Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

RAME

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta penúltima propuesta es el concepto balinés de RAME, la belleza del caos. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de NOVIEMBRE

Relatos

84. SI PUDIERA ESCRIBIR

No puedo poner voz a mis pensamientos; puedo emocionarme pero nada sale de mi garganta silenciada por el Alzheimer. A veces, ni siquiera puedo saber quién es esa que me abraza y sonríe. Mis piernas están varadas, ancladas al suelo, incapaces de estirarse del todo y dar un paso; mi cuerpo no se sujeta apenas. Y mi mente divaga y sueña con lo vivido, mientras dormito durante más horas que la noche.

Ella (no recuerdo su nombre pero siento que me quiere) sabe que me gustan el aire de la calle, los coloridos jardines y la esbeltez de los árboles del parque. Me lleva allí y yo sólo miro. Me encanta oír los gritos de los niños, sus llantos a veces, sus carreras a ninguna parte. Ellos, como yo, aún no tienen recuerdos o son muy escasos. Por eso nadie les frena en su loca carrera por la vida.

Como en una película, aparece ante mí una niña de ojos melancólicos que me besa y me llama mamá. Otras veces, he visto la misma niña llamándome abuela».

No sé quiénes son. No sé quién soy. Pero me hacen sentir feliz.

83. Desposa-dos

La señorita Virtudes era una mocita vieja muy apañada, ayudaba a vecinos necesitados, organizaba procesiones y otros actos religiosos. El cura le llamaba “la Santa”, volvía los ojos al cielo mientras recordaba como había adornado la iglesia el día del corpus, parecía el mismísimo cielo, y por cuatro pesetas.

Para ella los elogios resbalaban por su espíritu cayendo en el suelo embarrado de las relaciones sociales. Sentía que Cristo era su esposo y como tal debía imitarlo.

Pero cuando entraba en su casa se transmutaba: se desprendía de las ropas monjiles y ponía la radio en una emisora de música ligera. Luego en la sacro santa intimidad del dormitorio se unía a su otro dueño y señor. En un altarcito dispuesto sobre la cómoda destacaba una foto de un hombre maduro, capitán del ejército enemigo al que sus padres, en plena guerra, debieron acoger durante varios días. Al lado, un relicario de filigrana contenía pelillos cortos y rizados propiedad del idolatrado. La mujer alejaba de si contrariedades de ideas pecaminosas y creía que formaba parte de una trinidad, ella era la paloma.

82. Así da gusto

 

Mi abuelo tiene un brazo mocho y un violín de cuerdas hechizadas. Un violín que toca a hurtadillas y a hurtadillas lo entona en la.

Por más triste que sea la melodía, el violín y el abuelo la vuelven querencia que endulza la memoria y anima a mover el esqueleto.

 

 

81. El instante

Las aventuras de Tom Sawyer, leo con dificultad en las tapas del viejo libro. No sé bien qué decir. Yo lo que quería para mi décimo cumpleaños era una Barbie. O dinero para comprarla. O una Barbie y dinero para comprarle vestidos. De pronto, mi madre, que siempre parece que lee lo que pienso, me empuja para que le dé un beso al abuelo. Sí, ya sé que ella siempre me explica que él no sabe nada de caprichos de niña, que ya está mayor. Aunque aún es ágil para atrapar el beso que le doy en la mejilla poniendo la mano sobre él. Luego se lo lleva al corazón. Eso siempre me hace reír. Desgraciadamente, como por arte de alguna magia más caprichosa que mis propios deseos, el abuelo se difumina como niebla fugaz en mi pupila infantil; y quince densos lustros se asientan sobre mis hombros, mientras todavía sostengo el preciado libro entre las manos. 

80. Reversible

Al atardecer el anciano pasea en torno a la fuente luminosa. Hace mucho, cuando aún se permitía la circulación por la plaza, le encantaba que su padre le diese la vuelta con el coche recién estrenado mientras él y sus hermanos coreaban cada cambio de color en el agua: ¡Rojo!, ¡azul!, ¡amarillo!, ¡rosa!

Una idea le asalta de pronto. ¿Y si cambia el sentido de la marcha? ¡Rosa!, ¡amarillo!, ¡azul!, ¡rojo! Levanta la vista. El sol, en lugar de ponerse, ha ascendido en el cielo, casi imperceptiblemente. Solo es cuestión rodear la fuente una y otra vez, cada vez más deprisa, para retroceder en el tiempo y alcanzar de nuevo aquellos momentos felices  de la infancia. Pero sus pies cansados apenas consiguen alzarse del suelo y él, por más que lo intenta, no recuerda dónde ha dejado su padre aparcado el viejo Seat 600.

78. Mi corazón

Sucede algunas noches. Cuando hace mucho frío y la luna brilla en cuarto menguante. Si además nieva, es inevitable. Tan inevitable como un estornudo.

Esas noches, en cuanto se marcha, abandono la cama, cojo una manta y sigo sus pequeñas huellas, aunque deba caminar durante horas. A veces va hacia el norte, a veces hacia el sur cruzando la aldea, el río y los campos. En una ocasión se quedó muy cerca de la casa, en el establo, encaramado a una viga. No quería bajar y tuve que trepar con mucho cuidado para evitar que se asustara y cayese sobre los animales, pero normalmente no corre más peligro que el de pillar un buen resfriado.

Ayer su rastro me condujo hasta el bosque de robles centenarios. Tiritaba, con el pijama húmedo y el pelo cubierto de nieve, acurrucado contra el tronco de un árbol enorme. Su árbol. En cuya corteza aún puede distinguirse el dibujo antiguo que perfiló su navaja.

Lo envolví con la manta. Dijo algo en sueños —supongo que el nombre de ella—, pero no abrió los ojos. Me lo cargué a la espalda, lamentándome como siempre de su poco peso. Ya casi vacío. Solo latido.

77. Natsukashii

Prosperó en aquel país lejano a pesar de las barreras del idioma, clima y cultura. Era mucho lo bueno. Tenía suficiente dinero en el bolsillo para premiarse con carne de wagyu y sake de primera, pero le fue imposible recrear el umami del humilde ají dulce que sazonó su infancia.

76. Susto o muerte (fuera de concurso)

Las calabazas brillan todavía a pesar de la lluvia. Las ventanas golpean las paredes de la casa como alas de murciélago. Hay caramelos esparcidos por la tierra del jardín y bombones desvencijados que devoran las hormigas. Varias escobas vuelan desbocadas, chocan contra la fachada y arrancan las flores oxidadas que trepan por la encañizada del parterre. Babette se peina frente a un espejo que flota en el aire corrupto, pisa disfraces de esqueleto, colas de lagarto, ramas de mandrágora y el cadáver de un niño que acaba de nacer. Noviembre llega frío, como si fuera el inquilino perenne de un sarcófago. El aullido del lobo cabe en el puño de un hombre sin cabeza que medita frente a un tablero de ajedrez. La reina blanca huye sobre la grupa de un ciempiés verde y alado. Suenan las campanas en los oídos yermos de Babette, sus canas juguetean con el viento, escriben epitafios plateados en el lienzo oscuro de la noche de difuntos. Ni una sola lágrima vertida sobre la sombra de su madre. Suena el timbre, otra vez después de tantos años, y un grupo de mocosos se restriega los churretes de la cara al otro lado de la puerta.

75. Cuerpos celestes

Pensamos que hubo vida en otros lugares diferentes a la nave nodriza. Lo sabemos por los seres binarios más longevos que viven sin cometido y con fecha de caducidad. Antes de retirarse a descansar en las cápsulas de regeneración, en los minutos previos al reposo, gimotean y se deshacen en suspiros. El desgaste emocional les obliga a caer extenuados, se duermen entre sollozos. A menudo, se reúnen ateridos de frío en la escalera de la torre de vigilancia. Con la vista perdida en la lejanía, divisan espejismos y sus ojos ávidos se llenan de paisajes imaginados. Hablan de colores extintos; granate, añil, púrpura, ámbar, turquesa, albaricoque y salmón, desparramados en jirones por un cielo azul desvaído alrededor de una estrella de luz cegadora. Nos cuesta entender su relato, pero condescendientes les dejamos hacer. A veces ríen, otras les invade la melancolía, sentimientos tan ajenos a nuestras costumbres. Por deferencia y respeto a las últimas criaturas perecederas, se les permite conservar recuerdos de tiempos antiguos. Cuando nos dejen, se irán con ellos esas imágenes insólitas y turbadoras que ponen en riesgo nuestra seguridad.

74. Ñito (Miguel Ángel Moreno)

“Para ser conductor de primera, acelera, acelera…”, cantábamos a coro a papá camino de la feria. Al volante, él nos observaba a cada poco por el retrovisor. Mamá, a su lado, volvía la cabeza sonriente. Mi hermana y yo, además del gusto por las canciones de viaje, compartíamos un amigo imaginario al que bautizamos como Ñito, es decir, menos que pequeñito. A Ñito le encantaba oírnos cantar. Con “Había una vez un barquito chiquitito…” no paraba de reírse. Más deprisa, más deprisa, nos instaba.  “Un flecha en un campamento…” le alucinaba. Entre canciones, le empapamos de la feria. El bribón disfrutaba tanto como nosotros.

Ñito creció con el tiovivo, la noria, las voladoras y los coches de choque. Devoraba los algodones de azúcar y descubrió los bocadillos de gallinejas. Al cumplir yo los doce, nos adentramos juntos en la Casa del Terror. “No me ha dado miedo”, me confesó al oído. No le creí. Alucinaba con los fuegos artificiales y lloraba desconsolado en cada regreso. En su último viaje, papá se cogió un rebote al oír “Una vieja y un viejo van pa’ Albacete…” “Imaginaciones tuyas, papá”, le tranquilizamos mientras regañábamos a Ñito. Todos nos hacemos mayores.

73. Atlántico de por medio (Patricia Collazo)

No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió

 (Joaquín Sabina)

Mi hijo Juan nació en la vida que dejé en Buenos Aires cuando marché huyendo de la dictadura. En ese entonces tonteaba con el que habría sido su padre y que, de haberme quedado, se hubiera convertido en mi esposo.

Aquí, en España, tuve una niña que habla con acento gallego, aunque de vez en cuando se le cuele algún deje argentino contagiado de su mamá.

Mi hija es morena y tiene unos rizos exactos, como de anuncio de champú, que me transportan a mis vacaciones infantiles en Mar del Plata, con esa prima que se quedó del lado de la historia en el que le tocó morir defendiendo ideales.

Sé que Juan tendrá ahora casi treinta. Que será hincha fanático de Boca y adorará las pizzerías de la Avenida Corrientes. Puede que le guste la cumbia, y aborrecerá el tango, como todos los jóvenes. Hace falta tener más de cincuenta para empezar a entenderlo. Para soñar con Volver y malcriar a los nietos argentinos que Juan me dará y llevarlos al ItalPark, el parque de atracciones cerrado desde hace años, pero que abriría sus puertas para nosotros, si mi padre me cogiera de la mano una última vez.

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