Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
0
6
horas
0
7
minutos
5
9
Segundos
0
8
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

65. DESALMADOS (Eduardo Iáñez)

Las radios digitales son aparatos sin alma, como todo el mundo sabe. Es difícil sustraerse a la tentación de su limpieza de sonido, de su ausencia de interferencias, de su precisión en la sintonía automática. Pero yo aún resisto, dándole vueltas y vueltas, en un sentido y en otro, a la rueda de la frecuencia analógica de mi transistor. Allí, en esa imprecisa frontera entre la nostalgia y los clásicos, los espíritus me hablan. En esa tierra de nadie ocupada por ruidos indeseables, he escuchado a Reed reclamar a Bowie entre los suyos, a Joplin prevenir a Winehouse cuando cumplió los veintisiete, a Elvis comunicar sus cambios de paradero. Y todo lo he escrito con mi letra apretada en este cuadernillo, que los demonios blancos buscan en balde mientras me paseo por el jardín con mi radio encendida. Ellos se han empeñado en cambiármela por otra, digital. No tienen alma.

64. LA GRAN OPORTUNIDAD

Su afición por el vino lo había convertido en un indigente. Solo conservaba un viejo violín con el que cada día tocaba su sonata número uno —Martina— que había compuesto años atrás.

Se despertaba cada mañana con Radio Clásica para escuchar el programa «Sinfonía de la mañana», en el que contaban la vida y anécdotas de compositores de todos los tiempos.

Un día notó que el presentador, en vez de hablar en tercera persona, se dirigía a él de forma imperiosa: “Llevas años tocando tu sonata, ya es hora de que se conozca, te espero en media hora en la emisora”.

No lo dudó, se levantó, se vistió y salió corriendo, mientras sus compañeros del albergue se reían de él y escondían el casete en que habían grabado el mensaje.

Al llegar a la emisora, fue tal su insistencia que consiguió entrar y que le permitieran interpretar su sonata. El director le programa quedó tan impresionado que le prometió que, de forma excepcional, la utilizaría como sintonía del próximo programa.

Al día siguiente, a las ocho en punto, mientras sus amigos del albergue escuchaban la radio asombrados, él dormía con una sonrisa y un lento movimiento de su mano derecha.

63. DULCE SINTONÍA

“Seguidamente, el Adagio de Albinoni, interpretado por…”

– ¡Ernestito, quita eso! Ya sabes lo que le pasó al yayo.

Los ojos de la abuela se cierran ante el nostálgico encanto de la música, ensuciado de golpe por el rugido de la batidora. Con inusitada habilidad, Ernestito sube el volumen y sintoniza las noticias:

“Las autoridades advierten que el entramado eléctrico se está viendo afectado por emisiones de baja frecuencia…”

Ante el chillido de mamá, el nene decide llevarse su juguete al salón. Allí papá está viendo Jurassic Park, pero él opta por la radionovela:

“Ese viejo no romperá nuestro amor, Diana María, ojalá fuera devorado por un monstruo…”

El despiadado T-Rex se dispone a salir de la pantalla. Ernesto sabe que no hay que asustarse de las televisiones 3-d, pero prefiere no ver sufrir a su padre, así que regresa a la habitación.

Tumbado sobre su colcha de Mickey, posa la radio sobre su pecho y acaricia lentamente la rueda del dial. Es una sensación placentera, casi adictiva, percibir como las ondas hertzianas van sincronizándose con sus propios latidos. Y sonríe. Al lado yace el cadáver de su hermana.

La casa ha quedado en silencio.

Ellos no comprendían nada.

62. Aun así, no pude parar

A la misma hora, el mismo lugar: El momento de la radionovela mirando tras mi ventana hacia la suya.

Yo la adoraba como la arena de la playa venera el final de la olas que la acarician o como el horizonte espera el crepúsculo para recuperar al sol, pero lo único que tenía era observar sus manos, que se me antojaban como pájaros revoloteando, radiando para su madre.

La imitaba mientras oía en mi transistor lo mismo que ella, y así aprendí el lenguaje que nos entrelazaba.

Al tiempo, supe que abandonaba el pueblo y que le dolería, entre otras cosas, dejar a la señora Julia sin sus momentos. Así que me ofrecí para ocupar su lugar como quién aparece desde una sombra iluminada. Su sonrisa y el roce en mi mejilla fueron un regalo al que el tiempo acabaría por dar su valor.

Ella marchó y yo comencé mi tarea hasta que esos cansados guionistas me parecieron insufribles y opté por sustituirlos inventándome día a día la historia que hubiera querido tener con su hija, sin enchufar ni siquiera la radio.

Siempre temí que le comentara algo, pero nunca lo supe. Y luego nació aquel asqueroso día.

 

61. Romántica Calamanda Nevado

Esa misma tarde volviste a pedirme matrimonio, mis padres estaban en el cine. Me besaste largamente en el portal. Los acordes de una canción surgían del corredor. No dejaba de preguntarme si estaba preparada, y qué vestido ponerme: corto o de novia clásica.
Te fuiste. Me senté en el butacón a escuchar música buscando estrellas por la ventana con los ojos cerrados. Cuando los abrí quedé patidifusa, sin saber que decir. Los instrumentos de la orquesta salían de la radio interpretando deliciosas baladas. Trompetas, saxos, acordeones y violines flotaban alrededor de los techos, junto a sus notas, las rosas que me regalaste, y yo. Las lámparas encendidas a nuestro paso ofrecían una gran fiesta.
Entre tanto el apartamento se inundaba de muebles modernos, los nuestros los evacuaba un rayo de luna. Los marcos dorados de nuestras fotos de graduación se inclinaron hasta derramarnos suavemente en el suelo. Comenzamos a danzar y yo a soñar.
-¿Aventuraran una relación luminosa? Te pregunté desbordada. Callaste. Necesité sentarme. No sé si fue mareo, tu forma de bailar, tu colonia, o asomarme a tu realidad.
Después decidí llamarte y no llorar cuando anulé nuestro compromiso. Era un gran día y puse de nuevo la radio.

60. Querida Elena Francis

 

Cierro los ojos y puedo oír la empalagosa sintonía que anunciaba tu consultorio. Eras mi cita ineludible, jamás tuviste una oyente tan fiel como yo. Fuiste mi amiga y mi confidente; pero, también, mi juez, mi censora y mi represora.

Siguiendo tus consejos maternales; permanecí virgen durante mi noviazgo.

Una vez casada, de tu voz aprendí lo que es la resignación. Si mi marido “se ponía nervioso” y me pegaba; todo lo más, me marchaba a casa de mi madre, descartado denunciarle. Si bebía, paciencia. Si me ponía los cuernos, hacer la vista gorda. Si me contagiaba una enfermedad venérea, perdonarlo. Había que sacrificarse por los hijos, esperar que cambiase. Debía anularme en la soledad de la casa, sepultarme en tareas domésticas, brindarme en holocausto en el altar de la abnegación.

Dios, con la ayuda de la cirrosis, se llevó a mi esposo. Un viaje a Benidorm con el INSERSO me enseñó, demasiado tarde, todo lo que me había perdido de vivir.

Entre canciones dedicadas, recetas de cocina, consejos de belleza y cartas desgarradoras; tu programa radiofónico fue una escuela de sumisión. Mi generación fue víctima de tu lavado de cerebro.

Querida Elena Francis: ¡Yo te maldigo!

59. Cambio de frecuencia (Marta Trutxuelo)

A mamá le gusta escuchar la radio. A mí también. Ella siempre elige programas en los que la gente habla y discute, y yo, sin que ella se dé cuenta, doy vueltas a la ruedita y busco alguna cadena de música. Y entonces ella dice: «Esta radio debe de estar estropeada… tendré que llevarla a arreglar», mientras sonríe, creyendo que yo no le miro.
Hoy, cuando he cambiado a la emisora de canciones, mamá no ha sonreído, ha cogido la radio y la ha llevado al técnico. ¡Qué raro! Si cuando yo estaba vivo nunca la llevó a arreglar…

58. FAMILIA MODULADA (Sergi Cambrils)

Doña Claudia Miraflores había puesto cara y cuerpo a las voces que solía escuchar en la radio. Se despertaba con el vozarrón de Jorge Tebastez; un presentador cordial y bonachón al que imaginaba entrado en carnes, rechoncho, con una crencha central que dividía su despoblado cabello y una papada tan exagerada como su barriga. Su programa –«Onda viva»– era adictivo y conseguía que doña Claudia dejara atrás el tiempo de duelo. Mientras los contertulios habituales daban inicio al coloquio matinal, ella desayunaba y seguía fantaseando con ellos. En su mente, veía a Fulgencio Pescla –el doctor en historia y antropólogo– como a un señor desangelado, repleto de surcos faciales por el acné de juventud y anegado en un mar de patas de gallo. A Mamen Salliz –la experta en economía–como a una lechuguina con aires de grandeza, vestida con un pulóver de cuello alto y una faldilla que dejaba ver sus rodillas. Y al director del periódico «Ojo de papel» –Ernesto Reicer– lo representaba más guapo, de tez morena, corpulento y con un hoyuelo en la barbilla. Eran toda su familia, nos decía; le llenaban la casa, y también a ella.

57. Palabras

Las interferencias rasgan la oscuridad que los envuelve. Una tenue luz esboza rostros y miradas cansadas. Historias que anhelan encontrar esperanzas.

Sueños.

Deseos.

(Afuera la noche oculta las vidas perdidas durante el día. Las lágrimas vertidas y las sonrisas de los asesinos que antes fueron vecinos, amigos o familiares).

Los convierten en seres invisibles que no conocen lo que les deparará el amanecer.

“Buenas noches Sarajevo, hermano…”

La frase de la esperanza. Las palabras de la vida más allá de estas paredes. La voz que trae la calma. Las historias que necesitan escuchar. El retorno a la  normalidad durante un par de horas. La oración constante que les recuerda que siguen vivos en el infierno.

Su infierno.

Nuestro infierno.

(Afuera sólo el frío mueve ramas y hojas. Provoca silbidos entre  huecos de paredes y coches  que ya no lo son. Se confunde con el humo de los cigarrillos de los nuevos centinelas del Averno).

Escuchan, etéreos, al locutor de la utopía, de que todo puede cambiar. De historias que valen la pena escuchar, sentir, vivir. Que suenan a verdad.

“Buenas noches Sarajevo…”

La luz se apaga. El transistor duerme. Ellos descansan sin saber qué ocurrirá.

Qué pasará.

Mañana.

 

56. El sueño de Blanca

Blanca se duerme siempre escuchando testimonios por la radio, confesiones de los oyentes. Hoy está a punto de zambullirse en el sueño, cuando una voz la sacude, la saca a flote y le abre los ojos en medio de lo oscuro. Es la suya. Es su voz. Es ella la que está hablando por antena. Cuenta que va a morir, que ya no quiere seguir viviendo. La locutora le pide tiempo, que no corte, que le hable. Su voz dice lo siento. Y es ella, aún aturdida, tras encender la lamparilla, la que ahora ruega que no cuelgue, que por favor no cuelgue y escuche. Pero tras un “gracias por todo” llega la desconexión. A Blanca le da tiempo de oír a la presentadora tranquilizando a la audiencia: han localizado la llamada y una ambulancia está llegando a la vivienda.
Cuando entran en el piso, hallan el cuerpo inmóvil sobre la cama y la radio todavía encendida. Justo al tomarle el pulso, Blanca abre los ojos, grita y se repliega en una esquina de la cama. Aterrada pregunta que cómo puede ser, que quién les ha abierto la puerta, que cómo han logrado traspasar el sueño.

55. La Radio de Papá

Papa me contó que desde niño le encantaba la radio. Su padre tenía una de galena que por la noche, cuando los aviones habían pasado de largo, camino del frente, conectaba al somier de su cama y la acercaba al oído para poder escucharla. Todas las noches su inquebrantable compañera espantaba la soledad que, cuando uno está lejos de los suyos, es la más difícil de sobrellevar.

Desde que recuerdo, los domingos por la mañana, mi padre me llevaba al parque mientras él, sentado en un banco, se aislaba de todo con el auricular conectado al transistor. No llegué a saber qué escuchaba, qué esperaba oír, ni cual sería esa noticia por la que nunca abandonó aquella vieja radio, a la que jamás vi cambiar las pilas. Quizás, simplemente quizás, había perdido la esperanza y sólo le quedaba la costumbre.

Hoy, que ya no puedo llevarle de paseo con su mano cogida a mi brazo, contemplo como la lluvia esponja la húmeda tierra del altar de fresnos donde sus cenizas reposan a la espera de esa noticia que nunca llegó, mientras me pongo el auricular de su radio para recordar su voz llamándome como cuando corría por el parque.

54. El Secreto

Cuando se entera del caso de alguna mujer muerta por violencia de género, el pasado se le viene encima a Margarita. Se ve a sí misma, veinte años atrás, con su pequeña a la espalda yendo al lavadero del pueblo y cuando no atendiendo el huerto. Por las tardes, cuando su marido gastaba el sueldo en la tasca tomando chiquitos, encontraba consuelo escuchando en la radio el serial “Un tren llamado esperanza”. Su imaginación volaba y mientras que con sus manos zurcía pantalones con su mente hilvanaba sueños con hilos de colores. Se imaginaba en la ciudad comprando bonitos vestidos y paseando con su hija al borde del mar. Pero todo acabó el día en que su marido escondió el aparato porque decía que gastaba mucha luz.
Siempre había soportado estoicamente sus golpes; pero una noche, que regresó más borracho de lo habitual, cuando colocó las manos en su cuello cogió la arandela de hierro y la estrelló en su cabeza. Nadie puso en duda su muerte por una mala caída.
Ahora, cuando ve a su hija feliz estudiando en la Universidad, no tiene remordimientos y su secreto lo guardará para siempre en los pliegues de su memoria.

Nuestras publicaciones