Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SE ACABÓ LA FUNCIÓN

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el lema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2023 Este año, la inspiración llega de frases y lemas cuyo origen es el mundo clásico. La de este verano es la frase de Plauto "SE ACABÓ LA FUNCIÓN" Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
31 DE DICIEMBRE

Relatos

01 SIN EXISTENCIAS

Se acabó. Está cansado de asumir la responsabilidad de los demás. Que si avalan el piso de su cuñada, que si se cambian dos ruedas o las cuatro por la oferta, que en el colegio dicen que Miguel maltrata a las compañeras…

Esta mañana le ha colgado el teléfono a su mujer porque se ha puesto a chillarle y a amenazarle con las mismas tonterías de siempre. Él se ha limitado a recordarle que no puede ver al tutor del niñato por la mañana, imposible, y le ha advertido que si volvía a llamarle egoísta iba a colgar. Y eso ha hecho.

Ahora no piensa entrar en casa con ganas de exculpar nada. Sería honesto con lo que piensa. Le diría a Mabel que durante el fin de semana hablarían largo y tendido, y a Miguel que se olvide del Primavera Sound. Luego, con una cerveza fresquita, de la nevera, se relajaría viendo el baloncesto.

Pero se ha sentido confuso al encontrar el piso cerrado con llave. El silencio le ha respondido en el pasillo. Ha acelerado el paso por el distribuidor. Nadie en las habitaciones. Los armarios vacíos. El cuarto de Miguel también vacío. El salón. Vacío. El frigorífico. Vacío.

79 La Biblia (Pablo Cavero)

Balbucea en la charla con su nieto ese deseo, tan poco frecuente entre los mortales, que pidió al cielo de  perpetuar la longevidad de la saga familiar. Un tiempo de vida casi infinito. Unos días después del diluvio, el nieto sorprendido encontró al padre de su padre, a quien daba por muerto. Y celebraron juntos el milenio de su abuelo, Matu, y muchos cumpleaños más. Un hecho que no aparece en la biblia.

78. Bajo un manto de estrellas (Jesús Navarro Lahera)

A las doce en punto de la noche, como cada uno de noviembre, fue a la tumba de su amada. Apretó los dientes mientras empujaba la losa, y luego, de rodillas, alzó la tapa del ataúd y le peinó los cabellos. Con mucho cuidado, la incorporó hasta dejarla primero sentada, y después le pasó el brazo por la cintura y la levantó por completo. A continuación, los dos comenzaron a danzar entre las lápidas al son del ulular de los búhos. Los cipreses, al ser movidos por el viento, les marcaron el ritmo. Él giraba sin apartar los ojos de ella, que sonreía a la vez que ondeaba el vuelo de su falda. De pronto ambos se quedaron quietos, y con el cielo como único testigo unieron en un beso sus bocas descarnadas.

77. La pajarera

Derrocado el tirano, nos resistimos a demoler aquellos edificios de piedra maciza, construidos para la eternidad, que durante su gobierno nos aplastaban en cuanto atravesábamos sus umbrales. En las sedes de los tribunales representamos las obras de teatro prohibidas por la censura, convertimos en escuelas los cuarteles  y sembramos de champiñones las celdas de las prisiones. Del mismo modo, nos negamos a derribar la estatua del dictador que presidía la plaza Mayor y un día, sobre la gorra de plato que cubría su cabeza, vimos a una pareja de cigüeñas levantar un alto nido, cuyos huecos fueron aprovechados para criar por mochuelos, lechuzas y murciélagos. Más tarde, dos garzas construyeron su hogar sobre el brazo levantado en imperioso saludo, las lavanderas blancas aprovecharon las charreteras y los gorriones se instalaron en la empuñadura del sable. Pronto la efigie del dictador, convertida en cobijo de aves, quedó cubierta de mierda y nosotros comprendimos que solo un pueblo que no olvida el pasado puede dejar volar su futuro.

76. AL FINAL…SON COMO HIJOS

¡En el congelador hay Manolo para rato! le grito malhumorada a mi marido mientras cocino unas míseras espinacas con garbanzos.

¡Tú y tu manía de poner nombres a los animales que criamos en la granja! ¡Nos estamos volviendo vegetarianos por tu culpa!

Paso porque cuando son pequeños vivan con nosotros y les sentemos en la mesa, dándoles el biberón. Que en la adolescencia les dejes acampar libremente en el salón y que hasta veas partidos de fútbol con ellos tomando una cerveza tirados en el sofá los domingos…pero mira que te lo dije…

¡No les bautices, que luego se les coge cariño y no nos los podemos comer!

Sigo gritándole enfadada mientras me acerco a la despensa y veo los cinco congeladores que hemos comprado en los últimos tres años y pienso en Manolo…por lo menos no está sólo. Le acompañan Pepe, Luisa, Clara y los más de quince cerdos que hemos criado y alimentado para luego, en noviembre, mandarlos matar. Ni unos tristes chorizos hemos podido probar sin que el remordimiento nos acompañe. Eso sí, siempre estarán con nosotros, en nuestros arcones.

 

75. El mártir

Después de sobornar a los guardias de la prisión, el asesino entra en la celda de castigo, cierra la puerta y se detiene a observar al preso dormitar sobre su camastro. Parece un hombre inofensivo, y no el peligroso agitador que levanta el ánimo entre el pueblo con sus ideales revolucionarios. Obedeciendo las órdenes recibidas para silenciarlo, coloca las manos alrededor de su cuello, y con más facilidad de la prevista, sorprendido de que no ofrezca resistencia, como si el hombre se hubiese resignado a su destino, aprieta con sus pulgares hasta que lo estrangula.

Es entonces cuando se alarma al descubrir un aliento difuso, como una niebla intangible, que se escapa de su boca entreabierta, en el que distingue palabras incendiarias, subversivas, provocadoras, que no puede contener con la ayuda de sus manos, mientras se deslizan velozmente hacia las paredes. En un acto reflejo, saca su pistola, le quita el seguro y vacía el cargador sobre ellas, aunque ninguna bala consigue dañarlas. Muy pronto se dará cuenta de que luchar contra la herencia de un mártir siempre será una batalla perdida, y contempla, impotente, cómo las consignas del rebelde atraviesan sin dificultad los sólidos muros del calabozo.

 

74. La sonrisa del tiempo (Salvador Esteve)

No temo a la muerte, pero de mis entrañas emerge un sentimiento desolador: un terror irracional al olvido. Tengo la certeza de que cuando tu familia, tus amigos (si los hubiese), te olvidan, tu huella se desvanece y desapareces para siempre.

Oteo el horizonte y me invaden arcadas de resignación: aventureros tras la estela de un tal Colón, artistas, científicos acuñando su sello en la historia… No escucho nombres de mujer, tal vez no hemos nacido para la eternidad, quizá nuestra lucha aún no ha comenzado.

Los días se van tachando en mi calendario con el hastío de mi invisible existencia. Esposada con un anciano, amamanto a sus hijos, adorno sus fiestas, y ahora tiene el antojo de que pose para un cuadro. El afamado pintor me observa como si quisiera entender mi alma, me pide que sonría, y yo…, yo lo intento.

73. Resiliencia

Los días transcurren sin sobresaltos mientras la añoranza se le acumula en las entrañas. Cada vez le cuesta más regresar a casa por las noches, pero no puede abandonarlos a su suerte. Su familia lo necesita. No puede evitar que acudan a su memoria los momentos felices que vivieron juntos. Aunque duelan, le infunden valor para atravesar el umbral. Avanza con sigilo por el pasillo en penumbra. Habitación por habitación. Se asegura de que todo esté en orden. Si su mujer ha dejado atrás su llanto desconsolado y si sus hijos han superado los terrores nocturnos que les angustiaban desde su marcha. Todos duermen. Acaricia sus cabellos levemente y besa sus mejillas con ternura. Les echa tanto de menos que daría lo que fuera por cambiar las cosas. Pero no tiene elección. Su peor pesadilla es que puedan olvidarse de él por no permanecer a su lado. Por eso siempre se le estremece el corazón cuando comprueba que persiste su reflejo ausente en el azogue y, tras de sí, una estela de cenizas.

72. Bestseller

“Y a ti, pequeña Olga, te dejo la inmortalidad”. Esas fueron las últimas palabras del abuelo. ¡Qué faena! Los demás habían heredado cosas fáciles de encontrar: dinero, joyas, tierras… Yo, por el contrario, algo que no sabía ni para qué servía ni dónde se hallaba.
Una cosa estaba clara: ninguna inmortalidad de esas me iba a devolver a mi abuelo, pero si no quería defraudarlo, tenía que hacer lo imposible por encontrarla.
Vacié cajones, armarios y alacenas. Pregunté a la abuela, a los tíos y a mis padres. Nadie sabía dónde la guardaba.
Durante años consulté uno por uno los libros de la casa, de la biblioteca y de las librerías. Todo fue en vano.
Viajé por el mundo, crucé valles, selvas remotas y lugares inhóspitos. Entremedias aprendí de los más sabios, amé, olvidé y conviví con media humanidad… No sirvió de nada.
Un día volví a casa con las manos vacías. Lloré: había estado casi media vida buscando la herencia sin éxito, ¿cómo explicarle a mi abuelo mi fracaso? ¡Tenía tantas cosas que contarle!
Cogí una hoja en blanco, tomé aliento y escribí la primera frase de miles de páginas: «Y a ti, pequeña Olga, te dejo la inmortalidad».

71. ¿Olvidados?

–Aguantaré unos años malviviendo aquí, luego me iré de este mundo y, ¿qué quedará de mí? Nada.

–Alguien habrá en tu tierra que te recuerde.

–No formé un hogar, cada pocos meses cambiaba de ciudad.

–Mi familia pensará en mí. Aún vienen mis hijos a verme de vez en cuando. ¿Tú no tuviste críos?

–Visto así… es cierto que quizá me recuerde alguien. Estuve con diferentes mujeres y sí, hubo hijos.

–Sé que en el fondo me agradecen lo que hice por ellos. Con lo que robé pueden tirar adelante, aunque yo ahora esté en la cárcel. Pero tú no recibes visitas.

–Es que nunca he conocido a ninguno. La verdad, dudo que esos hijos sepan de mí. Sus madres no les hablarán de su padre biológico. Mi paso por sus vidas es algo que les debe generar asco y rabia. Fueron unas cuantas, sí. Y en aquella época, tras soltarme por buen comportamiento en la primera condena, tuve mucho éxito en los centros comerciales con adolescentes. Hasta que me trincaron otra vez y de vuelta al trullo.

–Creía que estabas preso por atracar un banco. –El padre de familia se alejó escupiendo a sus pies–. Ahí te pudras, canalla.

70. EL ÁTICO

Nuestro edificio está organizado por edades. Así, en el bajo habitan unos jóvenes aún púberes. En el primero, una pareja de recién casados llena las noches de fogosos jadeos. Ascendiendo encontramos a una familia con dos niños pequeños y un caniche. Encima de ellos, un matrimonio convive con su hijo adolescente quien, de cuando en cuando, propina algún que otro portazo que hace ladrar al perro que vive debajo. En el cuarto, un matrimonio a las puertas de la jubilación cuenta los días para que su hijo, cumplidos los cuarenta, se independice pronto. Estos soportan el alto volumen del televisor de la anciana de la planta quinta, que no tolera el sonotone y se despacha a gusto con la tecla del volumen de su mando a distancia, cuando ve la novela y las noticias. Yo vivo en el sexto, y más arriba, al ático, no hemos subido nunca. Acaso atisbamos los movimientos de las persianas que suben y bajan o aguzamos el oído cuando, en las noches de luna llena, ese sonido que desciende y se cuela dentro de nuestras casas, nos hiela la sangre.

69. Pedacitos (Paloma Hidalgo)

Riñones, piel, páncreas, vasos sanguíneos, puede empezar con la enumeración, pero sabe que no hace falta si ya están en esa sala sentados frente a él. La primera vez que habló con unos padres que acaban de perder a un hijo en un accidente, de esquí, no lo olvidará jamás, le faltaban las palabras, la voluntad, la energía. Ahora tiene experiencia. Se mete en su piel, y desde el respeto a su dolor, les explica que el corazón de su hija podrá llegar a enamorarse aunque habite en otro pecho, que sus córneas quizá vean esas auroras boreales que tanto dibujaba, o que sus pulmones seguirán peleándose con el polen durante muchos años. Y la mayoría se rinden ante la vida, y como él y su mujer hicieron con Lydia, optan por donar, y dejar que la muerte se lleve el menor pedacito posible.

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