres le resultaba insostenible. Así, en las citas que las amigas le preparaban, siempre estaba buscando la salida más próxima.

Germán fue el punto de inflexión. Era agradable, la hacía reír, escuchaba con tranquilidad y no invadía su espacio.

Tras meses de calma, fue ella la que contacto pieles y labios, avanzando hasta la primera noche febril.

En el descanso tibio, ella tuvo una necesidad y preparó unas copas.

Él cayó intensamente dormido.

Cuando despertó se descubrió atado. La tenía en frente con las ropas que nunca tiró por no sentirse derrotada.

En su mano, unos alicates brillantes y fríos como instrumento quirúrgico.

Los gritos rellenaron la habitación mientras las manchas rojas decoraban su vestido blanco.

Se acercó a su oído mientras le mostraba el pulgar, todavía caliente, con esa uña negra que le había resucitado toda la claridad.

Le susurró: “Nunca debiste llevarlas”.

59 La fotografia

Aquella mañana Longina descolgó el cuadro de la pared y, cuidadosamente, desmontó la parte trasera para sacar, aunque sería más correcto decir desamortajar, la fotografía que había rescatado días después de la noche oscura, gracias a la bondad y complicidad de un hombre bueno en tiempos miserables.

Rosa aún recordaba cuando acompañó a su madre, en un estricto secreto que solo compartió con ella, a un estudio de fotografía que había en otro pueblo para que se la ampliaran.

Cuando la recogió días después, con el mismo cuidado con que la sacó, volvió a enterrarla, pero con él ya amortajado  con un traje y corbata pintados, en aquel cuadro en el que le velarían unos ciervos inmóviles en un paisaje campestre.

Y un día se acabó el silencio impune. Aquellos hombres desenterraban y honraban con una dignidad merecida unos huesos injustamente torturados por el odio irracional y revanchista de unos y olvidados y sacrificados por la impostada reconciliación de otros.

Con la foto en la mano, Rosa recorrió el trayecto desde su casa al cementerio. Sólo ella y la custodia de un secreto que ahora también desenterraba de su corazón y gritaba a los cuatro vientos.

58. Metamorfosis

Cuando la abuela coge su antigua caja de galletas de metal, sé que se sentará en la  mecedora y estará ausente un buen rato. Allí guarda sus fotografías más preciadas, aquellas en las que sale con el abuelo que no llegué a conocer. Perdiendo la noción del tiempo, se sumerge en ellas y viaja a sus años de juventud. Si vinieras a casa también lo sabrías, porque verías a la abuela en blanco y negro, como en esas imágenes. La primera vez pensamos que había enfermado, que sufría alguna dolencia afectando al color de la piel. Pero no. Pasados unos minutos, que se nos hicieron eternos, volvió de su ensimismamiento y recuperó su aspecto habitual. Nos contó, con todo lujo de detalles y la mirada radiante, que había paseado con su mozo por la plaza del pueblo engalanada para las fiestas. Y nos señaló una de sus fotos preferidas. Desde aquel día, este cambio cromático forma parte de su rutina.

Últimamente la veo tirando a gris, difuminándose con tonos claros. Ya se lo he comentado a mamá. Creo que se quiere quedar en ese mundo con su Alfonso. La voy a echar mucho de menos, aunque presiento que será feliz.

57. Trayectoria (Francisco Javier Igarreta)

Nadie hubiera esperado semejante despliegue de color de un tipo tan gris. Alcanzó pronto cierta notoriedad en la cosa pública, pero en realidad estaba bastante verde. Aunque indudablemente apuntaba maneras. Un coach afín a la causa lo introdujo en el mundo de la farándula. Consideró que le vendría bien para coger tablas. En realidad sólo sirvió para llamar la atención de la prensa rosa.

Sería largo de contar su posterior viraje hacia el rojo vintage. Sin duda fue un proceso alquímico de adaptación a las condiciones objetivas de la realidad. Curiosamente, el cauce por el que circula el dinero. Un mundo opaco cuyos oscuros entresijos le brindarían noches en blanco. Además de algún enemigo de confianza.

Un día desapareció sin dejar rastro. Sin embargo, los infatigables sabuesos de la prensa amarilla consiguieron detectar su presencia frente al azul del Caribe. Días después dos sicarios lo tendrían en el punto de mira. Fue al atardecer. Mientras paseaba pensativo por la orilla, su silueta negra ofrecía un blanco perfecto.

56. Aventura de los ejércitos

Adentrose el caballero en un extraño recinto, enlosado de blanco y negro, en el que se celebraba singular batalla. Y viendo que el ejército negro se hallaba replegado por falta de tropas, no dudó en empuñar su lanza para defenderlo:

—Ah, malandrines, presto recibiréis vuestro merecido, pues demasiados brazos sois para atacar a un soberano tan desabastecido.

Acababa de derribar con facilidad a un guerrero que sesgadamente lo acechaba, y a un caballo que lo rodeaba dando esquinados saltos —pues más parecían rígidas figuras de madera que seres semovientes—, cuando desoyó las advertencias de su escudero:

—¡Cuídese vuestra merced, que un soldado de a pie avanza a través del tablero con aviesas intenciones!

—Calla, Sancho, que más vale cobrar aquella alta torre, la que protege la retaguardia, que prestar atención a quien sin duda solo busca escabullirse, temeroso de la fuerza de mi brazo.

Mas hete aquí que el malvado Frestón, gran enemigo de nuestro héroe, justo cuando el ladino peón alcanzaba el último escaque, lo volvió alba dama de refulgente belleza, ante la cual don Quijote no tuvo más remedio que arrodillarse en señal de pleitesía.

—¡Jaque mate! —tronó el dueño de la mano que movía las blancas.

55. Melancolía

Le ruega que siga actuando un poco más: hasta que llegue la ambulancia. Pero el mimo ya no sabe qué hacer. Ha desplazado sus manos enguantadas sobre un cristal ficticio, subido y bajado lentamente escaleras invisibles, doblegado como un globo en una carcajada muda. Pero el marido sigue tirado en el suelo, mirándole con la devoción de un niño. Se apaga, le suplica la mujer. Si pudieras dedicarle unas palabras. Él siempre quiso ser como tú. La cara del mimo parece aún más pálida, algunas lágrimas blancas –quién sabe si son sinceras– caen sobre el asfalto, sus piernas de alfiler se tambalean.  Finalmente, y rompiendo por primera vez el código de honor de cualquier mimo, se arrodilla y le susurra al hombre algo al oído. Entonces, el marido se levanta, repele el polvo de sus pantalones y le ofrece a la mujer su brazo. Se alejan despacio y en silencio, recordando viejos tiempos, pensando, con tristeza, que ya no quedan mimos como los de antes.

54. ¿EN QUÉ COLORES SE ENSUEÑA?

Me acuesto pensando en ti. ¿Se piensa siempre en blanco y negro?

Intento soñarte. Soñarnos. ¿De qué colores son los sueños de la gente?

Cuando abro los ojos vuelvo a pensar en ti.

O a ensoñarte. A ensoñarnos. ¿En qué colores se ensueña?

 

Y más tarde te miro. O te observo.

Intento robar cada trozo de ti, guardar tus colores en mi memoria.

Quedármelos para mí.

Esconderte.

Que nadie lo sepa.

 

Hoy no has sido capaz de mirarme.

Sabes que no somos. No existimos. O no podemos existir.

¿Me ensueñas como yo te ensueño? ¿Tengo colores en tus sueños? ¿Me piensas en azul añil o en carmesí o también en blanco y negro?

Blanco, aquí todo es blanco. Y, sin embargo, el dolor debe de ser negro.

 

Hoy lo sabes. Lo sabemos. Se te escapa el tiempo.

Ella también lo sabe. Te ha agarrado de la mano, te ha besado.

Gracias, doctora, me ha dicho.

Gracias, Irene, me has dicho.

(El «gracias» más triste del mundo).

Y todo se ha vuelto negro.

 

Me acuesto pensando en ti.

¿Puede la muerte teñir los sueños de colores?

Así te guardo. Así te escondo.

Dentro de mí.

Sin que nadie lo sepa.

 

53. Para una niña, el primer fin del mundo de su vida

La piel de la niña es blanca y delicada. Un corderito de lana esponjosa. Pero habita en un lugar más negro que la muerte, y los tábanos la acosan hasta que logran acuchillar su carne tierna. La hacen sangrar. Duele. Duele mucho. Siente tanto pavor que solo acepta una compañía: la de su propia sombra. Juntas escarban entre residuos podridos y cucarachas. Hasta que, por fin, encuentran en el vertedero una muñeca. Cuando llega la hora del sueño,  rodea con el brazo a su nueva amiga. Se protegerán entre ambas bajo el resplandor nocturno. Pero, al igual que el sol, la luna solo es un hueco en el cielo que no sirve para nada. Y las moscas negras siguen persiguiéndola e invaden la oscuridad de la chabola con la intención de devorarla. Alguien dice: “¡Si ya es una mujer!”. Y la niña no entiende qué sucede en su cuerpo. En su vientre como bola de helado. En esa suave piel que, sin saberlo, ahora cubre la de otro corderito blanco.

52. DE CUANDO SE BLANQUEABAN LAS LETRAS (Rafa Olivares)

Ya corría la segunda mitad del siglo XIX, cuando la revista de mayor prestigio en los ambientes artísticos y culturales de la época, publicaba en sus páginas centrales la reseña de la última obra de un autor ya consagrado aunque desconocido en los círculos sociales del país. 

Firmada por el propio director, se extendía en frases laudatorias hacia el estilo sencillo y pedagógico de su novela, hacia la viril defensa de los valores morales y sociales del país, y hacia la aguda y certera descripción de las costumbres más arraigadas en la vida cotidiana de los andaluces. Terminaba el artículo proclamando que «El escritor hace con esta obra justo honor a su apellido, mereciendo ya ser considerado como Caballero insigne de las letras españolas».

En su casa de Sevilla, leía estas palabras con complacencia, pero también con cierto regusto de amargura, doña Cecilia Böhl de Faber, quien, para poder lograr la difusión de sus creaciones literarias, mostraba desde hacía años una aparente masculinidad firmando con el seudónimo de Fernán Caballero para quien, sin tan siquiera saberlo, ejercía de negra.

No recuerdo bien si la cabecera de aquella revista era Blanco y Negro.

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