Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

103. Del uno al otro confín

Del peine de la joven Merceditas, la criada, se desprende un pelo rubio que viaja prendido en el pliegue de su falda, durante el trayecto del tranvía con parada en la residencia del matrimonio Mendoza Cisneros de Rocaflor. En el despacho de don Olegario, el cabello sufre los forcejeos de la lujuria: se adhiere a la camisa de popelín y permanece en un punto de su pechera, presidiendo visitas de negocios. Por fin, resbala en el baldosado del “hall”. Merceditas pasa la mopa. Mofletes, el digno pequinés de la casa, se restriega en ella y en su lomo ondea una mecha. Durante la siesta, don Olegario acaricia y manosea al perrito y a Merceditas. La conduce a trompicones a la cama de matrimonio. Tras la efervescencia, ella lava las sábanas y las tiende en el jardín, donde Pedrín grita por toda la casa, viento en popa a toda vela, que hay un pelo rubio en la sábana. La señora de Mendoza Cisneros de Rocaflor, recién llegada del Casino, le dice que no se grita, que él es un pirata bueno, que debe aprender a estar calladito, y, solo por si acaso, se revisa y atusa su bello vestido de franela.

102. DEL OTRO LADO (Toribios)

Casi todas las noches se le aparecía cuando lo tangible hace equilibrios en la cuerda floja del sueño. Iba muy elegante, con un traje de chaqueta claro. Azul algunas veces, de ese transparente de las mañanas de primavera; otras blanco, con la textura algodonosa de las nubes. Su rostro era el más dulce que nadie pueda imaginar, y de sus ojos grandes emanaba el cariño más puro. En el hospicio, Juan no estaba sobrado, y la presencia de la “señora”, como la llamaba en su interior, llenaba en parte el hueco de una madre. Nunca confió a nadie su secreto, como temiendo que ella no volviera.

Cumplió la edad y salió Juan al siglo, y en medio del tráfago siguió teniendo el oasis de esa presencia. Tras mucha soledad, encontró el muchacho una mujer a la que quiso, se abrió camino y tuvo hijos. Pero siguió guardando para sí el secreto de su gozo más íntimo.

Llegó Juan a esa edad en que todo se atenúa, y la dueña secreta de su alma dejó de visitarle por un tiempo. Llegó justo para cerrar sus ojos, que miraban sin ver.

101. La revelación de Gioconda

Hay siempre una sensación de urgencia en todas las pinturas que han conseguido burlar el tiempo, las guerras, robos y desastres varios, tan solo para enriquecer la existencia de quienes se acercan al museo.
Da igual que los visitantes sean de una u otra condición, las obras estarán ahí para ellos, dispuestas a atraparlos, aguardando por el instante de seducirlos, de dejarlos absortos, sumidos en el gozo y el placer estético que produce siempre la contemplación de la belleza.
El problema surge cuando, superado el trance del deslumbramiento, algún visitante no satisfecho con lo que ha dado de sí una pintura, se transforma en su crítico. En un santiamén la desmonta, la disecciona y la destripa para sentirse erudito, explicando las motivaciones que tuvo el pintor, asegurando que la modelo era la mujer de, o la amante de, que estaba embarazada, enferma, o incluso afirmando que era un hombre, no una mujer.
En esos casos, escucho sus comentarios y ante la imposibilidad de decirles “¡no tenéis ni idea!”, los persigo con la mirada mientras esbozo mi misteriosa sonrisa.

100. 90-60-90 (Pablo Cavero)

¡Albricias! Ha sido amor a primera vista, siempre he creído en él. Varios meses de búsqueda han merecido la pena. Desde que la vi me hizo sentir muy cómodo. Tiene las medidas perfectas. Su sencillez nórdica encaja con exactitud con mis necesidades, se adapta como un guante a mis pretensiones. Soy muy afortunado. Va a terminar con mi desorden, con este caos de soltero que tanto irrita a mi madre. Desde que la traje a casa, la llevé directa al dormitorio y ahí continuamos. Compruebo sus capacidades interiores. Eso sí, con delicadeza, con mimo. Me recreo en su belleza, en su elegancia. Me quedo dormido mirándola, embobado. Y nada más despertar la contemplo abstraído. Observarla me lleva a recrear cada segundo de las respuestas, las sonrisas y la belleza de la dependienta de Ikea mientras me vendía esta cómoda. También la acogería con gusto en mi dormitorio, aunque no tenga los 90-60-90.

99. La belleza de Críspulo (Salvador Esteve)

«Asomado a la terraza del séptimo piso, por última vez leo lo que será una nota de suicido, a la vez que la carta de mis últimas voluntades».

 

A la atención de la autoridad competente que proceda al levantamiento del cadáver:

Señoría, nací feo, muy feo, mi madre hundió su mirada y jamás conocí el color de sus ojos. Mi padre repetía que no era hijo suyo, prefería pasar por cornudo antes que por progenitor del engendro. En el colegio, el bullying era mi asignatura de refuerzo. Dicen que el que tiene un amigo tiene un tesoro, yo soy pobre.

Mas soy consciente de mi estéril belleza interior y la voy a repartir. Nunca he besado a una mujer, pero mi corazón palpitará en un cuerpo enamorado y  mis corneas verán el deseo correspondido; el resto de mis órganos alimentarán sueños ajenos.

                                                                                                                                                                           Atentamente,   

                                                                                                                                                                          Críspulo

 

«Llamo a una ambulancia y me desnudo, no quiero que el forense pierda tiempo. Pego la carta con cinta adhesiva a mi tórax, suspiro, me santiguo y salto. Por el piso quinto empieza a llover y una traicionera ráfaga de viento arranca, junto a un mechón de vello, la carta que mi pecho tan ilusionado custodiaba…».

98. Fosa de amor

Un día te llaman desde las agencias municipales y te dicen que ya pasaron los diez años y debes decidir si compras otros 99 años de nicho o te sacan los restos, usted verá lo que hace, y tú les explicas que no tienes dinero, de modo que vas donde te dicen, el día que te dicen. Los operarios sacan la caja y ahí es cuando tú puedes pedir que la abran. Pídelo, verás que es como si se entreabriera una puerta que da a otra salita donde por fin volverás a verla, tan hermosa como siempre, con su occipital franco y desafiante, su cúbito de Atenea y su legendario fémur que volvió locos a tantos antes que a ti. Los operarios cáncer-veros se quedarán obnubilados de tanta belleza, ahora o nunca, harán la vista gorda y no te pedirán la moneda, incluso te sonreirán al despedirse, justo antes de volver a cerrar la caja. Os quedará el viaje al osario comunal, cuánto has tardado, no ha sido fácil, bueno, ya estamos aquí…y todas esas cosas que se dicen al reencontrarse las enamoradas muertas tan jóvenes y los que se suicidan porque no soportan la ausencia.

97. Subyugada (Juana Mª Igarreta)

Observo frente al espejo cómo las estilizadas manos de Laura, la peluquera, se mueven vertiginosas sobre mi cabeza; manejando con destreza la brocha, reparte el tinte sobre las níveas raíces de mi pelo, que tras la conjunción de química y espera volverán a lucir oscuras. Ritual al que me presto una vez al mes, en un intento ilusorio de escapar al paso del tiempo.
Laura, de figura generosa en curvas y rostro dibujado en suaves y proporcionadas facciones, es sumamente atractiva. La contemplo y rememoro la confesión que esta me hizo en una ocasión anterior. De cómo su agraciada imagen hacía en algunos hombres trocar amor en posesión, hasta el punto que tuvo que abandonar Toledo, su bonita ciudad natal, para escapar de su última relación: un apuesto comercial que, con sus esmeradas artes amatorias y seductor discurso, la tenía totalmente subyugada.

De pronto, un repartidor irrumpe en el salón de belleza y, una vez confirmados nombre y apellidos, entrega un paquete a Laura. Esta, sorprendida y deshaciéndose de los guantes, lo abre ante mis ojos.
Al hallar el precioso anillo, trabajado en fino arte damasquinado, la hermosa cara de Laura palidece por momentos.

96. La espera (Nieves Torres Alonso de la Torre)

Cada primer domingo de enero, desde hace 40 años, se sienta en el mismo banco del Retiro y estudia minuciosamente a todas las mujeres que por su edad podrían ser ella. Cada año hay menos posibilidades: podría haber rehecho su vida hace décadas en algún otro país y haberse olvidado de la cita, o incluso podría haber muerto; así y todo él la espera.

Al final de la mañana entra en el café y me cuenta, otra vez, que se llamaba Elka, que tenía 26 años y la sonrisa más bella de toda Varsovia. Me habla de amor y de planes de boda; de revueltas, de detenciones y huidas.

Después de comer algo, se aleja cabizbajo del parque mientras la vida en Madrid continúa hasta el próximo enero, ajena a su banco y a a su espera.

94. Invasiones bárbaras (Josep Maria Arnau) -Fuera de concurso-

Belleza vendida a ignorantes, piensa el vigilante mientras recuerda las larguísimas colas. Así, la magia del lugar se pierde. Está acabando su ronda alrededor del faro y le duelen los pies de tanto correr tras los escurridizos. Con el último visitante ya encarrilado hacia la salida, oye unos pasos delatores en el acantilado. Se acerca y ve al rezagado. ¡Más avisos, más valientes! Lo ha cogido infraganti, a punto de perpetrar su hazaña. Pero su mirada es demasiado fija, su sonrisa demasiado forzada. Y su trasero, apoyado en la barandilla, demasiado redondo. Justo cuando le da al botón, pierde pie y desaparece.

93. Divino humano

Tras el plácido pestañear, la nacida de la espuma del mar ha avivado las musas consagradas al ingenio; suave se han deslizado sobre los hombros de quienes pretenden sueños; en las tablas de escritura, en el silencio compuesto, en el más grácil danzar. A la isla de arrecife de coral ha arribado, malherido, un marinero, perturbando su solaz. En el costado soporta, atravesado, un arpón. Ella ha dispuesto su empeño en sanarlo con lo bello; desde el cálido regazo agasaja sus escuchas con acordes de algodón, y en el exhalar de risas, aletean tenues chispas, coloreando su faz. A su gesto, eclosiona luminiscente, la montaña de mineral; una cortina acuosa recorre la senda dorada de topacio transparente. Cómplice, el arco celeste, se engalana con diamantinos broches; y hacia el centro, la sublime dama eterna ha menguado su contorno para no rivalizar. Ya va cuajando la noche; esculpiendo en escarcha el perfil de las olas; centelleando fugaz a guirnaldas de sonrisas, que penden desde la brisa. A intervalos, él se ausenta; induciéndole ensoñaciones de brecas, nacaradas en rojo y cristal.

—¡Por todos los dioses del Olimpo —gruñó el pirata, antes de zarpar—, quién demonios podría soportar tanta belleza!

92. Yo creo

Todas las tardes pasaba embelesada frente al escaparate. Arrimaba tanto mi cara al cristal que casi me quedaba adherida a él. Tarros, frascos, albarelos de tantos colores y tamaños descansaban en las repisas. Deseaba contemplar cómo se subía el cierre. Entonces, aparecía la señora Vito. Su delantal inmaculado, una orquídea prendida a su pelo ensortijado que recordaba a un mar embravecido, y su inmensa sonrisa actuando de rompeolas, te daban la bienvenida.

Apenas llegaba al mostrador, pero con mis pies de puntillas, me alcé los centímetros suficientes para que la señora Vito, alcanzara a verme el flequillo y los ojos. Al tiempo que coloqué mi moneda sobre la madera del expositor, ella se giró con bendita candidez. Escrutó la variedad de matices que se le presentaba en los aparadores. Cogió un bote cualquiera. Solo ella, conocía lo que se albergaba dentro ¿Fe? ¿Confianza? ¿Magia? Creo.

Esperanzada salí con mi triaca, dispuesta a que mi hermana frente al espejo no buceara nunca más en su ilusoria mediocridad sino como en mis pupilas se reflejaba, como mi linda compañera de juegos. Que por fin desterrara ese leviatán interno que distorsionaba su belleza oriunda de niña porque me la estaba arrebatando.

91. Azúcar, goce y plata

Toda la belleza las tienen tus enaguas rematadas en azucarado encaje. Rumorosas se mueven tras tus pasos, desdoblando rincones. Ávida de goce lo esperas. Hurga en tus escondrijos, inunda tus humedades. Gimes de dicha.
Días más tarde, él se pierde con agitaciones en el bajo vientre. Tú sigues, desplegando pasos, almidonando enaguas y contando doblones de plata.

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