Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

103. Me llamo Esperanza (Anna López Artiaga / Relatos de Arena)

Hace dos días que papá se fue.

De día no puedo salir por culpa del calor. Desde mi ventana solo veo una extensión infinita y blanca. El cielo también es blanco y duele mirarlo. La televisión dice que la culpa es del polvo que lo cubre todo. Cuando llega la noche salgo de casa y voy hasta el pozo. Cada día tengo que echar más cuerda. Tampoco se distingue ningún color, aunque haya luna.

Papá decía que el color del campo le ponía alegre y contaba que, a veces, caía agua del cielo. Se llamaba lluvia. Cuando cesaba, el sol era como una caricia y la gente comía fruta de los árboles. No sé muy bien qué es un árbol. Ahora solo tenemos esas galletas secas que venden en el supermercado. Dicen que las hacen con los huesos de los que van cayendo. Yo no lo creo. Pero de algún sitio tienen que salir. Ya no hay granjas y los únicos animales que quedan son los perros. Pero nadie come perros. Nosotros no, al menos.

Ya hace tres días que papá se fue. Lo último que me dijo fue que me quería. Y trenzó mi pelo con una cinta verde.

102. Cosas veredes (Raquel Lozano)

Durante años de investigación, de experimentos fallidos y ensayos malogrados, por fin, con unos sencillos cambios en la botonera de un teléfono móvil antiguo, y algunas fórmulas que no desvelaré, conseguí volar hasta el interior de los libros.

Introduciendo el número de una página al azar, he podido adentrarme en la piel de innumerables protagonistas.  Por poner algunos ejemplos, diré que he divisado peces de colores indescriptibles al mando del Nautilus, he sido infiel en Vetusta y he administrado un laboratorio de alquimia en Macondo, pero desde hace meses, esos gigantes me impiden encontrar el botón de apagado; aquí, perdido en algún lugar de la Mancha, donde un tipo singular me habla de no sé qué cosas verdes.

101. Savia en las venas

—No me dejes solo esta noche—me dijo hilvanando con dificultad lo que al fin y a la postre serían sus últimas palabras.

Paul era mi amigo. Él sabía que lo idolatraba. Idolatramos al científico que elucubra fórmulas magistrales, al orador bienhablado que seduce sin despeinarse, al concursante infalible, al joven que logra vender su start-up por una cifra incontable—aunque este en menor medida—; pero ¿a Paul?

Propenso al enajenamiento, cuando fue consciente de que esa máscara de oxígeno gorjeante y la tira de goteros con destino a la vía de su mano derecha obedecían a que algo no andaba bien, me dijo: «Ralph, solo tú sabes por qué no tengo miedo». Hacía tiempo que me lo había confesado: «Tengo savia en las venas, mi sangre es verde». Paul decía que cada mañana se sentía renovado, que en sus venas corría savia que, pasara lo que pasara, le hacía rebrotar cual planta. Convicto y confeso de su extraña persuasión, apenas se esforzaba en aprender nada: ¿para qué iba a aprender? «Soy como un niño», decía. Quizá lo que yo idolatraba, o envidiaba, era esa inalcanzable ingenuidad.

Aquella noche se durmió pensando, equivocadamente, que la savia verde lo salvaría.

100. El hombre que soñó que el mar le traía una botella de vidrio verde y que dentro, no había un papel sino una estrella. Pero las sombras, ya sabe usted son así (María Rojas)

Un día de enero, de ventisca atardecida, el hombre con el rostro surcado de vejez y arropado con abrigo, bufanda, guantes y gorro, salió a la terraza a mirar el mar.
Dicen que las sombras no matan, por incorpóreas, que solo oscurecen el horizonte. Pero a este hombre, yo vi desde mi ventana como una sombra, con sentimiento tajante, lo dividió longitudinalmente en dos mitades.
Las larguras jugaron a unirse, a guardar equilibrio como danzantes en una cuerda circense. La lucha fue tenaz, hermosa, imposible.
La sombra derecha, después de ponerse y quitarse varias veces el medio abrigo, la media bufanda, el guante y el medio gorro, se volvió plomada y se lanzó terraza abajo sin apenas hacer ruido en su caída. Al pasar frente a mí, coqueta, me guiñó un ojo.
A la sombra izquierda, le salió un alón malaquita, que hizo que se elevara. La mano enguantada se convirtió en pinza de cangrejo que fue marcándome en un chisporrotear verdoso el caminar hasta llevarme a mi mar. El Pacífico.

99. La ciudad verde

Llegaron a mediodía con ojos rojos y polvosos trajes grises, antes de la temporada de lluvias, de los mosquitos y de las inundaciones. El solemne séquito inspeccionó cada rincón de aquel olvidado pueblo. Censó cada árbol, cañada y vereda. Concluida la primera parte del recorrido, nos informaron, con bombo y platillos, que en poco tiempo ese lugar de amarillos amaneceres sería tragado por la ciudad. Nos informaron, de modo superficial y apresurado, del perfecto equilibrio que tendría el cemento y la naturaleza. Enormes glorietas estarían rebozando de cientos de flores amarillas y azules, además se construirían gigantes de vidrio, los cuales reflejarían de tal forma los rayos del sol que en poco tiempo desaparecería nuestro tono verdoso de piel.  Cambiarían el color de la vieja ciudad verde. El progreso llegaría pitando humo negro de los trenes. Los árboles serían derribados, y remplazados con caminos y puentes. Algunos sonreímos procurando parecer risueños cuando nos estrecharon las manos. Entre reverencias los llevamos a comer delicias con frutos de la región. Cambiamos algunas palabras para que la celebración pareciera más divertida y brillante. El cambio de impresiones se prolongó hasta muy entrada la noche. El siguiente día amaneció como siempre, con todo el mosaico de verdes brillando al sol. Nuevos árboles habían sido plantados durante la noche. Seguramente su hojas serían verdes agrisadas, y el polvo de sus ramas sería limpiado con los primeros chubascos de la temporada.

98. En sombras (Patricia Collazo)

Ahora, cuando nos cruzamos por la calle, no me miras. Yo en cambio, te observo sin disimulo. Nada tengo que ocultar. Sigo prendado de tu mirada ofuscada. Esa que entonces podía borrarte con un beso en el cuello. Esa que ahora se ha desparramado por todo tu cuerpo. Y ya eres toda enfado. Manos crispadas, frente altiva, movimiento enérgico de brazos y piernas. Y aunque no me mires, sé que me observas. Sé que notas cómo la ropa se me va quedando más ancha, y la esperanza más angosta.

Quisiera que una mañana de esas en las que fuerzo nuestro encuentro, te detuvieras de pronto y me preguntaras cómo estoy, o me exigieras que te deje en paz, o me dieras un beso, o una buena cachetada, o me cogieras la mano para arrastrarme hasta la avenida y obligarme a esperar que el semáforo se pusiera en verde antes de cruzar. Justo lo que no hice aquel día, cuando mi sombra se desparramó sobre el paso de cebra y no supe recogerla. El día en que conseguí enfadarte tanto, como para que sigas sin hablarme.

No importa. Me basta con rozar tu sombra para saber que aún, me sigues queriendo.

97. El rito

Después de que los consejeros de la tribu decidiesen acabar con el poblado enemigo me sentí muy orgulloso cuando, pese a mi juventud, me incorporaron a la expedición. Durante largas jornadas nos abrimos paso a machetazos entre una vegetación que crece desafiante y trata de asfixiarnos, hasta que localizamos el lugar adecuado para establecer el campamento y pasar desapercibidos a los centinelas que vigilan su territorio.

La oportunidad de que nuestros guerreros se lancen a un ataque sorpresa llega poco antes de que salga el sol. Yo no puedo acompañarlos porque todavía no soy como ellos, aunque me ordenan que dibuje en mi cara y pinte en mi cuerpo los mismos símbolos que he visto trazar en los suyos mientras se estaban preparando.

Hacia el mediodía el jefe requiere mi presencia en la aldea que ya han destruido. Intuyo que este el momento, esperado desde hace tanto tiempo, de poder demostrarle que también merezco ser un hombre. Entro junto a él en la choza que me han estado reservando para que pueda cumplir con el rito. Al fondo, sollozando en silencio, se abraza la única familia que aún sobrevive a la masacre. El jefe me entrega un machete.

96. Último avión a Lisboa (Manuel Menéndez)

«Los alemanes vestían de gris y tu vestías de verde», le dije con ternura.

Ella disimuló una sonrisa. «De azul», respondió. Parpadeé confuso. «Se supone que yo vestía de azul, de verde visto ahora», añadió, mirando de soslayo a su compañero que se acercaba.

Decidí jugar fuerte: «El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos». Nunca escuché su respuesta. El hombre llegó a nuestro lado con cara furiosa. Procedí a retirarme con dignidad: «Yo me quedaré aquí hasta que el avión haya despegado». Escuché un chasquido metálico y contemplé incrédulo las esposas.

«Efectivamente», dijo aquel tipo. «Usted se queda aquí, ha bebido y está molestando al resto del pasaje».

Me reí. «Mi nacionalidad es borracho», eructé, al tiempo que me volvía hacia Ilsa, tan seductora con aquel uniforme. «Si este avión despega y no estás en él lo lamentarás», le dije.

No pude añadir más, me sacaron a empujones mientras se oían aplausos y vítores.

Al día siguiente desperté con una resaca terrible y un recuerdo confuso de haber mezclado tranquilizantes con alcohol antes de despegar. Avergonzado, salía de la comisaría, cuando un ángel vestido de guardia civil me susurró: «Presiento que este es el inicio de una hermosa amistad».

95. VERDES DONCELLAS (María Jesús Briones Arreba)

Olivia nació en un colchón de aceitunas recogidas por su madre cómo alimento de siete pequeños hijos precedentes. El padre sólo aportaba esperma a la familia.

Salada, de reflejos verdosos y tez aceitunada, Oli atraía a toda baba-oleosa de la comarca. Tanto fue lamida que terminó siendo un pringoso hueso. Una patada lo envío a las profundidades, incrustándose en la mina.

Cuenta la leyenda que allí surgió la esmeralda mejor programada para el billete dólar. Furtivamente, fue extraída por siete hermanos, enanos enfermizos de piel cetrina, y ofrecida a Blancanieves para así morder su encarnada manzana de hechizo letal.

Ecologistas en acción atribuyeron al hipnótico brillo starking, la contaminación de los cuerpos. Desde entonces, únicamente las verdes doncellas pueden ser fruto de consumo.

ESTE RELATO ESTÁ FUERA DE CONCURSO.

94. Jaque al verde

La caída del sol tiñe de tonos verdinegros la espesura que flanquea el amazonas. Desde los cuatro puntos cardinales, varias partidas de cazadores regresan al poblado con escasas piezas e idénticas noticias acerca de enormes bestias de patas redondas deambulando sobre la selva violada. Gesticulan, jadean, extienden sus brazos en un vano intento de dibujar en el aire la amplitud de la tierra removida, desarraigada de troncos y sombra. Su lenguaje sabe de sonidos, de estaciones, no de devastación; no tienen términos para describir exterminio, ni verde talado, ni lechos de inabarcable marrón; su lenguaje solo sabe de colores.

La memoria de la sabiduría erizó la piel de los ancianos cuando escucharon entre los gestos esa última palabra: marrón. El más viejo se levantó despacio y sin dejar de mirar al suelo exhaló un lamento que escarcharía la sangre y la savia bajo el dosel oscurecido: «el color del fin del mundo».

93. PETUNIAS ROJAS (Nani Canovaca)

Estoy en un bosque que en un principio es verde y unos pasos más adelante, se llena de petunias tan espesas que todo lo tapa y se convierte en un inmenso mar rojo. En la naturaleza boscosa me sentía bien, pero esta alfombra me ahoga. Me asusta estropear las flores al pisarlas, por eso necesito mis alas y salir volando de este espacio que cada vez se hace más extenso. Se agranda por los lados y sigue hacia arriba. No hay caminos ni puertas por donde salir, es como un gigantesco laberinto donde todo se cubre de esas horribles flores que me aprisionan. Ya tan solo puedo distinguir un trozo de cielo, por donde se asoma una nube juguetona, que me sonríe y me llama. Yo sé que las nubes ni sonríen, ni hablan, pero esta sí. Y quiero cogerla. Estiro mis brazos, la llamo y ella se carcajea, me guiña con un ojo de sapo. Lloro. ¡Quiero subir ─digo, ─quiero volver a casa, no puedo morir en este lugar rojizo!
No sé si estoy despierto. Sudo y creo que mi mujer me pregunta por qué grito y a qué alas me refiero.
¡Ella me abofetea y se lo agradezco!

92. CRISTALES OPACOS (J.A. Iglesias)

Un velo de maldito polvo blanco, ceñía sus cuerpos.

Alguien deambulaba, portando una figura inerte. Igualmente vestida de polvo blanco. Tan espeso, tan maldito. Vagando entre la nube de aquella atronadora sordera, que resquebrajaba la corteza terrenal cercenando vidas, como si estas muertes solo fueran aderezo para la crónica del siguiente noticiario.

Aquella ya no era su pequeña. Era el envoltorio de sus sonoras risas, de sus «te quiero», de sus «papi».

De sus pupilas sin luz de vida, como cristales opacos, dos lineas carmín del líquido vital trazaban sobre la tez nívea una tétrica máscara.

El hombre cayó bruscamente clavando sus rodillas en la polvorienta arena. Toda su turbación, pánico, terror, los llevaba ahora en sus brazos.

¿Qué niño es el siguiente que debe morir? ¿ En qué lugar? ¿Qué hombre, qué Dios se otorga ese derecho?

Muda orbe. Vemos, oímos, callamos. Adormecido nuestro reclamo. Conciencias apagadas. Misiles encendidos. No pasa nada, fingimos.

– ¡Que noticia tan horrible! Pásame la ensalada y cambia de canal que estamos cenando.

Pero el dolor de aquel hombre podría tornarse en nuestro. Pues mientras haya hombres que se crean dioses, en ningún rincón del mundo estaremos a salvo.

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