Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

102. POLVO ERES

El deán de la catedral tuvo que acatar las órdenes que legitimaban la última voluntad del conde, quien ya sentía cercana la muerte: adornar con su fortuna y su orgullo una capilla próxima al altar, donde iba a ser enterrado.

Con esa aflicción que le provocaba contemplar la eterna vanidad de los hombres, el canónigo asistió cada día a aquella obra, que empezó a compararse con cualquiera de las siete maravillas del mundo antiguo. El noble, como donante de una reforma tan suntuosa, había hecho grabar con letras grandes y profundas su nombre sobre su mortaja, una lápida de granito que destacaba en el suelo de la capilla. Y exigió que nunca fuese removida de aquel lugar. Así quería ser recordado por los siglos de los siglos.

Cumplido su tiempo, cuando el conde ocupó la sepultura, el deán ordenó cerrar la verja de la capilla, pero permitió un único acceso que pasaba por encima de la tumba. La constancia de la fe hizo el resto. Durante años, miles y miles de peregrinos y fieles, y de turistas más adelante, fueron desgastando con las huellas de su devoción y de sus pies aquel nombre, hoy ya convertido en polvo. En nada.

 

101. Turno de noche (Juancho)

Un rumor de muertos recorre el cementerio; más allá de la medianoche; cuando el guarda, sentado en la garita de entrada, empieza a dar las primeras cabezadas. De un manto de calígine fluyen verbos y pronombres, adverbios y conjunciones, adjetivos de todos los colores. Espectros todos en tenue movimiento. Charlas de corrala. Verborrea de patio de vecino. Cháchara entre tumbas:
—No pido más, quiero ser un buen recuerdo alguna vez.
—Tú estás en el paraíso y yo también.
—Anduve borracho muchos años, después morí.
—RIP, RIP, ¡Hurra!
—Les dije que estaba enfermo.
—Ya me parecía a mí que ese médico no valía mucho.
—Aquí yace Molière, rey de los actores, ahora hace de muerto y lo hace bastante bien.
—La verdad, no me parece nada del otro mundo.
—Siempre decía que los pies le estaban matando, pero nadie le creía.
—Disculpe que no me levante señora.
—No sé qué hago aquí.
—¡Dejadme en paz!
—…
Con los primeros rayos de sol un soplo recupera los lamentos, los envuelve y, como gotas de rocío, uno a uno los reintegra a la impávida quietud del mármol. Canta el gallo y se abren los ojos del vigía. Otra noche tranquila. Resucita un día nuevo.

100. El juego (Anna Lopez / Relatos de Arena)

Aquí fuera está el mundo y, tarde o temprano, tendrás que volver. Aquí están tus amigos y tu familia. No deberías estar separado de tu familia. Sé que estás enfadado, que ya no quieres ser mi amigo y por eso no me haces caso, pero mamá está muy triste y yo no puedo hacer  nada para consolarla.

Venimos a verte todos los domingos, te traemos cosas, y tú… tú no haces nada, no dices nada, ni siquiera juegas con el trompo que te regalé, aquel que tanto te gustaba. Y mamá llora.

Si regresas, ella sonreirá de nuevo y ya no me mirará desde sus ojos nublados de duda. Le he dicho mil veces que solo jugábamos, que tú quisiste probar primero, pero… creo que ya no me quiere. Siempre fuiste su preferido, su niñito, su pequeño. Por eso, hoy he venido solo; conozco el camino y no me dan miedo los muertos. Mira, he traído la pistola de papá, como aquel día. Por favor, vuelve a casa. Mamá se va a poner muy contenta.

Y yo… yo voy a ser su amado hijo.

99. LA DISCRECIÓN DE SERGIO (Ignacio J. Borraz)

A Sergio, soltero sin compromiso conocido, a los treinta y cinco años y con una buena carrera iniciada en la industria electrónica, nadie le entendió cuando quiso hacerse vigilante del cementerio del pueblo. Amigos y conocidos le disculparon esa excentricidad después de media vida de comportamiento sin estridencias y aceptaron sus breves explicaciones acerca de un trabajo más tranquilo y alejado de presiones.

Tuvieron que pasar casi treinta y cinco años más para que, tras su muerte, los más cercanos pudieran atar cabos fruto del lugar fortuito en que lo encontraron: lívido y acurrucado, con una rosa escapándose de sus dedos entreabiertos, junto a la tumba de Julia Soler.

Cobraron entonces sentido los recuerdos puestos en común: los años sentados juntos en el colegio, la misma carrera universitaria emprendida, cómo Sergio siempre tenía palabras bonitas para ella y, el motivo que despejó todas las dudas, aquella decisión excéntrica tomada pocas semanas después de la muerte de Julia en el accidente de coche.

Despidieron a Sergio con tristeza y silencios lacrimosos, en un nicho contiguo al de ella, y buscaron un epitafio que describiera ese amor que ocultó a todos hasta su mismo final: “Siempre al lado de Julia”.

98. «Maldito seas (…)» (Asunción Buendía)

     

     Asistía al entierro de una anciana vecina de mi madre. Curiosa iba leyendo la letanía de epitafios de las tumbas, casi todos iguales, impersonales o empalagosos.

Muy cerca, en la siguiente sepultura, rezaba uno que llamó mi atención.

“Maldito seas …”

Algo en él indica que falta una tercera palabra. Intrigada me separo un poco de mi comitiva para verlo más de cerca, pero me detengo porque hay una mujer en la lápida. Como si mi mirada le hubiera tocado en el hombro, se vuelve y me contempla. Avergonzada dibujo un lo siento con mis labios. Me mira desde unos ojos asombrosamente vivos y jóvenes, en contraste con un rostro arrugado. Asiente con la cabeza y extiende la mano para repasar con un dedo tembloroso y artrítico, el contorno de las palabras: maldito seas… y la tercera antes borrada y ahora tan nítida como las anteriores “amor”. Me recorre un estremecimiento, creo comprender la dimensión de la leyenda, toda la pasión del amor y el dolor de una vida de ausencia, caben en esas tres palabras.

Con emoción contenida vuelvo los ojos hacia ella, comprobando que ha desaparecido, igual que la tercera palabra.

Entonces, aturdida, reparo en la fecha: 1815.

97. Tres asuntos resueltos. Rosy Val

A mí se me mueren todos. Por eso, los cementerios con sus sepulcros, epitafios y toda esa parafernalia, no me interesan nada. Prefiero que sea el azar quien se ocupe… ¡bastante hago con aguantarlos mientras viven!

Con el primero; el cielo me lo puso en bandeja. Qué oportuna aquella tromba de agua que lo anegó todo provocando una riada que pasaba, justo, por mi casa. ¡Si hasta arrastraba contenedores y coches! Solo tuve que dejarle en el primer escalón.

Con el segundo fue pan comido. Estábamos disfrutando de un safari cuando nos visitaron unas malas fiebres. Los leones, que lo fisgonean todo, estuvieron varios días merodeando. Finalmente entraron en nuestra tienda, ¡qué suerte la mía poder intuirlo, todo, desde el jeep!

Y con el último; coser y cantar. Lo introduje en el maletero y aparqué el auto en mi calle. Dormía a pierna suelta soñando que algún ladrón de coches o un rayo despistado me resolviera el asunto… cuando un estruendo me despertó. Al asomarme por la ventana: vi gente alborotada corriendo de un lado para otro, policías, coches aparcados calcinándose. No reparé en los destrozos ni si había víctimas, solamente una traviesa sonrisa se posó en mis labios…

96. Llueve (Izaskun Albéniz)

Cae bulliciosa y se arroja contra la piel cuarteada de los cipreses. La lluvia, ajena a la seriedad del lugar, juguetea y comienza a cercar a un anciano que encuentra en su particular travesía por el camposanto. Hilvana con gotas alargadas su americana y se estrella contra el suelo cuajando de lentejuelas negras la superficie varonil de sus zapatos, pero él permanece indiferente a sus provocaciones.
Enfurecida, ella azota su espalda antes de alejarse por el callejón estrecho, aunque unos segundos después se detiene, reflexiona y vuelve sobre sus pasos. Observa el perfil afligido del hombre y las manos que atesoran un colgante con un rostro casi desdibujado. El mismo contorno que refleja la losa a la que él fija obstinado su mirada ausente.
De pronto ella entiende. Se conmueve y despliega toda su dulzura mientras le acaricia el pelo fijándolo al cráneo en un gesto tierno. Escampa. Una gota se desliza por la mejilla del hombre y rodea el hoyuelo rotundo de su mentón. En un último aliento, ella se filtra bajo la ropa y traspasa su piel; apenas una chispa mojada que, en un esfuerzo definitivo, abona el terruño quebrado de su corazón.

95. El efecto Foehn ( María José Escudero)

Dicen que aquel día el paisaje se acercó despacio a su ventana, y que el viento Sur, cálido y desmesurado, removió con insistencia las cortinas de su cuarto. Dicen que, al descifrar el mensaje, una sonrisa se dibujó en su cara y, vestida de blanco riguroso, salió a la calle con la mirada lejana y el paso vacilante. Luego compró un ramo de rosas amarillas en un quiosco de Alexanderplatz y caminó hasta al cementerio sin más compañía que su tristeza y unos pasos mansos que la seguían de cerca.

Dicen que después avanzó sin prisa por el rincón de los poetas sin nombre ni epitafio, que acarició con sus dedos perezosos el mármol helado de las tumbas grises, que colocó las flores sobre la lápida del hijo que sólo vivió un día y que, cuando la oscuridad comenzó a colarse entre las ramas erguidas de los árboles altos, se recostó sobre un manto de hojarasca, y se alejó de sí misma para siempre.

Dicen que entonces cayeron una a una las piedras del inmenso muro que avergonzaba al mundo, y que el llanto lastimoso de su perro guía se escuchó en todo Berlín, pero ya fue imposible regresarla.

94. El menú de cada día

Inés enterró a su marido hace dos meses en “La Colina de los Huesos”, el cementerio del pueblo. Un lugar tan deshabitado que se pueden contar más muertos que habitantes.

A Pascual lo que más le gustaba del mundo era comer, y cada día al interrumpir la faena en el campo y sentarse a la mesa, siempre le hacía la misma pregunta a su mujer:
-¿Inés,qué hay para comer?

Ella echaba tanto de menos oír aquella pregunta desde que la había dejado sola al frente de la hacienda, que cada mediodía alcanzaba el rincón donde estaba incrustada su lápida y con un pincel untado en la salsa de tomate casero cincelaba en la piedra el menú que había cocinado para ese día.

93. Ya Pasará…

Edelmiro y Sisenanda tenían una mala racha. Él lo repetía sin cesar: una mala racha. Lo que quedaba de cosecha se arruinó en un aguacero y un mal granizo remató la faena, una epidemia se llevó las pocas cabras que pacían en el establo y un pequeño incendio en casa convirtió en cenizas la despensa y buena parte de sus recuerdos.

No te apures Edelmiro, ya pasará, le decía ella. Y él, con su acuosa mirada de tristeza, abría la boca para decir algo, pero siempre se arrepentía en el último momento y callaba. Edelmiro miraba al cielo en busca de respuestas mientras su hacha surcaba el aire en una melodía de acero y madera. Mañana pasará…

Aquella madrugada las silenciosas calles de pizarra volvieron a escuchar el eco de las pisadas de la Compaña que regresaba del paseo de los cipreses con su botín de almas. A su paso la niebla, que envolvía el camino, sólo se resquebrajaba por un viento que hacía aullar las carcomidas ventanas y que cabalgaba por las techumbres caídas, lastimaba las rejas del cementerio y se paraba para hacer una reverencia ante una cruz de madera ensangrentada y su tallado epitafio: “Por fin pasó»

92. El descanso

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91. SOLUCIONADO

Remedios sentada de luto riguroso encima de la lápida que cubre el féretro de su marido va leyendo  una y otra vez el epitafio que con tanto interés meses atrás le había encargado: ME VOY PERO ESTA VEZ NO VOLVERÉ”.

Entre dientes rumia un monólogo que aligera aquella situación:

—Claro que no volverás cobarde, yo me encargue de que “solo “vieran tus huellas sobre el vaso con el resto del cianuro, el suicidio fue el veredicto de la policía, tus problemas con el alcohol y el asco por la vida corroboraron esa sentencia.

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