Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

65. Epitafio

¡Cuánta fuerza y qué poca puntería!

El cantero arquea las cejas cuando le tiendo la nota.

—Pues la señora quería que pusiéramos: “Aquí yace un apasionado de la caza; que persiguió la vida como a una presa; que se esforzó, se sacrificó, tuvo paciencia; que nunca se rindió por más empinada que fuera la pendiente, por más densa que fuera la maleza, por más profundo que fuera el bosque, por más dientes que tuviera el desafío. Uno al que sólo la más desafortunada de las desgracias fue capaz de arrebatárnoslo”… ¡Cómo se ha puesto cuando le he dicho que todo eso no cabría!

64. Amor dormido

Su relación se remontaba a una alejada y divertida infancia en la que ambos se buscaban para poder estar juntos. Aquella época se manifestaba en su mente en forma de una imagen nítida, el recuerdo imborrable de una perfecta conexión entre risas, juegos y afecto. Después de aquellos tiernos e inocentes años, apareció la oscuridad en su memoria, una difusa memoria que permanecía inerte, paralizada por el dolor de la distancia y obligaba por la razón a no recordar su partida. Un cómplice lamento que le acompañaría en los pasos de su vida, pues no supo decirle cuánto le quería.

Ahora, según le habían contado, él había vuelto al pueblo de forma definitiva, y decidió olvidar tantas oportunidades perdidas en su estático ayer, llevándole un ramo de delicadas flores.

Confundido y arrastrado por su impávido corazón, llegó ante él, protegido por inocuas margaritas que se iban impregnando poco a poco del pesar de cada una de sus afligidas lágrimas. Le miró fijamente a los ojos, y repasando con la yema de su índice las iniciales grabadas le dijo- Nunca te olvidaré, Amor Dormido-.

63. Movidas en una noche sin luna (María Rojas)

Dicen los amigos que salieron con ella, el pasado lunes, a eso de las nueve de la noche, de una reunión de amantes de la ornitología; que Turpialita Bala se quedó rezagada y con el móvil pegado a la oreja. Como ella era así, misteriosa, reservada, íntima, los demás siguieron calle abajo esa noche oscura.
Versiones de los testigos indican que la mujer fue morida por un sujeto alado que voló desde una azotea, del barrio Arenales. Cuentan, también, que Turpialita Bala lo había instado a bajar mediante silbos. En cuanto el alado tocó suelo, picó con arrebato a Turpialita Bala y le propinó la herida asesina, dándose luego a la fuga con un ave canora de colorido plumaje.
Turpialita Bala murió en el lugar de los hechos, con el corazón sangrante entre las alas. Un vecino, que afirmó ser de oficio corazonero, trató de encajar el órgano en su sitio, pero este, desengañado, se resistió con tenacidad.
El levantamiento del cadáver fue realizado a las 22.00 p.m. Pese al plan candado que realizó la policía, no ha sido posible dar con el asesino.
En su lapida se lee:
“No hay pájaro en esta vida
que cumpla lo que promete”

62. Prometo volver.

Puede que no llegues a saber de estas líneas que casi no recuerdo haber escrito, pero da igual, ya que lo importante es el propósito que encierran.

Cometí fallos, te descuidé, nos descuidamos, lo confieso; cada uno a su manera, cada uno en su mundo, y poco a poco, a años luz del otro.
Entiendo tu desconcierto, tu resignación, e incluso puedo entender tu enfado durante nuestro distanciamiento, pero no entiendo la forma tan macabra con la que decidiste un día que ya no me necesitabas, que sobraba en tu vida, y que por lo tanto sobraba la mía.

Apenas reparé en tus malas artes, y cuando al final lo supe, ya no tenía fuerzas para luchar contra tal castigo a tan poco pecado, y no pude más que dejarme ir, con la esperanza de poder volver, aun sin saber cómo.

Quizá me encuentres de vuelta en forma etérea, entre el frio que te abrasará la piel en tu peor noche de pesadillas. O quizá en un reflejo perdido en el espejo, o en esa voz lejana que no podrás sacar de tu conciencia.

Prometo volver, sea como sea, y ese día, si la muerte me lo permite, haré justicia.

61. El autómata, mi hija Laura y la mentira que grabé en su tumba. (Luz Leira)

Conocí al autómata en una fiesta universitaria. Deslumbrada por su envergadura y su impasibilidad ante los contoneos femeninos, resolví ser taxativa alargándole un mojito que aceptó automáticamente. Me enternecería tanto su falta de disidencia durante los meses siguientes que al año acabamos casándonos: el autómata reluciente y tieso, yo trémula como un mimbre alborozado. Y tuvimos una hija dulcísima que un septiembre marchó a Londres para estudiar escultura.

En febrero sostuve las manos tronchadas de Laura en la aséptica UCI del Wellington Hospital, suplicando su recuperación mientras mis entrañas aullaban. El autómata se quedó en casa calentando precocinados. Una prima mía, adicta a las gangas, aprovechó entonces para abordarlo y él consintió, mecánico, quizás por no oponer resistencia. Lamía obedientemente sus muslos cuando aquel zigzag verde se tensó como un látigo.

Hasta marzo no conectaron sus móviles.

Le mentí a mi hija en su agonía, en su misma esquela, en su propia lápida, repitiéndole: “Te queremos”. Ni Laura, ni mi matrimonio ni yo pudimos sobreponernos al accidente. El autómata sí, por supuesto: él estaba programado para superarlo todo.

Se llama Ramiro Grandal, 49 años, natural de Huesca. Aviso por si alguna lo encuentra y lo confunde con un ser humano.

60. El juego

-No seas gallina Ernesto!
-No me gusta ese juego.
Pero al final Ernesto accedió y fue con los demás al cementerio, donde acudían para ambientarse.
Era el juego de las lápidas. Se trataba de sacar por sorteo una fecha, que se suponía como fecha de muerte, para inventarse un epitafio según la vida que imaginaban tener.
-Alberto: 7 mayo de 2038. ¡¡Epitafio!!
-Hmmmm, con 38 años!… pues habré sido corresponsal de guerra y me dio una bala mientras cubría una noticia. En mi lápida dirá «Aquí descansa un intrépido aventurero que murió con la cámara en la mano».
-Miguel: 30 de enero de 2082. ¡¡Epitafio!!
-«Pasó su última Navidad rodeado de sus numerosos nietos»
-Ernesto…
-Yo paso, me marcho -dijo Ernesto, y se dirigió hacia la salida abriéndose paso en la oscuridad con su linterna .
-Venga, que sólo es un juego!
-…24 de septiembre de 2015…
-Eso es mañana -dijo flojito Miguel.
-…¡¡Epitafio!!
-Iros a la mierda! -vociferó Ernesto saliendo del recinto, mientras el campanario de la ermita empezó a tocar la nueva hora: 12 campanadas.
Lo siguiente que oyeron fue un grito ahogado por el chirrido de un brusco frenazo.

59. Término

Aquel día puso mucho empeño. Rechazó cualquier ingesta y dijo a su mujer que no le molestasen bajo ningún pretexto. Los últimos meses lo había ido dejando pero se acercaba la fecha de entrega. Había aceptado el encargo anónimo porque el adelanto adjunto era sustancioso. El resto, sin determinar, le sería abonado al término de la obra. Rejuveneció, rescató su imaginación del desguace etílico. Las ideas procreaban en su cerebro. Renacido, se paseaba por el pueblo con el porte petulante de otrora, cuando le llovían los pedidos. Poco a poco arrinconó la efigie y se abandonaba desganado a la molicie del aguardiente. Un telegrama recordatorio hizo que se enzarzara de nuevo con la frialdad de la roca. En su taller, rodeado de espátulas y buriles retomó la tarea. El cincel mordía enérgico, rastreaba febril en las entrañas de la piedra, olisqueaba y apresaba los sentimientos agazapados. Con cada golpe de martillo la escultura se volvía más real. Trabajó sin pausa y, en la noche lo encontraron gélido, abrazado a la figura que, con aquellos rasgos tan humanos, y el gesto satisfecho por la labor terminada, presidiría más tarde la lápida de la tumba de su autor.

58. Tributo (Juan Antonio Vázquez)

Los citaron la Noche de Difuntos junto al olmo del viejo cementerio; y aunque poco más se supo, en los corrillos se advertía: cualquiera podía haberlo hecho.

Las pesquisas del benemérito cuerpo no arrojaron luz al misterioso asesinato del grupo de soñadores que se reunían antaño para leer a voz en grito sus relatos; una blasfemia, según el párroco, que como casi todos estaba harto de que una tras otra detrás de cada punto final, aquella panda de majaderos rompiera en vítores y aplausos.

Restituido el orden, regocijado de que la única historia que se contara saliera de su boca los domingos en forma de salmo, el cura ordenó que se les diera sepultura en el más profundo de los agujeros del camposanto. Amontonó sus almas bajo una misma lápida en la que hizo escribir a modo de escarmiento: «Malditos escritores, nadie se acordará de vosotros una vez muertos».

Desde entonces,  en la lápida y ante el estupor de todo aquel que visita el pueblo, para amargura del párroco, se puede leer en el fúnebre mármol en lugar del funesto epitafio la aserción: «Siempre estaremos»; y cada mañana de Todos los Santos cincelado a fuego, un nuevo cuento.

 

57. Objetos perdidos (Lorenzo Rubio)

Cada día entran por la puerta las cosas más variopintas. Y, aunque en algunos momentos el tedio es adormecedor, me entretengo con los cachivaches que la gente olvida por la ciudad y que acaban muriendo aquí. Me encanta cotillear las fotos de los monederos y elegir el móvil sin batería que quiera para hablar con mi familia.

A veces, la gente deposita objetos insólitos, como aquel carricoche en el que encontré a un bebé durmiendo; sentí mucha felicidad arrullando a la niña, pero pronto apareció una mujer y se la llevó consigo. Eso sí, los peluches y las muñecas me consideran un padre excelente; los cuido como si fueran mis hijos y siempre que aparece algún bocadillo o refresco dentro de una mochila extraviada, lo comparto con ellos.

Cuando no me sale la vena paternal, me dedico a las manualidades. Desde que dejaron una piedra de granito, con un cincel y un martillo, mato las horas grabando en ella mi propio epitafio, pues, según el calendario donde tacho los días, en breve se cumplirán los dos años; el tiempo máximo para que alguien me reivindique como su legítimo abuelo o me destruyan, igual que al resto de las cosas.

56. Nº 14465. Mujer desconocida. Mayo 1964

Juana tenía setenta años cuándo interiorizó su soledad y se aisló en su mundo interior. No tenía familia ni amigos, ni interés en buscarlos, y su única satisfacción era dar largos paseos por el campo, quizás como una huida de sus vecinos o de ella misma.

 

Llegó el momento en que ya no se relacionaba con nadie, salvo para satisfacer sus escasa necesidades, entre las que estaba dejarlo todo preparado para cuando muriera, por lo que había comprado un nicho y contratado a su único amigo, para que lo cuidara “para cuando ella faltara”.

 

Un fatídico día, en una de sus solitarias escapadas, tropezó y cayó golpeándose en la  cabeza y falleciendo en el acto. Cuando la encontraron, su estado de descomposición no permitió identificarla, y al no haber ningún aviso de desaparición ni nadie que la reclamara, la enterraron en una fosa común.

 

El nicho continuó vació, limpio y con flores, mientras Juana descansaba en compañía de otros muchos solitarios, identificada con una fecha, un número y el epígrafe “mujer desconocida”. La noticia de su desaparición y posible fallecimiento llegó a su amigo, que se fue, dejando escrito en la lápida del nicho vacío: «Aquí yace la soledad eterna».

55. JULIÁN PÉREZ CAMBIÓ DE BANDO EL 16-03-2015 (Petra Acero)

Desde aquella noche, Guillermo se asegura de que todo sigue en orden entre los vivos y los muertos.

—Los muertos están muertos. ¿A que sí, mamá?

—Sí, Guille.

—Y los vivos no están muertos…

—No —su voz suena sumisa, pero triunfante—. Los vivos, ¡todavía estamos vivos!

—Mamá…

—Dime, Guille.

—¿A que un vivo puede pasar al bando de los muertos en una noche?

—Sí.

—¡Porque lo dice papá!

A veces, solo a veces, la madre levanta la vista de la labor y mira a su hijo.

­—¡El epitafio! —recalca la madre, con voz de granito—. Lo dice el epitafio de tu padre.

—Pero, tú no estás muerta. ¿A que no mamá?

—No, hijo.

—Papá dijo que ibas a estar muerta esa noche…

—Guillermo. Mírame. ¡Estoy viva!

La mujer deja de tejer. Atraviesa, a conciencia, el corazón del ovillo y clava las agujas hacia el interior del cesto, como de costumbre. Se inclina sobre la cama de su hijo y, con sus dedos encallecidos, hace cosquillas al pequeño.

—Recuerda, Guille, papá está en el bando de los muertos porque se pinchó con el cesto de la labor… ¡Fue un accidente!

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