Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

NEPAKARTOJAMA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta última propuesta es el concepto lituano NEPAKARTOJAMA, o ese momento irrepetible. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
Esta convocatoria finalizará el próximo
31 de DICIEMBRE

Relatos

84.La pérdida (montesinadas)

Esa misma tarde dejó de comer. Los días siguientes se le empezó a caer el pelo y apenas si se movía. Apoltronado durante horas en su lado del sofá lanzaba profundos suspiros. La apatía y la falta de interés ante cualquier estímulo se convirtió en un comportamiento habitual. Y el llanto, no olvidemos el llanto, le creaba legañas, tan consistentes, que le producían heridas cuando intentaba quitárselas.

Algunas veces, en un pico de crisis se automutilaba a mordiscos o se enfrentaba a otros más grandes con un deseo evidente de dejarse atrapar por sus mordeduras. Tomó la costumbre de restregarse el lomo dejando emplastos de pelo y sangre en las paredes.

Al anochecer, siempre a la misma hora, se quedaba inmóvil ante la puerta con la pata levantada. Le abríamos y bajaba solo y mustio. Caminaba despacio, tambaleante y se detenía en la puerta de la funeraria donde orinaba invariablemente. Luego se dirigía a la playa arrastrando la correa de la que ya nadie tiraba y sentado en la arena miraba fijo al horizonte, como si esperara que los primeros soplos de viento de alta mar le trajeran el rastro de sus cenizas.

83. Pasión de tinta y nicotina

«escribir es un acto complementario al placer de fumar»

Julio Ramón Ribeyro

 

Aprendí a fumar sobre el vientre de Nicole, sobre su niqui azul o su blusa estampada de azucenas, sobre su piel desnuda. El aliento de su voz jugueteaba con el humo que lloraban mis pulmones, enredados ambos en confidencias y presagios, en proyectos de futuro. Soñábamos a la sombra de un castillo abandonado con París o Nueva York, con locomotoras que arrastraban vagones de colores y mochilas atestadas de anhelos imposibles. Aprendí a escribir sobre su espalda de alabastro, protegidos del sol abrasivo del estío y de ojos indiscretos. Sobre sus nalgas traslúcidas tomaron cuerpo mis primeros versos, escritos con el ansia instalada en la yema de los dedos. Aquel verano fui feliz en el refugio de sus labios, asomado al paisaje de un mañana perenne junto a ella. No fue así, jamás respondió a mis cartas ni llamadas de teléfono ni volvió a aquel pueblo perdido a pasar las vacaciones. Nadie recuerda nada de ella, solo yo, algún atardecer, veo asomar su silueta en la bocanada de un Ducados o la intuyo en el impulso feraz que dicta mis poemas. A veces asoma su voz por las troneras, arriba del castillo, como el espectro abigarrado de la ausencia.

82. El malo

Besar la lona, morder el polvo. Ese es mi sino desde que solo me ofrecen papeles de villano. Aquí estoy yo para aguantar los puñetazos del bueno y el desdén de la chica. Para desenfundar tarde y disparar mal. Para acabar, en fin, siempre preso, cuando no muerto. Es difícil cambiar a peor y no añorar tiempos pasados. Estar solo ante el peligro se lleva bien si eres el protagonista. Como mucho recibes un balazo sin trascendencia o unos golpes en la cara, y puede que después, con el brazo en cabestrillo y el mentón rasguñado, hasta resultes más atractivo. Pero si eres el malo da igual que te acompañen las fuerzas del averno al completo, que llevas todas las de perder, y a menudo del modo menos estético.

Me entristece, además, esta obligada conducta mía. Sufro de infundados remordimientos. Ahora, por ejemplo, acabo de matar a un hombre honesto delante de sus hijos, y sé perfectamente que sus caras de espanto me han de asaltar en sueños. Aunque confieso que lo que más me angustia en este momento no es eso, sino la certeza de que el sheriff no tardará en alcanzarme huyendo sobre este caballo tan lento.

81. EL CANDIDATO

La música sonaba estridente y cacofónica en el salón de baile: ¡Follow de leader, leader, leader. Follow de leader! Y el candidato, en mitad de la pista, miraba extasiado a la orquesta sin que nadie le hiciese caso.

Alguien se acercó y le dio una pala y un espontáneo le hizo una foto. Todos aplaudieron.

-¡Follow de leader, leader, leader. Follow de leader!

Aturdido, comprendió que tras la noche todo habría cambiado y añoró su vida entera. Quiso abandonarlo todo, entonces aquella mujer de ojos claros le mostró su futuro con un beso y no supo resistirse a la promesa. Pero el instante fue efímero y una sombra de tristeza inevitable asomó en sus ojos. La fiesta no parecía ir con él.

Incansable, el cantante de la orquesta continuaba gritando: ¡Follow de leader, leader, leader. Follow de leader! Y la gente del pueblo reía, bebía y bailaba. Los brazos subían y bajaban siguiendo el ritmo. Los más jóvenes daban saltos y el candidato creyó estar, por un tiempo, menos solo.

Entonces se escuchó: -¡Cambiemos!

Y todos a la vez buscaron un nuevo centro sobre el que girar y girar.

-¡Otra vez. Follow de leader, leader, leader. Follow de leader!

80. Como la lluvia a la tristeza (Mar Horno)

El día que llovió del revés no se pudo salir de casa bajo ningún concepto. Ni tan siquiera para comprar imprescindibles horquillas del pelo. No sirvieron los paraguas estampados, tampoco los negros. Era una lluvia sucia que subía del asfalto, de los vertederos y desguaces de la ciudad. Si te cogía al descubierto era muy desagradable, se te metía por las perneras de los pantalones, por debajo de la falda o  por la agujeros de la nariz. Solo fue útil para limpiar los bajos de los coches. Al contrario de lo que pudiera pensarse, no cambió la polaridad del ánimo y ese día también fue triste. Se derramaron por las ventanas entreabiertas el sonido de canciones nostálgicas, olor a café recalentado, conversaciones con el espejo, poesías leídas a media voz o el llanto de amoríos imberbes. Los corazones se dieron la vuelta y gotearon las penas una detrás de otra buscando las alcantarillas del cielo donde los habitantes del reverso tuvieron un sirimiri agridulce que les arruinó el gozo  de ver caer la lluvia derecha por primera vez.

79. Recipientes efímeros

No es la playa de mi infancia, pero se le parece, pensaba con frecuencia Adela, contemplándola desde el embarcadero entre las nieblas de sus ojos. Normalmente les llevaban por la mañana, para que el sol invernal calentara sus viejos huesos, aparcados mirando al horizonte con las mantas sobre las rodillas inútiles. Adela solía rellenar la playa, vacía a esas horas, con sus recuerdos. Pero esa mañana no fue necesario: vio decenas de niños haciendo castillos de arena, construyendo piscinas privadas con pequeños diques y volando cometas de brillantes colores. De repente, una niña de cabellos rizados se giró y le hizo un gesto de llamada. Adela, sorprendida, se señaló con un dedo tembloroso. La niña asintió, apremiante. Adela se levantó apoyando ambas manos en los reposabrazos de la silla de ruedas y bajó la escalinata. Sintió la arena, todavía fresca, bajo sus pies desnudos y corrió con la niña a saltar olas a la orilla.
Cuando llegó la hora de volver, subió la escalinata y sostuvo con incredulidad la mano del cuerpo que había habitado hasta poco antes, contemplando la triste sonrisa del que fuera su rostro, mientras las cuidadoras le cerraban los ojos sin vida.

78. El secreto (Jerónimo Hernández de Castro)

Se aproxima la fecha de su aniversario. Aunque ya no puedan salir a celebrarlo, la anciana pareja se arreglará con esmero, para disfrutar de nuevo su menú ritual de platos favoritos.

Ella repetirá emocionada el relato de su primera cita a ciegas. Cómo, por supuesto, tuvo que tomar la iniciativa y se presentó en la cafetería con su vestido rojo de lunares, un libro de poemas y el sombrero de paja.

Él asentirá sonriente cada detalle de la historia, que su amada conoce casi por completo. Se morderá los labios para no revelar el detalle que le oculta hace décadas, respirando aliviado porque siga convencida de que la idea de cenar en otro sitio se le ocurriera a ella.

Como todos los años se sentirá triste y miserable unos instantes, por no confesarle que aquella noche en una mesa cercana, otro chico con camisa verde, gafas plateadas y una rosa en la mano también la esperaba.

77. La Vieja Casona

 

Todavía olía a guisos de la abuela y mi cabeza, acompasando el ritmo del viejo reloj de péndulo que colgaba en la pared, se movía; mientras mi tía canturreaba coplas trajinando en las faenas de la casa.
Los años hicieron estragos. El silencio se apoderó del interior y, como una sombra oscura, ocupaba rincones de telarañas dejando huellas misteriosas de humedad en el papel victoriano de la entrada.
Yo no quería ver la decadencia. Permanecía aferrada al pasado y a los inolvidables festejos, en los que, la familia nos sentábamos a comer, bajo el parral, en una larga mesa de madera.
La abuela solía cocinar: Ensaladilla y cordero asado, amén de dulces tradicionales. Sabores que aún bailan en mi paladar.
Todos pretendíamos que aquellas jornadas resultasen inolvidables y, para ello, nos esforzábamos en ofrecer nuestros mejores humores.
Lamentablemente, la Casona se cerró. No fui capaz de volver a pasar por delante de la puerta. Daba mil rodeos para evitar la calle. Sentía demasiado dolor.
Transité, envuelta en horas de tristeza. Me parecía imposible que la venta pudiese afectarme tanto. El cordón que nos unía seguía intacto pero… Ella tenía otro dueño y yo me sentía desamparada.

 

76 El amargo caldo de la tristeza (Juana Mª Igarreta)

Vidal nació ochomesino y en plena vendimia bajo el sol escurridizo de un atardecer de septiembre. La expulsión repentina del niño sobre un lecho improvisado de uvas negras provocó que el jugo procedente de los granos al romperse saltara por los aires, salpicando al bebé y a Rocío, su jovencísima madre. La boquita del infante se estrenó degustando unas gotas de aquel líquido violáceo a modo de inusual calostro. Rocío eligió sola el nombre; al padre de la criatura no tuvo ocasión de preguntarle, tenía otros pagos que atender.

El niño fue creciendo entre cosecha y cosecha, al compás intermitente del trabajo de una temporera. En múltiples ocasiones quiso saber de su padre. Al no hallar respuesta, una enorme tristeza enraizó en su interior, haciendo que sus ojos viajaran incansables de un vendimiador a otro en un vano intento de reconocerse en alguno de ellos.

Cuando Vidal tomó conciencia de que el silencio de su madre cimentaba el sustento de ella y el suyo propio, su tristeza derivó en amargura y, acarreando cestos rebosantes de racimos, se preguntó si su futuro no sería similar al de aquellos frutos cuyo destino inexorable acabaría pisando y exprimiendo.

75. TESOROS LÍQUIDOS (Rosalía Guerrero Jordán)

Carlitos mira ensimismado el licor favorito de su padre. Con su cuerpo ovalado, rematado por una esfera cristalina, la botella reposa adormecida entre los libros polvorientos del despacho. La luz del atardecer entra por el ventanal y le araña reflejos dorados. Le recuerda el frasco de perfume de mamá que conserva, escondido en el fondo del ropero. Ése que le adormece los sentidos cuando lo acerca a su nariz y la trae de vuelta.

Se sube a la mecedora y, como un equilibrista sin público, alcanza la botella y salta a la mullida alfombra con una pirueta circense. Abraza su tesoro y sonríe.

Justo antes de que su compungida abuela lo arrastre delante de toda esa gente triste vestida de negro, Carlitos tiene tiempo de esconder la botella debajo del escritorio.

Esa noche, cuando todos duerman, volverá a por ella. Después, en su habitación, aspirará el aroma de papá y lo esconderá junto al de mamá para tenerlos siempre a su lado.

74. Recetario para la melancolía

Mi abuelo, Don Enrique, como solían llamarlo en el pueblo que le vio nacer, dejó atrás Aracena, acompañado de su esposa, para abrir una librería en Madrid.
Cuentan que a mi abuela Soledad la consumía la nostalgia de su tierra, y él, no sabiendo cómo consolar su pesar, mandó trasladar una encina desde la antigua finca hasta el patio del nuevo domicilio, junto con un gorrino que comía las bellotas que de esta caían. Mas tan titánico trasplante no bastó, pues, en las tardes de lectura, ella seguía regando con lágrimas de añoranza las raíces del árbol con cuyos frutos engordaba el cerdo.
Quiso mi abuelo, cuando llegó San Martín, agasajar a los amigos con los torreznos provenientes del animal. Dicen que las intensas emociones que aderezaron este manjar, aliñado de llanto y versos, le confirieron un peculiar sabor, y que todo el que lo probaba se veía embargado por una inmensa tristeza y abandonaba emocionado la casa familiar. Desde aquel momento, ese lugar se convirtió  en un templo de nostalgias y del buen yantar, y tal efecto aún perdura, a lo largo de los años, en la pluma  y en el recetario de las mujeres de nuestro linaje.

73. ENTRE LAS HERIDAS Y EL MIEDO UN RAMITO DE ORQUÍDEAS (Belén Mateos)

Rebeca se viste cada noche con un oscurecido camisón, con el recuerdo de las sábanas suspendidas en su piel, con el aliento sonrosado y la mirada al techo de su imperfección.

Se inventa amantes, se imagina entre las aguas de sus brazos, en el límite insensato de la discreción, en la serenidad de sus enaguas y en el decoro de su vecindad.

Aurelio, cada día le envía flores, mensajes manuscritos en una tarjeta con aroma a orquídeas, con el membrete sellado en la saliva de una promesa y el deseo de ser correspondido tras su luto.

Ella cuelga en el tendedor sus heridas, la soledad, el ansia de un nuevo comienzo, la sangre de saberse fértil todavía, los recuerdos entre sus muslos, la savia de una nueva hombría.

Él le deja en su buzón sus miedos, sus intenciones, el calibre lacrado en la oferta de un nuevo comienzo.

Rebeca frunce el ceño, es alérgica a las orquídeas, a los nuevos inicios, a esa letra que le invita a volver a sentir la vida, a las cartas furtivas de su vecino.

Destiende la ropa, la clasifica según la humedad de sus recuerdos, después, pliega su silencio, vuelve a imaginar y tiembla.

 

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