Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

89 – Repicando palmas -Calamanda Nevado-

Nos entendemos. Vamos  a nuestro antojo y  me comprende. Sabe que me gusta  llegar al  final del embarcadero, sentarme en los tablones,   asomar los pies desnudos y mover el culo. Entonces se frota contra mí, me adormilo y   al despertarme aún jadea. Después me trata como una niña; quiere  besarme,  deslizar su mano debajo de mi falda para hacerme reír, y  avisar con voz acelerada si viene alguien. Nos llevamos bien el aire.

Soñaba con una lámpara rosa y unos geranios blancos, y con cara inocente me hizo entrar en el comedor y subirme   al balcón. Ahí estaban las macetas, agigantadas por las sombras rosas de la lámpara, y el vértigo.

Cuando se levante de siesta,  al anochecer, nos divertiremos en la bahía; es su cumpleaños. Lo celebra por primera vez. No quiere que le regale,   pero  voy a darle una foto de mis pies con el  mar de suelo;  se correrá. También  le cantaré cumpleaños feliz en caló y echaremos un baile  gitano.  Dará varazos  para  escribir dentro de un corazón grande  su nombre y el  mío en mi espalda;  terminaremos tumbándonos  en  la arena.

Pasaros;   y si rebuznáis, miráis, limpiáis,  tocáis el tambor, o jadeáis; será flipante.

¡Miroooness!

88 . La dulce piel de los ahogados

Hay historias del fin del mundo que describen cómo olas de veintisiete metros tragan grandes buques y devuelven a la orilla tesoros hundidos.

Al lanzar la piedra sobre las aguas, rebotó tres veces y se hundió. Me pregunto si esas ondas que se extienden cruzadas sobre la superficie serán olas descomunales para los zapateros de agua, para las libélulas que pululan siempre entretenidas. Se superponen como una melodía líquida de caricias en la piel, dulces y sinuosas como los labios que deseé besar cuando nos divertíamos en baños compartidos. Son las mismas que un día accidental de verano nos separaron para dejar un gusto desabrido de vacío y alga. Me sorprende que algunas ondas sean tan difíciles de traspasar, tan obstinadas como esas piedras que tiras al lago, que yo devuelvo siempre y tú nunca ves.

87 . A Marte

Recuerdo tu beso húmedo en la punta de mis labios. Y recuerdo también el frescor de los pies mojados, chapoteando en el agua… No sé porqué pienso en esto justo ahora y justo aquí: a 20 días de casa y a 189 días de la estación espacial. ¿Me habré precipitado? Sé que no: si me asomo a la ventana de la nave veo un mar de oscuridad como el del estanque y me siento como en casa. Y el silencio me envuelve como un océano suave que me acaricia el corazón.

Hace tiempo que no me sentía así de bien. Contigo los silencios cada vez eran más largos, cada vez más fríos; como un orvallo de soledad y tristeza que calaba, lenta y persistentemente, hasta los huesos.

Aquí arriba sólo faltas tú aunque no creo que te eche de menos. Si eso pasa me bastará con pensar que aunque esté en marte sólo estoy a tres minutos luz (siempre luz) de ti.

86 . LA NINFA

Mientras me ahogaba, reclamado por la corriente que se encrespaba junto al molino, los acordes de la muñeira y la algarabía del campo de la fiesta seguían llegando hasta mis oídos. Tras la última bocanada pude verla, cómo se deslizaba sobre la superficie, abriéndose paso entre la bruma que había brotado a causa del calor excesivo de aquel veinticinco de julio.

Con todo el cuerpo sumergido, con los pulmones repletos de líquido y a punto de estallar, me encomendé a la yema de mis dedos para que alcanzasen la punta de sus pies, que permanecían suspendidos como único salvavidas a una cuarta escasa del agua.

No supe cómo me arrastró hasta la orilla, cuando, extenuado sobre el lodo, me despertó el croar de las ranas, lamentando no haber valorado las advertencias de mi madre respecto al peligro de bañarme solo en las aguas traicioneras del molino.

Aunque pasó el tiempo, nunca he olvidado, por eso, mientras en la aldea celebran el Santiago, yo regreso hasta el lugar en donde debí haber muerto. Lo hago por si ella aparece, para agradecerle que me salvase, y para devolverle la pulsera de tobillo que se quedó enredada entre mis dedos.

85 – Cómo me libré de mi esposa (R. L. Expósito)

—Pili, no lo hagas que ya tienes una edad —le dije—. Que te vas a dar un castañazo. —Había levantado el móvil—. Pili que te estoy grabando, ¡mira que lo cuelgo en internet!
Mi esposa bufó sonrojada, pero siguió apartando niños de la cola que subía al Tobogán Tubería del parque acuático. Deseaba tanto llevarme la contraria que llegó arriba, me dedicó una peineta y luego se lanzó, cual pirata al abordaje, sin imaginar el alboroto que causaría abajo: gente boquiabierta o riendo y ella venga pedir auxilio; los socorristas alarmados; una tropa de entendidos que discutían si tirar o empujar, también algún gracioso proponiendo que cortaran por lo sano; y los pies de mi esposa, que asomaban por el túnel de salida, unas veces quietos y otras pataleando.
—Pili, escucha, yo te quiero igual —mentí desde fuera porque parecía receptiva—, pero que sepas que has engordado en vacaciones.
Ella enmudeció. Solo cuando los bomberos la desatascaron, ya de noche, exigió salir de la piscina por su propio pie; el agua hervía a su paso y a mi lado murmuró:
—Date por divorciado.
Ahí dejé de grabar, no fuese a cambiar de opinión.

84 – VUELOS DE LA MUERTE

Venas de sódico pentotal imprecisa tortura de la puerta de par en par a estribor borroso de humanidad y recuerdos sobre el Río de la Plata rasga la garganta el aire con ocho mil pies y gritos en caída libre de viento y libertad. Liberación al fin.

83 . Recuerdos (Marta Trutxuelo)

Oía el eco del bullicio que hervía en el pueblo. Sentada frente al mar, su mente se columpiaba de recuerdo en recuerdo. Su madre, un rostro borroso, apenas reflejado en las cuentas de la pulsera que desde hace unos días ya no lucía en su tobillo. El último regalo de su padre. Sonrió amargamente; había sido el pago por su osadía, no debió acudir al festejo, no debió bailar con él. El clamor de las voces la sacó de su ensimismamiento. No tuvo tiempo para huir, como aquella noche. Entre la multitud, se abrió paso él, cabizbajo. Se acercó a ella y ofreció el contenido de su mano a la joven. Las perlas apenas eclipsaban el rostro sonriente de él ni la faz emocionada de ella al ver de nuevo engalanado su tobillo. El mejor de los regalos, el mejor de los recuerdos.

82. Secuelas

Los médicos lo achacan al accidente. Resulta que al principio estuve unos días sin notar nada de cintura para abajo, y ahora mis pies, debido seguramente a esa pausa sensitiva, parecen llegar tarde a todo. Es como si la realidad se les fuera mostrando sin previo anuncio de la mente, haciéndolos vivir en continuo desconcierto, sin acabar de entender una situación cuando ya están en otra distinta. De manera que el simple hecho de quitarme los calcetines, con la consiguiente alteración ambiental que eso implica, les pilla por sorpresa. Ni te cuento ya si los meto en el agua, camino sobre piedras o los hundo en la arena. Admito que hay algo de inocencia en su extrañeza, de infantil en su asombro, que me conmueve, y que por ese motivo les suelo prestar más atención de la que debiera. Mi afán por anticipar obstáculos y prevenirles cambios es tan desmedido que a veces me veo hasta dos pasos por delante de ellos. Es solo entonces que tomo conciencia de mi propio desamparo, sintiendo por momentos tal espanto que mis rodillas empiezan a temblar. Confundidas. Y comprendo que he vuelto a olvidarme de ellas.

80. SOLO VEINTICINCO PALABRAS (Javier Puchades)

El doctor realiza la autopsia a los cadáveres que le ha llevado Manuel. Mientras tanto, él permanece en un rincón de la sala. Sentado en el suelo intenta escribir una carta, pero casi no puede plasmar ni una letra. Sus manos se encuentran ateridas de frío, ya que apenas están cubiertas por unos zarrapastrosos guantes que le arrancó a un compañero, que por desgracia ya no los necesitará más.

Como cada mes, comienza la misiva de la misma manera: “María, te quiero. Estas letras y contemplar tu ajada fotografía son mi única compañía. Solo me mantiene con vida pensar que puedas leerme. Añoro ver balancearse tus pies sobre…”. Entonces, como siempre, detiene su escritura y empieza a contar palabras: “Una, dos, tres… veinticuatro y veinticinco.” Sabe que está prohibido excederse de esa cantidad si quiere que llegue a su destino.

Cuando el médico termina de desmembrar los cuerpos y, mientras realiza las últimas anotaciones en su libreta, le dice a Manuel: “¡Imbécil! ¡Español de mierda! Recoge todo y deshazte de esta basura. Y cuando termines, al salir, cierra bien la puerta del pabellón. No soporto los sollozos, ni el olor a carne quemada de esos judíos.”

79. Reloj de arena (Blanca Oteiza)

La arena va cayendo grano a grano vaciando mi alma, limpiando mis pies, borrando las huellas del tiempo. Me ahogo en el agua infinita de las lágrimas. Como un náufrago busco una orilla donde amarrar mi vida que se tambalea entre ruinas de un amor que ya se ha ido. Los sueños me despiertan en mitad de la noche mostrando tu rostro. Ríes y corres mirando hacia atrás. Quiero perseguirte, pero mis pies no pueden andar, cuelgan sobre el vacío oscuro de tus ojos.
Sentado sobre la azotea cuento las nubes que adornan el cielo. Quisiera ser valiente y saltar. Tenerte entre mis brazos de nuevo. Poder besarte y acariciarte el pelo mientras te quedas dormida. Quisiera decirte tantas cosas que no pude expresarte cuando compartíamos días enteros. El calendario ha quedado quebrado entre semanas mezcladas de nostalgia.
El aire despeja mis pensamientos mientras miro al horizonte escondido entre edificios. La distancia se antoja corta si miro hacia abajo. Quisiera ser valiente y salir corriendo detrás de mis sueños. Esta noche cuando me despierte llamaré a tu puerta y te contaré los trozos en los que se partió mi corazón el día que te fuiste. Quiero decirte que te quiero.

78. Un curioso tratado del siglo XVIII sobre la importancia de los pies (Carlos Sánchez)

Del “Tratado sobre la importancia de los pies, uso debido y cuidado esmerado”, escrito hacia 1732 por el dominico fray Manuel Blany, no se conserva ejemplar alguno. Sin embargo, tenemos noticia de su existencia gracias a una carta que el Marqués de Picos remitió al dominico agradeciéndole su dedicatoria.

El noble alaba algunas de las frases del texto. Considera un laudable acierto que fray Manuel defina los pies como “la base sobre la que se asientan la dos columnas que sostienen el cuerpo, templo del alma”. Entiende de gran provecho que “así como la imaginación tiene alas, los pies pueden llevarnos allá donde queramos, incluso a La Liébana”; y la advertencia de que “hay que ser cuidadoso para no transitar por caminos tenebrosos que lleven a la perdición”.

El dominico resalta que “los pies pueden ser motivo de alegría al  rozarles suavemente con una pluma de ganso o de otra ave”. Según advierte, “nunca deben ser arrastrados, sino ligeramente alzados al caminar”, ello “evitará tropiezos y caídas”, pero en tal caso “son los benefactores pies los que nos ayudan a erguirnos de nuevo”. Algunos estudiosos, no todos, opinan que de ahí proviene la maternal conminación: ¡no arrastres los pies!

77. La tregua de la nostalgia

Mirando al infinito, escucha las palabras varadas que le dejó un marinero en la orilla de sus desvelos. A pesar de que el recuerdo de su Neptuno se va gastando con el paso de los días, lo sigue esperando sentada en el muelle. Los años se han deslizado por su cuerpo sin la costumbre de mirarse a un espejo, y se sorprende al ver sus arrugas reflejadas en el agua. Aún no sabe lo caprichoso que puede ser el destino, mientras respira los trozos de brisa que le quedan al atardecer. Antes de volver al andamiaje de su rutina, en el horizonte atisba, asomado a la proa de un bote descascarillado, a su príncipe azul con una sonrisa casi imperceptible, como dibujada con un lápiz sin punta. En las manos le trae unos zapatos de cristal y en el pecho, atadas por el salitre del mar, cada una de las promesas que le hizo.

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